OBSERVANDO
Skara tenía el corazón en la garganta cuando asió una raíz y se izó en dirección a la cima. No era precisamente el comportamiento más regio del mundo, como la hermana Owd se había apresurado a recalcar, pero Skara no pensaba quedarse en la playa mordiéndose las uñas mientras se decidía el futuro de Trovenlandia.
Quizá no pudiera combatir en la batalla, pero como mínimo podía verla.
El terreno empezaba a allanarse y Skara siguió ascendiendo, agachada. La escarpada costa de Yutmarca apareció en su campo de visión hacia el sur. Las suaves colinas, seguidas de las playas grises, el agua centelleante de los estrechos y por último, en el centro, los barcos.
—La flota del Alto Rey —susurró la hermana Owd, con la cara más parecida a un melocotón que de costumbre después del ascenso.
Docenas de barcos, con los remos hundiéndose en el mar. Algunos eran bajos y estrechos, construidos para la batalla, y también había panzudos navíos mercantes, sin duda repletos de guerreros enviados al norte por la abuela Wexen. Soldados empeñados en barrer de un plumazo su alianza y aplastar lo poco de Trovenlandia que le quedaba a Skara como un niño cruel aplastaría un escarabajo.
La sangre le hirvió de ira y apretó los puños, dio los últimos pasos hasta la cima del peñasco y se quedó entre el padre Yarvi y la madre Scaer, mirando al oeste, a una larga playa que se extendía hacia la puesta de la Madre Sol.
—Dioses —susurró.
La gravilla estaba atestada de hombres que se movían como hormigas furiosas saliendo de un hormiguero derruido; sus escudos, meros puntitos pintados entre los destellos del acero, y los estandartes coloridos ondeando al viento para indicar dónde debían congregarse las tripulaciones, los guerreros del Alto Rey que ya habían desembarcado. Dos de aquellos navíos mercantes cargados hasta los topes, quizá tres. Centenares de hombres. Millares. No parecía real.
—Cuántos hay —dijo con un suspiro.
—Cuantos más dejemos que crucen —respondió la madre Scaer—, cuantos más atrape Grom-gil-Gorm en la playa, más mataremos.
La última palabra salió violenta como una puñalada y Skara, nerviosa de repente, juntó las manos.
—¿Crees que…? —Titubeó y tuvo que obligarse a pronunciar el nombre—. ¿Crees que Yilling el Radiante está ahí abajo?
Volvió a ver aquel rostro delicado y tranquilo, volvió a oír aquella voz suave y aguda, volvió a sentir un eco del terror de aquella noche y se enfureció por su cobardía. Era una reina, diantres. Una reina no puede tener miedo.
El padre Yarvi volvió la cabeza hacia ella.
—Un auténtico héroe da las órdenes desde el frente.
—Él no es un héroe.
—Todo héroe es el villano de alguien.
—Héroe o villano —dijo la madre Scaer, con aquellos ojos tan azules fijos en los hombres de abajo—, no ha preparado bien a sus guerreros.
Tenía razón. Habían formado una muralla de escudos en las dunas que dominaban la playa, encarada tierra adentro hacia el bosque sombrío, con un gran mástil coronado por el sol de siete rayos de la Diosa Única en el centro, pero incluso Skara, cuya experiencia bélica se reducía a mirar a los chicos en el cuadrado de entrenamiento detrás del salón de su abuelo, se daba cuenta de que era una línea mal hecha, torcida y llena de huecos.
—La abuela Wexen ha reunido a hombres procedentes de muchos lugares —dijo el padre Yarvi—. No están acostumbrados a luchar juntos. Ni siquiera hablan un mismo idioma.
La flota del rey Uthil había bordeado el cabo y se veía como una masa de barcos con forma de punta de flecha, con gaviotas volando en círculos sobre su estela de blanca espuma, curvada hacia las ruinas calcinadas de Valso. La flota del Alto Rey debía de haberlos avistado y algunos barcos viraban en su dirección, otros en la contraria y unos terceros se afanaban en alcanzar la playa, sumidos en una confusión de remos enredados y colisiones.
—La sorpresa está de nuestra parte —dijo la hermana Owd, que por fin había recobrado el aliento—. La sorpresa es media batalla.
Skara la miró de reojo, con el ceño fruncido.
—¿En cuántas batallas has combatido?
—Tengo fe en nuestra alianza, mi reina —dijo la clériga cruzándose de brazos—. Tengo fe en el Rompeespadas, y en el rey Uthil, y en Jenner el Azul.
—Y en Raith —descubrió que había añadido Skara. Ni siquiera era consciente de que tenía fe en él, mucho menos que algún día iba a decirlo en voz alta.
La hermana Owd levantó una ceja.
—En él un poco menos.
Llegó el sonido de un cuerno, grave y prolongado, tan profundo que pareció hacer temblar las tripas de Skara.
La madre Scaer enderezó del todo la espalda.
—¡El Rompeespadas acude al banquete!
De entre los árboles salieron hombres que ocuparon las dunas por encima de la playa. Skara supuso que estarían corriendo a toda velocidad, pero parecían moverse lentos como la nieve en inverno.
Descubrió que había agarrado el hombro de la hermana Owd con su mano vendada. No había tenido tanto miedo desde la noche en que ardió el Bosque, pero aquel sentimiento llegaba acompañado de un entusiasmo casi insoportable. Su destino, el destino de Trovenlandia, el destino de la alianza, el destino del propio mar Quebrado, pendían del filo de una espada. Casi no soportaba mirar, pero sería impensable apartar la mirada.
Un hombre había salido de las hileras del Alto Rey y hacía frenéticos aspavientos, intentando preparar la muralla de escudos para absorber la carga. El viento llevó al peñasco sus bruscos chillidos, tenues, muy tenues en la lejanía, pero era demasiado tarde.
El Rompeespadas cayó sobre ellos. Skara vio ondear su estandarte negro, con el acero reluciendo debajo como la espuma de una ola.
—Llega tu muerte —susurró.
Le dolía la cara de tanto hacer muecas y le dolía el pecho de respirar tan deprisa. Elevó una plegaria a la Madre Guerra, una súplica fría y despiadada para que aquellos invasores fueran expulsados al mar desde sus tierras. De que pudiera escupir al cadáver de Yilling el Radiante antes de que terminara de ponerse la Madre Sol y así recuperar el coraje que le había robado.
Daba la sensación de que sus plegarias obtenían respuesta ante sus ojos.
Como una marea negra, los vansterlandeses descendieron por las dunas cubiertas de hierba, sus gritos de guerra resonando agudos y disonantes en el viento, y como un muro de arena ante una gran ola, el centro de la torcida muralla de escudos del Alto Rey se desmoronó. Skara sintió la mano de la hermana Owd sobre la suya y la asió con fuerza.
Los hombres de Gorm se estrellaron contra la hilera vacilante y la Madre Guerra extendió sus alas sobre la costa de Trovenlandia y sonrió, satisfecha por la masacre. Su voz era una tormenta de metal. Un clamor como el de mil herrerías y cien mataderos. A veces, por pura casualidad, el viento llevaba al oído de Skara alguna palabra suelta, o frase, o grito completo, ya fuese de ira, de dolor o de sollozante pánico, y la hacía saltar como si lo hubieran pronunciado junto a su hombro.
El padre Yarvi se adelantó, con los nudillos blancos en torno a su báculo de metal élfico y la mirada anhelante fija en la playa.
—Sí —susurró—. ¡Sí!
El flanco derecho de las tropas del Alto Rey se fue combando hasta ceder de repente, y los hombres huyeron playa abajo, arrojando sus armas a los guijarros. Pero no había escapatoria salvo hacia los brazos de la Madre Mar, que no ofrecían un abrazo acogedor.
En las dunas más altas aún plantaban cara los últimos reductos de guerreros del Alto Rey, tratando de ofrecer una resistencia digna de canciones, pero eran meros islotes en una riada. Skara vio lo devastador que puede ser el pánico en un ejército numeroso, aprendió que las batallas pueden decidirse en un solo momento y vio el símbolo bañado en oro de la Diosa Única derribado y pisoteado por las botas de los fieles de la Madre Guerra.
Tras la acometida de Gorm, la playa había quedado salpicada de formas negras, como madera a la deriva después de una tempestad. Escudos rotos, armas rotas. Hombres rotos. Los ojos muy abiertos de Skara recorrieron la desolación, tratando de estimar la cantidad de muertos, y apenas pudo tragar por el nudo repentino que se había formado en su garganta.
—Esto lo he hecho yo —susurró—. Mis palabras. Mi voto.
La hermana Owd intentó infundirle ánimos con un apretón.
—Y habéis hecho bien, mi reina. Las vidas perdonadas aquí habrían costado vidas más adelante. Esto ha sido el bien mayor.
—El mal menor —musitó Skara, recordando las lecciones de la madre Kyre, pero su clériga prestada la había malinterpretado. Lo que sentía no era remordimiento, sino fascinación por su propio poder. Por fin se sentía como una reina.
—Los encargados de las piras tendrán trabajo esta noche —dijo el padre Yarvi.
—Y a su debido tiempo, también los tratantes de esclavos en Vulsgard. —Por una vez, el tono de la madre Scaer revelaba una reticente aprobación—. Hasta ahora, todo transcurre según tus designios.
El padre Yarvi dejó perderse a su mirada en el mar, con la delgada cara tensa al apretar la mandíbula.
—Hasta ahora.
La batalla sobre el Padre Tierra estaba ganada, pero en los estrechos la flecha que era la flota del rey Uthil apenas estaba alcanzando el romo batiburrillo de los barcos del Alto Rey. En la misma punta, Skara divisó una vela azul hinchada por el viento y saboreó la sangre al morderse la yema del pulgar.