POLVO

Para ser un chico que a regañadientes empezaba a considerarse un hombre, Koll había visto unas cuantas ciudades. La adusta Vulsgard en primavera y la expansiva Kalyiv en verano, la majestuosa Casa Skeken rodeada por sus murallas élficas y la hermosa Yaletoft antes de que la arrasaran. Había completado la larga travesía por el serpenteante Divino, las largas cuestas y la estepa abierta, para por fin contemplar boquiabierto y maravillado la Primera Ciudad, el mayor asentamiento de los hombres.

Al lado de las ruinas élficas de Strokom, todas eran como cagarrutas de mosca.

Siguió a Skifr y a los dos clérigos por caminos negros tan anchos como la plaza del mercado en Thorlby, que se internaban bajo el suelo en cavernosos túneles y se amontonaban unos encima de otros sostenidos por poderosas columnas de piedra, enredados en el ovillo de un gigante loco, mientras los ojos de cristal roto vigilaban tristes las ruinas. Caminaron en silencio, cada uno a solas con sus propias preocupaciones. Por el mundo, por sus conocidos, por sí mismos. Allí no vivía nada. No había plantas, ni aves, ni insectos que reptaran. Solo había silencio y una parsimoniosa decadencia. Por todo su alrededor, legua tras legua, los imposibles logros del pasado se iban desmoronando y dejando solo polvo.

—¿Cómo era este lugar cuando vivían los elfos? —preguntó Koll con un susurro.

—Inimaginable en su magnitud, su luz y su ruido —dijo Skifr, que encabezaba la marcha con la cabeza bien alta—, en su confusión planeada y su competición frenética. Pero todo enmudeció hace miles de años.

Dejó surcos con las yemas de los dedos en un torcido pasamanos y los levantó, escrutó la capa de polvo gris que habían recogido, probó su sabor con la lengua, la frotó contra el pulgar y frunció el ceño al fondo del camino, lleno de grietas y socavones.

—¿Qué ves? —preguntó Koll.

Skifr levantó una ceja quemada.

—Solo polvo. No hay más presagios aquí, pues no hay más futuro a escudriñar que el polvo.

Una inmensa serpiente de metal había caído de entre dos edificios y yacía quebrada y torcida, cruzada en el camino.

—Los elfos se creían todopoderosos —dijo Skifr mientras la remontaban—. Se creían más importantes que la Diosa. Pensaban que podían rehacer todas las cosas siguiendo su propio gran designio. ¡Mira ahora su necedad! No importan la grandeza ni la gloria de lo que se haga, pues el tiempo lo destruirá. No importa la fuerza de la palabra, ni del pensamiento, ni de la ley, pues todo debe volver al caos. —Skifr echó atrás la cabeza y envió un escupitajo que voló hacia las alturas, trazó un suave arco y salpicó el metal herrumbroso—. El rey Uthil dice que el acero es la respuesta. Yo digo que no mira lo bastante lejos. El polvo es la última respuesta a toda pregunta, ahora y siempre.

Koll suspiró.

—Estás de lo más jovial, ¿eh?

La repentina risotada de Skifr partió el silencio, resonó en las fachadas muertas de los edificios y sobresaltó a Koll. Allí era un sonido extraño. Albergó la absurda preocupación de que pudiera ofender a alguien de algún modo, aunque no hubiera habido nadie a quien ofender en centenares de centenares de años.

La anciana le dio una palmada en el hombro y aumentó el paso hacia el padre Yarvi y la madre Scaer, que se habían adelantado.

—Todo depende de lo que encuentres gracioso, chico.

La luz empezaba a menguar cuando pasaron entre unas construcciones tan altas que la calle parecía un desfiladero sumido en las sombras, agujas que perforaban los cielos incluso en su decadencia, inacabables láminas de cristal élfico que seguían titilando en rosa, naranja y violeta con el oscuro reflejo del ocaso, torcidas vigas de metal que brotaban de las cimas devastadas como espinas de un cardo.

Al pensarlo, Koll se acordó de Espina y musitó una oración por ella, aunque los dioses no estuvieran presentes para escucharla. Cuando murió Brand, pareció que algo moría también en ella. Quizá nadie llegaba al final de una guerra tan vivo como al principio.

Descendieron por el camino lleno de baches, obstruido por objetos de metal retorcido y pintura descascarillada. Había mástiles con la altura de diez hombres, engalanados con madejas de cuerdas que pendían entre los edificios como las telas de unas arañas colosales. Había letras élficas por todas partes, símbolos que hasta embadurnaban en los caminos y rodeando los postes, y estandartes que se desplegaban orgullosos en cada umbral y ventana rota.

Koll se quedó mirando los signos que blasonaban toda la anchura de una construcción, cuya última letra, del tamaño de un hombre, se había soltado y colgaba triste en su esquina.

—Cuánta escritura —murmuró, con el cuello agarrotado de tanto mirar hacia arriba.

—Los elfos no reservaban la palabra a unos pocos —dijo Skifr—. Dejaban que el conocimiento se extendiera a todos, como el fuego. Aventaban las llamas con entusiasmo.

—Y todos ardieron con ellas —dijo entre dientes la madre Scaer—, hasta dejar solo cenizas.

Koll volvió a mirar el gran blasón.

—¿Tú lo entiendes?

—Quizá conozca las letras —dijo Skifr—, y quizá hasta conozca las palabras. Pero el mundo del que hablan ha desaparecido por completo. ¿Quién podría desentrañar hoy su significado?

Pasaron frente a una ventana rota que aún conservaba esquirlas de cristal en el marco, y Koll vio a una mujer que le sonreía desde el interior.

Se quedó tan estupefacto que no pudo ni chillar, y solo retrocedió tropezando hasta los brazos de Skifr, señalando con aspavientos aquella figura fantasmagórica. Pero la anciana se limitó a soltar una risita.

—Ya no puede hacerte daño, chico.

Entonces Koll reparó en que era un retrato, pintado con increíble detalle pero ya manchado y descolorido. Una mujer levantaba la muñeca para lucir un brazalete élfico dorado, sonriendo de oreja a oreja como si llevarlo puesto le proporcionara un placer indescriptible. Una mujer alta, delgada y ataviada con extraños ropajes, pero una mujer sin duda alguna.

—Los elfos… —tartamudeó—. ¿Eran… como nosotros?

—Terriblemente parecidos y terriblemente distintos —dijo Skifr, mientras Yarvi y Scaer llegaban junto a ella y miraban también aquel desdibujado rostro salido de la larga niebla del pasado—. Eran mucho más sabios, más numerosos, más poderosos que nosotros. Pero al igual que nosotros, cuanto más poderosos se hacían, más poder anhelaban. Al igual que los hombres, los elfos tenían unos vacíos que nunca podían llenarse. Todo esto… —Skifr extendió los brazos para abarcar las imponentes ruinas y su capa de harapos se hinchó con la inquieta brisa—. Todo esto no los satisfacía. Eran igual de envidiosos, despiadados y ambiciosos que nosotros. Igual de codiciosos. —Alzó un largo brazo, una larga mano, un largo dedo para señalar la sonrisa radiante de la mujer—. Es su codicia lo que los destruyó. ¿Me has oído, padre Yarvi?

—Te he oído —dijo echándose el saco al hombro y, como siempre, siguiendo adelante—. Y me vendrían bien menos lecciones élficas y más armas élficas.

La madre Scaer frunció el ceño a su espalda, jugueteando con su propia colección de brazaletes antiguos.

—Yo digo que le vendría mejor al revés.

—¿Qué pasará luego? —preguntó Koll levantando la voz.

Hubo un breve silencio antes de que el padre Yarvi se volviera.

—Que utilizaremos las armas élficas contra Yilling el Radiante. Las llevaremos por los estrechos hasta Casa Skeken. Buscaremos a la abuela Wexen y al Alto Rey. —Su voz adoptó un matiz mortífero—. Y cumpliré mi juramento-sol y mi juramento-luna de vengarme de los asesinos de mi padre.

Koll tragó saliva.

—Quería decir después de eso.

El maestro miró pensativo al aprendiz.

—Ya vadearemos ese río cuando lo alcancemos.

Y dio media vuelta y siguió caminando, como si apenas hubiera pensado en el asunto hasta aquel momento. Pero Koll sabía que el padre Yarvi no era de los que dejan el terreno del futuro sin sembrar de planes.

Dioses, ¿tenía razón Skifr? ¿Eran iguales que los elfos? ¿Pisaban con pies diminutos sobre sus poderosas huellas, pero siguiendo la misma senda? Imaginó Thorlby convertida en una ruina deshabitada, una tumba gigante, el pueblo de Gettlandia arrasado por las llamas para dejar solo silencio y polvo, y quizá también algún fragmento de su mástil tallado a modo de eco espectral para desconcierto de quienes llegaran mucho después.

Koll dio un último vistazo a aquella cara exultante que había muerto miles de años atrás y vio algo relucir entre el vidrio hecho añicos: un dorado brazalete élfico, idéntico al del retrato. Koll le echó mano sin pensarlo y se lo guardó en el bolsillo.

Dudaba mucho que la elfa fuese a echarlo de menos.