NUNCA BASTANTE SANGUINARIO

—¡Te mataré, zorra de medio pelo! —bramó Raith entre salivazos mientras se lanzaba hacia ella.

Rakki lo aferró por el brazo izquierdo, Soryorn por el derecho y entre los dos lograron contenerlo. Tenían mucha práctica, al fin y al cabo.

Espina Bathu no se movió, si no se contaba la contracción de los músculos en el lado afeitado de su cabeza al apretar la mandíbula.

—Tranquilicémonos todos —dijo su marido, Brand, gesticulando con las manos abiertas como un pastor que intentara apaciguar un rebaño inquieto—. Se supone que somos aliados, ¿verdad? —Era un buey grandote y fuerte, pero sin la menor bravura—. Probemos a… a vivir en la luz un momento.

Raith hizo saber a todos el poco respeto que le merecía la idea forcejeando lo suficiente con su hermano para escupir a Brand en la cara. Por desgracia falló, pero dejó clara su opinión.

Espina torció el labio.

—Me parece que a este perro habría que sacrificarlo.

Todo el mundo tenía sus llagas, y las palabras de la mujer hundieron el dedo en la de Raith. Relajó los músculos, dejó que su cabeza se inclinara a un lado y enseñó los dientes con una sonrisa perezosa mientras posaba la mirada en Brand.

—¿Qué tal si, en vez de eso, mato yo a esta esposa tan cobarde que tienes?

Siempre se le había dado bien empezar las peleas, y tampoco era manco terminándolas, pero nada podría haberlo preparado para la velocidad con que Espina se abalanzó sobre él.

—¡Estás muerto, cabrón de pelo lechoso!

Raith se echó a un lado, arrastró a su hermano y a Soryorn en un revoltijo de brazos y piernas y estuvo a punto de hacerlos caer contra la madera del muelle. Para contener a Espina hicieron falta tres gettlandeses: el viejo y amargado maestro de armas, Hunnan; el timonel calvo, Rulf, y Brand, sujetando el cuello de la mujer con un antebrazo lleno de cicatrices. Todos hombres vigorosos, y todos al límite de sus fuerzas, pero aun así el puño suelto de Espina logró dar a Raith un buen coscorrón en la coronilla.

—¡Paz! —exclamó Brand mientras hacía retroceder a su esposa entre forcejeos—. ¡Por todos los dioses, paz!

Pero a nadie le apetecía mucho la paz. Ya había otros profiriendo insultos, tanto en las filas gettlandesas como en las vansterlandesas. Raith vio nudillos blanquecinos sobre empuñaduras de espadas, oyó el chirrido de la daga de Soryorn saliendo de su vaina. Olió cómo se aproximaba la violencia, mucho mayor que la que había planeado. Pero así era la violencia. Pocas veces se quedaba contenida en el terreno que se delimitaba para ella. De lo contrario, no sería violencia.

Raith replegó los labios en una mueca a medio camino entre el rugido y la sonrisa, sintió cómo se le llenaba el pecho de fuego, cómo el aliento cálido le raspaba la garganta, cómo se le tensaba hasta el último músculo.

Podría haber sido una batalla digna de canciones, allí mismo, bajo la lluvia en los muelles de Thorlby, si Grom-gil-Gorm no hubiera llegado espantando a la enfurecida multitud como un gigantesco buey abriéndose paso entre un rebaño de cabras ruidosas.

—¡Basta! —bramó el rey de Vansterlandia—. ¿Qué ridículo picoteo de pajaritos es este?

El alboroto remitió. Raith se quitó de encima a su hermano con una sonrisa lupina en los labios, y Espina se liberó de su marido mascullando improperios. Sin duda a Brand le esperaba una noche incómoda, pero a ojos de Raith todo había salido bastante bien. Al fin y al cabo, había ido allí a pelear y no le preocupaba demasiado contra quién.

Los ceñudos gettlandeses se apartaron para dejar paso al rey Uthil, que acunaba en el brazo su espada desnuda. Raith lo odiaba, por supuesto. Todo buen vansterlandés debía odiar al rey de Gettlandia. Pero por lo demás parecía un hombre bastante admirable, duro y gris como un barrote de hierro e igual de reacio a doblegarse, famoso por sus muchas victorias y sus pocas palabras, con aquel brillo demente en los ojos hundidos que revelaba tan solo un gélido vacío en el lugar donde los dioses acostumbraban a depositar la piedad en los hombres.

—Estoy decepcionado, Espina Bathu —dijo con una voz dura y chirriante como las piedras de molino—. Esperaba más de ti.

—No sabéis cuánto lo lamento, mi rey —gruñó ella, con una mirada torva que pasó de Raith a Brand, quien hizo una mueca como si las miradas asesinas de su esposa no fueran ninguna novedad.

—Yo no esperaba más. —Grom-gil-Gorm enarcó una ceja en dirección a Raith—. Pero al menos confiaba en que pudieras sorprenderme.

—¿Vamos a permitir que nos insulten, mi rey? —casi gritó Raith.

—Los pequeños insultos deben soportarse cuando se quiere mantener una alianza —dijo la madre Scaer con su voz seca.

—Y nuestra alianza es un barco en mar revuelto —añadió el padre Yarvi, con aquella sonrisa melosa que pedía a gritos que la borraran de un cabezazo—. Si lo agujereamos con rencillas, sin duda acabaremos todos ahogados.

Raith respondió con un gruñido. Odiaba a los clérigos y sus discursos embusteros sobre el Padre Paz y el bien mayor. Para él no existía problema cuya mejor solución no fuera destrozarlo a puñetazos.

—Un vansterlandés nunca olvida un insulto. —Gorm metió los pulgares entre los puñales que rodeaban su cinturón—. Pero me ha entrado sed y, ya que somos los invitados… —Se irguió y la cadena hecha con los pomos de sus enemigos derrotados tintineó al inflarse su enorme pecho—. Yo, Grom-gil-Gorm, el Rompeespadas y el Hacehuérfanos, rey de Vansterlandia e hijo predilecto de la Madre Guerra… entraré en la ciudad en segundo lugar.

Sus guerreros protestaron con amargura. Habían malgastado una hora discutiendo quién entraría primero, y acababan de perder la batalla. Su rey ocuparía el puesto menos distinguido, por lo que a ellos les correspondería menos honor y, dioses, qué quisquillosos eran con el asunto del honor.

—Sabia decisión —dijo Uthil, entrecerrando los ojos—. Pero no esperéis palmaditas en la espalda por tomarla.

—El lobo no requiere palmaditas de las ovejas —replicó Gorm, torciendo el gesto a su vez.

Los guerreros de Uthil pasaron pavoneándose, luciendo el brillo dorado en las hebillas de sus capas y en los pomos de sus espadas y en sus aros-moneda, elevados a nuevas cotas de arrogancia inmerecida, y Raith enseñó los dientes y les escupió en los pies.

—Sí que es un perro, sí.

La mofa procedía de Hunnan, y Raith habría saltado al cuello del muy hijo de puta y le habría reventado los dientes contra el embarcadero, si Rakki no lo hubiera agarrado con fuerza y le hubiera dicho al oído:

—Tranquilo, hermano, tranquilo.

—¡Jenner el Azul! ¡Menuda sorpresa!

Raith miró a un lado con el ceño fruncido y vio que el padre Yarvi se apartaba y se acercaba a un viejo marinero de cara avinagrada.

—Espero que sea una sorpresa agradable —dijo Jenner, estrechando la mano de Rulf como si fueran viejos compañeros de remo.

—Depende —respondió el clérigo—. ¿Has venido a llevarte el oro de la reina Laithlin?

—Intento llevarme todo el oro que se me ofrezca. —Jenner miró a su alrededor como si estuviera a punto de revelar algún tesoro secreto—. Pero tengo un motivo mejor para haber venido.

—¿Mejor que el oro? —preguntó Rulf con una sonrisa—. Has cambiado.

—Muchísimo mejor. —Jenner se apartó para dejar hueco a la persona que había a su espalda, y fue como si alguien apuñalara a Raith en el cráneo y le extirpara todas sus ganas de pelear.

Era menuda y delgada, casi invisible bajo una capa sucia y avejentada. Su cabello era un revoltijo salvaje, una nube de rizos negros que se agitaban y ondeaban con la brisa salada. Tenía la piel pálida y marcas rojizas bajo la nariz, y unos pómulos tan finos y marcados que daban la impresión de poder quebrarse con solo una palabra mal medida.

Clavó en Raith unos ojos grandes y de un color verde tan oscuro como el de la Madre Mar en un día tormentoso. No sonrió. No habló. Tenía un aspecto triste y solemne, lleno de secretos, y a Raith se le erizaron todos los pelos del cuerpo. Ningún hachazo en la cabeza podría haberlo dejado tan aturdido como la mirada de aquella chica.

Al padre Yarvi se le puso cara de lelo, pero al instante cerró la boca de golpe.

—Rulf, lleva a Jenner el Azul y a su invitada con la reina Laithlin. Ahora mismo.

—¿Estabas dispuesto a matar para que entráramos los primeros y ahora no das ni un paso?

Rakki estaba mirándolo, y Raith se dio cuenta de que los hombres de Gorm ya desfilaban detrás de los gettlandeses, todos inflados de orgullo hasta casi el estallido para compensar que pasaban en segundo lugar.

—¿Quién era esa chica? —graznó Raith, tan mareado como tras el brusco despertar de un sueño de cerveza.

—¿Desde cuándo te interesan las chicas?

—Desde que he visto a esa. —Buscó entre el gentío con la esperanza de demostrar a ambos que no la había imaginado, pero la chica ya no estaba.

—Sí que debía de ser una belleza, para hacerte apartar la mirada de tu presa.

—Nunca había visto nada igual.

—Perdona que te lo diga, hermano, pero en lo que respecta a mujeres no has visto gran cosa. Tú eres el guerrero, ¿recuerdas? —Rakki sonrió mientras levantaba del suelo el inmenso escudo negro de Grom-gil-Gorm—. Yo soy el amante.

—Cosa que nunca te cansas de recordarme. —Raith se echó al hombro la pesada espada del rey e hizo ademán de seguir a su hermano hacia el interior de Thorlby, hasta que notó que lo retenía la robusta mano de su señor.

—Me has decepcionado, Raith. —El Rompeespadas tiró de él sin esfuerzo—. Este lugar rebosa de malos enemigos que ganarse, pero me temo que has ido a escoger la peor de todas en la Escudo Elegido de la reina Laithlin.

Raith respondió con dureza:

—No me da ningún miedo, mi rey.

Gorm le asestó una buena bofetada. Bueno, para Gorm era una bofetada. Para Raith fue como encajar un golpe de remo. Trastabilló, pero el rey lo agarró del pecho y se lo acercó aún más.

—Lo que me duele no es que hayas intentado hacerle daño, sino que hayas fracasado. —Le soltó un revés y la boca de Raith se saló de sangre—. No quiero un perro que dé ladriditos. Quiero un perro que use los dientes. Quiero un asesino. —Y dio un tercer bofetón a Raith que lo dejó mareado—. Temo que todavía pueda quedar una pizca de piedad en ti, Raith. Aplástala antes de que te aplaste ella a ti.

Gorm rascó la cabeza de Raith a modo de despedida. Como haría un padre con su hijo. O quizá como haría un cazador con su perro de presa.

—Para mi gusto no serás nunca bastante sanguinario, muchacho. Ya lo sabes.