NINGÚN AMANTE

Al terminar, Raith dejó los párpados cerrados y respiró. Solo quería abrazarse con alguien, así que hizo subir la mano vendada por la espalda desnuda de ella y la atrajo contra su pecho.

Rakki estaba muerto.

Cada vez era como si cayera en la cuenta. Cada vez veía aquel último atisbo de su cara antes del fuego y la tierra cayendo.

Ella le dio un beso. No fue brusco ni apresurado, pero Raith comprendió que era un beso de despedida e intentó hacerlo durar. No había besado lo suficiente en su vida. Quizá no tuviera ocasión de hacerlo muchas más veces. Con la de tiempo que había desperdiciado en idioteces, cada momento que transcurría era como una dolorosa pérdida. Ella le puso una mano en el pecho y lo apartó despacio. Raith tuvo que convencerse de soltarla.

Contuvo un gemido al bajar los pies a la cruda estera, con una mano en las costillas que esparcían el dolor a todo su costado. La vio vestirse, destacada en negro contra la cortina. Captó pequeños detalles a la tenue luz. El movimiento de los músculos en su espalda, las venas en su pie, un resplandor que descendía por su cara cuando se giró hacia el otro lado. No habría sabido decir si sonreía o torcía el gesto.

Rakki estaba muerto.

Raith se miró el brazo vendado. Había olvidado el dolor durante un momento, pero ya regresaba con fuerza redoblada. Hizo una mueca al tocarlo, recordando aquel último vistazo al rostro de su hermano, tan parecido al suyo y tan distinto. Como dos bestias de proa en el mismo barco, siempre mirando en sentidos opuestos. Solo que ahora quedaba una sola, y el barco iba a la deriva sin un rumbo que seguir.

Ella se sentó junto a él.

—¿Te duele?

—Como si aún ardiera. —Movió los dedos y sintió que le ardía el antebrazo entero.

—¿Puedo hacer algo?

—Nadie puede hacer nada.

Se quedaron sentados en silencio, con la mano de ella posada en su brazo. Tenía las manos fuertes pero dulces.

—No puedes quedarte. Lo siento.

—Lo sé.

Recogió la ropa desperdigada, pero mientras se vestía empezó a llorar. En un momento estaba forcejeando con el cinturón, incapaz de ceñirlo con la torpe mano quemada, y al siguiente se le anegó la mirada, se sacudieron sus hombros con los quedos sollozos.

Nunca había llorado como entonces. Nunca en la vida. En todas las palizas recibidas, todas las cosas perdidas, todas las esperanzas fallidas, había tenido a Rakki a su lado.

Pero Rakki estaba muerto.

Una vez arrancado el llanto, Raith descubrió que no lograba detenerlo, no más de lo que se podía reconstruir un dique vencido mientras aún lo surcaba la riada. Era la pega que tenía volverse duro. Una vez agrietado, no había forma de recomponerse.

Ella le rodeó la cabeza con los brazos, le apretó la mejilla contra el hombro y lo meció con suavidad.

—Chist —le dijo al oído—. Chist.

—Mi hermano era la única familia que tenía —susurró él.

—Lo sé —dijo ella—. El mío también.

—¿Se hace más fácil?

—Tal vez. Muy poco a poco.

Ella le ciñó el cinturón, pasó el cuero raído por la hebilla rayada mientras Raith se quedaba quieto con los brazos a los lados. Nunca le había parecido importante tener a una mujer que le abrochara el cinturón, pero cayó en que le gustaba. Nunca había tenido a nadie que cuidara de él. Excepto Rakki, tal vez.

Pero Rakki estaba muerto.

Cuando ella levantó la mirada, tenía el rostro surcado de lágrimas, y Raith alzó el brazo para secarlas, procurando ser tan suave como lo había sido ella. No le pareció que a aquellos dedos doloridos, torcidos y maltratados que tenía les quedara la menor ternura. No le pareció que sus manos sirvieran más que para matar. Su hermano siempre le había dicho que no era ningún amante. Pero lo intentó.

—Ni siquiera sé tu nombre —dijo.

—Me llamo Rin. Será mejor que te vayas. —Y retiró la cortina de la menuda alcoba en la que tenía su catre.

Raith subió cojeando los peldaños de la forja, con una mano apoyada en la pared. Pasó junto a un horno abovedado en el que tres mujeres cocían pan, y junto a una multitud hambrienta de hombres que esperaban con sus cuencos. Renqueó hasta el otro extremo del patio, alumbrado en plata por el alto y grueso Padre Luna, y dejó atrás la cuadra abrasada. Tan abrasada como estaba él.

Oyó que alguien reía y giró la cabeza de sopetón hacia el sonido, empezando a sonreír. Era la voz de Rakki, ¿verdad?

Pero Rakki estaba muerto.

Se rodeó a sí mismo con los brazos mientras pasaba fatigoso junto al tocón muerto del Árbol de Fortaleza. No era una noche rigurosa, pero Raith tuvo frío. Como si su ropa desgarrada fuese demasiado fina. O como si lo fuese su piel desgarrada.

Empezó a subir la larga escalera, raspó los peldaños en la oscuridad y cruzó el largo corredor, con ventanas que daban a la reluciente Madre Mar. Había luces en movimiento: las lámparas en los barcos de Yilling el Radiante, vigilando para asegurarse de que no llegara ayuda al cabo de Bail.

Gruñó mientras se tendía, lento y dolorido como un viejo, frente a la puerta de Skara. Se pasó la manta sobre las rodillas y dejó que el cráneo cayera contra la fría piedra élfica. Nunca le habían interesado las comodidades. Era Rakki quien había soñado con esclavos y ricos tapices.

Pero Rakki estaba muerto.

—¿Dónde estabas?

Se volvió de sopetón. La puerta estaba entreabierta y Skara lo miraba desde el interior, con el pelo hecho un revoltijo de rizos oscuros, rebelde y enmarañado de estar recién levantada, como había estado el día en que la vio por primera vez.

—Lo siento —tartamudeó, quitándose la manta. Gimió de dolor al levantarse y echó mano a la pared para mantener el equilibrio.

De pronto Skara salió al pasillo y le cogió el codo.

—¿Te encuentras bien?

Era un guerrero probado, el portaespadas de Grom-gil-Gorm. Era un asesino, labrado a partir de dura piedra vansterlandesa. No sentía dolor ni compasión. Pero aquellas palabras se negaban en redondo a salir. Estaba demasiado herido. Herido hasta los huesos.

—No —susurró.

Entonces despegó los ojos del suelo y vio que Skara solo llevaba puesto el camisón, reparó en que a la luz de la antorcha se transparentaba su delgada figura.

Obligó a sus ojos a seguir ascendiendo hasta su cara, pero fue peor. Había algo en cómo lo estaba mirando, fiera e inmutable como un lobo a su presa, que le calentó el cuerpo de repente. Casi no lograba ni ver con sus ojos encima. Casi no podía ni respirar con su aroma cerca. Hizo un leve ademán de soltar el brazo y solo consiguió atraerla hacia él, casi tocarla. Ella salvó la distancia, pasó una mano por sus doloridas costillas que le arrancó un respingo, puso la otra mano en su mejilla y tiró de su cara hacia abajo.

Lo besó, y no con delicadeza sino sorbiendo su boca, rozándole el labio partido con los dientes. Raith abrió los ojos y ella lo miraba, como juzgando el efecto que había tenido, sin dejar de presionar con el pulgar en su mejilla.

—Mierda —susurró él—. Quiero decir, mi reina…

—No me llames así. Ahora no.

Llevó la mano hasta su nuca y la asió con fuerza, frotó su nariz con la de él hacia arriba por un lado, hacia abajo por el otro y volvió a besarlo, dejando su cabeza liviana como la de un borracho.

—Ven conmigo —susurró ella con su aliento quemándole la mejilla, y lo llevó hacia la puerta, casi a rastras, con la manta enredada en los tobillos.

Rakki siempre le había dicho que no era ningún amante. Raith se preguntó qué opinaría cuando le contara aquello…

Pero Rakki estaba muerto.

Se detuvo en seco.

—Tengo que contarte una cosa… —¿Qué, que venía de llorar en la cama de otra mujer? ¿Que ella era la prometida de Grom-gil-Gorm? ¿Que casi la había matado hacía pocas noches y aún llevaba el veneno en el bolsillo?—. Más de una cosa, en realidad.

—Después.

—Después podría ser demasiado tarde…

Le agarró la camisa y lo llevó hacia ella, y Raith se sintió indefenso como un muñeco de trapo en sus manos. Era mucho más fuerte de lo que había creído. O quizá él fuese mucho más débil.

—Ya he hablado bastante —susurró ella—. Ya he hecho lo apropiado bastante. Podríamos morir todos mañana. Ahora, ven conmigo.

Podrían morir todos el día siguiente. Si a Rakki le quedaba una última lección que enseñarle, sin duda era aquella. Y al fin y al cabo, los hombres pocas veces ganan las peleas que quieren perder. Así que Raith pasó los dedos por la suave nube de su cabello, la besó, le mordió los labios, notó su lengua en la boca y ninguna otra cosa le pareció tan urgente como había creído. La madre Scaer, el Rompeespadas, Rin e incluso Rakki parecían tan distantes como el amanecer.

Ella apartó su manta contra la pared de una patada, tiró de él hasta el interior de la puerta y corrió el cerrojo.