EL CAMPO DE BATALLA DEL CLÉRIGO
—Crees que te sobra el tiempo —dijo Skifr, mirando las llamas—. Que el futuro está lleno de recompensas a las que aspirar, de cosechas que recoger. Pero hazme caso, querido mío: cuando quieras darte cuenta, tu glorioso futuro se habrá convertido en una colección de batallitas desgastadas de tanto repetirlas y no quedará nada por delante más que el polvo.
Koll hinchó los carrillos. El fuego de la hoguera en la cara de Skifr le recordaba al fuego de la fragua en la de Rin y le llevaba a la mente su desgraciado último encuentro con ella. Las dos mujeres no podrían parecerse menos, pero cuando se está triste cualquier cosa invoca recuerdos tristes.
—¿Quieres una infusión? —aventuró, tratando sin éxito de sonar animado mientras sacaba el cazo del fuego—. Quizá no lo veas todo tan negro después de…
—¡Agarra la vida con las dos manos! —exclamó Skifr, provocando un respingo a Koll y casi que se volcara el cazo encima—. Regocíjate en lo que tienes. ¡El poder, la riqueza y el renombre no son más que fantasmas! Son como la brisa, imposible de retener. No hay ningún rumbo que lleve a la gloria. Todos los caminos terminan en la Última Puerta. Deléitate con las chispas que una persona hace saltar en otra. —Se arrebujó en su capa de harapos—. Son la única luz en la penumbra del tiempo.
Koll volvió a soltar el cazo, y la infusión se salió y siseó en las llamas.
—Tómate una taza, ¿eh? —dijo, y dejó a Skifr sola con su oscuridad para llevarse la suya propia fuera de la ruina, a la ladera de la colina desde la que se divisaba Casa Skeken, sede del Alto Rey.
La Torre de la Clerecía se alzaba en su centro, construida en perfectos cristal élfico y piedra élfica que se alzaban hasta una altura imponente, donde la Ruptura de la Diosa los había segado sin miramientos, y por encima se veía un recubrimiento de murallas, torrejones, cúpulas y tejados levantados por el hombre que tapaban la herida como una espantosa costra. Alrededor de las torres más altas había motas oscuras volando en círculos. Palomas, quizá, como las que Koll había cuidado una vez, llevando los mensajes aterrorizados de clérigos remotos. O águilas que transportaban las últimas y desesperadas órdenes de la abuela Wexen.
El gran templo nuevo que estaba construyendo el Alto Rey en honor de la Diosa Única parecía achaparrado a la sombra de la torre élfica, feo y miserable para el abundante esfuerzo que se le había dedicado, aún cubierto de andamios tras diez años en construcción y con la mitad de las vigas a la vista como las costillas de un cadáver antiguo. El Alto Rey se había propuesto levantarlo para demostrar que el hombre también podía emprender grandes obras. Lo único que había demostrado era lo pobres que eran sus mejores intentos si se comparaban con las reliquias de los elfos.
Los tejados se extendían alrededor de la torre y el templo en todas las direcciones, formando un laberinto de calles estrechas entre edificios de piedra, de madera y de cañizo. Los rodeaban las famosas y extensas murallas élficas, que tenían partes maltrechas, apuntaladas por baluartes y coronadas por almenajes de factura humana, pero seguían siendo fuertes. Muy fuertes.
—Tenemos que entrar —estaba mascullando Espina, y su brazalete élfico tenía el brillo rojizo y apagado de un ascua mientras miraba la ciudad igual que un lobo observa un gallinero. A Koll no le habría extrañado verla salivar igual que un lobo, hambrienta de venganza.
—Sin duda —dijo la madre Scaer, con los ojos reducidos a sus habituales rendijas—. La cuestión es cómo.
—Todavía tenemos armas élficas. Yo digo que rompamos la cáscara de la abuela Wexen y la saquemos de entre los escombros.
—Incluso con armas élficas, nos llevará tiempo superar esas murallas —dijo el padre Yarvi—. ¿Quién sabe las jugarretas que podría tramar la abuela Wexen mientras tanto?
—Podríamos disparar flechas encendidas sobre el muro —propuso Rulf, dando unas palmaditas en su arco de cuerno negro—. Para eso nos basta con las armas de los hombres, y no tardaríamos en hacer buena lumbre.
—Esta va a ser mi ciudad —dijo el padre Yarvi—. No quiero verla arrasada por el fuego.
—¿Tu ciudad? —replicó despectiva la madre Scaer.
—Pues claro. —Yarvi apartó la mirada de Casa Skeken y la enfocó calmada en la clériga—. Seré abuelo de la Clerecía, al fin y al cabo.
Scaer soltó un bufido de incredulidad.
—Ah, ¿eso crees?
—Si Vansterlandia se queda con la silla del Alto Rey y Trovenlandia con la llave de la Alta Reina, lo justo es que Gettlandia tome la Torre de la Clerecía.
La madre Scaer juntó aún más los párpados, atrapada en el escabroso terreno que había entre la desconfianza, si Yarvi alcanzaba una posición elevada, y la ambición de ver entronado a Gorm.
—Deberíamos decidirlo con un cónclave formal.
—¿Deben dos personas sabias como nosotros discutir lo evidente? ¿Debemos celebrar un cónclave para establecer que la Madre Sol perseguirá al Padre Luna por los cielos?
—Solo los necios discuten por lo que no poseen —murmuró Koll. Tenía la sensación de ser el único clérigo presente que intentaba allanar el camino del Padre Paz, y eso que ni siquiera había pronunciado su juramento.
Rulf metió los pulgares en su desgastado cinto.
—Ellos pasaron semanas atascados ante nuestras murallas élficas. Ahora somos nosotros quienes estamos atascados ante las suyas.
—Yilling el Radiante cometió el error de intentar escalarlas o socavarlas —dijo Yarvi.
—¿Y qué debería haber hecho? —preguntó Espina con brusquedad.
Koll sabía la respuesta, aunque no le hiciera demasiada gracia.
—Abrirse paso hablando.
—Exacto. —El padre Yarvi recogió su báculo y empezó a descender por la ladera—. Los guerreros pueden quedarse aquí. Ahora os halláis en el campo de batalla del clérigo.
—¡Me da igual siempre que aquí encuentre la venganza! —gritó Espina a su espalda.
Yarvi se volvió con los dientes desnudos.
—Ah, aquí habrá venganza para todos, Espina Bathu. Lo he jurado.
El camino que llevaba a las puertas de Casa Skeken estaba removido hasta darle la consistencia de un lodazal, salpicado de basura pisoteada, tiendas desgarradas, muebles rotos y animales muertos. Las posesiones de quienes habían llegado en tropel a Casa Skeken buscando la seguridad. O quizá las de quienes habían salido en tropel con el mismo objetivo. Un disparate, en cualquier caso. Cuando la Madre Guerra desplegaba sus alas, no había ningún lugar seguro.
A Koll le parecía que el nudo de su garganta se había vuelto de roca. Apenas había estado más asustado cuando atracaron en Strokom. Se descubría una y otra vez acercándose a Rulf y su escudo, encogiendo los hombros a medida que las murallas élficas ganaban altura y más altura ante ellos, con los largos estandartes del Alto Rey y su Diosa Única pendiendo mojados y lacios de las almenas.
—¿Tú no eras el que había escalado al interior del cabo de Bail en una noche de tormenta? —masculló el timonel por una comisura de los labios.
—Sí, y entonces también estaba aterrorizado, como corresponde.
—Los locos y los necios no sienten el miedo. Los héroes temen y se enfrentan al peligro de todos modos.
—¿Podría no ser ninguna de las tres cosas e irme a casa? —musitó Koll.
—Ya no hay vuelta atrás —dijo brusca la madre Scaer por encima del hombro, recolocando su reliquia élfica por debajo del abrigo.
—No temas, amigo. —Dosduvoi levantó un poco más el asta que llevaba, coronada por la bestia de proa del Viento del Sur—. Tenemos la paloma de un clérigo para evitarnos las saetas.
—La talla no está nada mal —dijo Koll, encogiéndose al entrever movimiento en el almenaje—, pero la veo un poco pequeña para detener las flechas.
—El propósito de una paloma de clérigo —siseó el padre Yarvi hacia atrás— es impedir que las flechas lleguen a dispararse. Ahora, silencio.
—¡Alto ahí! —Al oír la orden vociferada, el grupo se detuvo—. ¡Os apuntan tres docenas de arcos!
El padre Yarvi infló el pecho como si lo ofreciera para albergar las flechas, aunque Koll reparó en que sujetaba con firmeza su báculo de metal élfico con la mano buena.
—¡Apartad las armas! —Su voz no podría haber sonado más firme si fuese él quien hablara desde la muralla—. ¡Somos clérigos y venimos a hablar en nombre del Padre Paz!
—¡Os acompañan hombres armados!
—Hablaremos en nombre de la Madre Guerra si es necesario, y con voz de trueno. —El padre Yarvi hizo un gesto hacia los hombres que se dispersaban por los campos enfangados que rodeaban la ciudad—. Los guerreros de Gettlandia y Trovenlandia rodean vuestras murallas. El Rompeespadas en persona se aproxima por mar. Y a nuestra espalda, en la colina, nos observa la hechicera Skifr, cuya magia destruyó el ejército del Alto Rey. Solo espera mi señal de que aceptaréis nuestras condiciones y os ganaréis la paz. —Yarvi dejó caer los brazos—. O de que no lo haréis y os ganaréis lo mismo que Yilling el Radiante.
Cuando volvió a llegar la voz, había perdido todo el tono desafiante.
—Eres el padre Yarvi.
—El mismo, y conmigo viene la madre Scaer de Vansterlandia.
—Yo soy Utnir. Me han elegido para hablar en nombre de las gentes de Casa Skeken.
—Saludos, Utnir. Confío en que entre los dos podamos salvar vidas. ¿Dónde está la abuela Wexen?
—Se ha encerrado en la Torre de la Clerecía.
—¿Y el Alto Rey?
—Nadie lo ha visto desde que llegó noticia de la derrota en el cabo de Bail.
—Toda victoria es la derrota de alguien —susurró Koll.
—Igual que todo héroe es el villano de alguien —dijo Rulf.
—¡Vuestros líderes os han abandonado! —exclamó la madre Scaer.
—Será mejor que también los abandonéis —dijo el padre Yarvi—, antes de que arrastren a toda Casa Skeken con ellos al otro lado de la Última Puerta.
Hubo otro silencio, quizá matizado por un murmullo entre las almenas, y una brisa fría batió los largos estandartes contra la piedra élfica.
—Se rumorea que os habéis aliado con los shendos —llegó la voz de Utnir.
—Y es cierto. Soy un viejo amigo de su suma sacerdotisa, Svidur. Si resistís, le entregaré la ciudad a ella y, cuando caiga, todos sus habitantes serán pasados a espada o esclavizados.
—¡Nosotros no intervinimos en la guerra! ¡No somos vuestros enemigos!
—Pues demostraos amigos nuestros e intervenid en la paz.
—Se dice que también tuviste buenas palabras para Yilling el Radiante. ¿Por qué deberíamos confiar en ti?
—Yilling el Radiante era un perro rabioso que adoraba a la Muerte. Asesinó al rey Fynn y a su clériga. Quemó a mujeres y niños en Thorlby. Su final no me trae lágrimas ni remordimientos. —El padre Yarvi alzó su mano contrahecha, su voz firme y su rostro sincero—. Pero soy clérigo y hago el trabajo del Padre Paz. Si deseáis seguir sus pasos, me encontraréis a vuestro lado. Abridnos las puertas y pronuncio un juramento-sol y un juramento-luna de que haré todo lo que pueda para salvaguardar las vidas y los bienes del pueblo de Casa Skeken.
Después de tanta sangre derramada, Koll se enorgulleció de ver a su maestro haciendo del puño mano abierta. Hubo más susurros en lo alto, pero al final Utnir pareció quedar convencido. O al menos convencido de no tener más opción.
—¡De acuerdo! ¡Entregaremos las llaves de la ciudad a tus hombres!
—¡La historia os lo agradecerá! —exclamó el padre Yarvi.
Koll se dio cuenta de que llevaba un rato conteniendo el aliento, y lo liberó en un poderoso suspiro. La madre Scaer hizo un sonido gutural y movió los hombros para cerrar su abrigo. Dosduvoi se inclinó hacia Koll, sonriente.
—Ya te he dicho que la paloma nos evitaría las saetas.
—Creo que hoy nuestro escudo han sido las palabras del padre Yarvi —respondió él.
El clérigo estaba haciendo corrillo con Rulf.
—Reúne a tus hombres de más confianza y que tomen el mando de las puertas.
—No me quedan muchos —dijo Rulf—. Algunos de los que venían con nosotros en el Viento del Sur han enfermado.
—¿Los que remaron a Strokom? —preguntó Koll con voz queda.
El padre Yarvi no le hizo caso.
—Llévate a los que tengas y desarma a los defensores. Quiero disciplina y que reciban un buen trato.
—Sí, padre Yarvi —dijo el viejo timonel, y dio media vuelta para indicar a los hombres que se acercaran con un gesto de una ancha mano.
—Y luego entrega la ciudad a los shendos.
Rulf lo miró de nuevo, con los ojos muy abiertos.
—¿Estás seguro?
—Exigen venganza por todas las incursiones del Alto Rey contra ellos. Prometí a Svidur que podrían saquear la ciudad en primer lugar. Pero deja que Espina Bathu y Grom-gil-Gorm se cobren también su parte. Ese es el mal menor.
—Has hecho un juramento —murmuró Koll, mientras Rulf se alejaba para dar las órdenes negando con su calva cabeza.
—He jurado hacer todo lo que pueda. No puedo hacer nada.
—Pero esta gente…
Yarvi asió la camisa de Koll con su mano deforme.
—¿Esta gente se quejó cuando incendiaron Yaletoft? —ladró—. ¿O Thorlby? ¿Cuando mataron al rey Fynn o a Brand? No. Jaleaban a Yilling el Radiante. Que paguen ahora el precio. —Soltó a Koll y le alisó la camisa—. Recuerda, el poder exige tener un hombro siempre en las sombras.