LEALTAD

Raith serpenteó por las hogueras del campamento, bordeó las tiendas y anduvo entre los guerreros de Vansterlandia. Lo había hecho un centenar de veces antes de los duelos, antes de las incursiones, antes de las batallas. Allí era donde más feliz se sentía. Aquel era su hogar. O debería haberlo sido. Las cosas ya no eran del todo como antes.

Los hombres estaban cansados y muy lejos de sus campos y sus familias, además de saber a qué se enfrentaban. Raith distinguía la duda en sus rostros iluminados por las llamas. La oía en sus voces, en su risa, en sus canciones. Olía su miedo.

No era el único que vagaba por el campamento. La Muerte también lo recorría, señalando a los condenados, y hasta el último hombre sentía su helado tránsito.

Se apartó hacia una colina baja con una sola hoguera en la cima, ascendió dando zancadas y las conversaciones fueron desvaneciéndose a su espalda. Rakki estaba arrodillado en una manta junto al fuego, con el escudo de Gorm entre las rodillas, poniendo cara de esfuerzo mientras pulía el brillante brocal con un trapo. Dioses, cómo se alegraba de verlo. Era como una visión del hogar para un hombre que regresaba después de mucho tiempo.

—Buenas, hermano —dijo Raith.

—Buenas.

Cuando Rakki levantó la cabeza fue como mirarse en un espejo. En el espejo mágico que Horald había traído de sus viajes, el que mostraba a cada hombre la mejor parte de sí mismo.

Sentarse a su lado resultaba tan cómodo como ponerse sus botas favoritas. Raith miró trabajar a su hermano un momento sin hablar, y entonces reparó en sus propias manos vacías.

—Falta algo.

—Si es tu cerebro, tu belleza o tu sentido del humor, los tengo yo todos.

Raith resopló.

—Me refería a una espada en la que trabajar.

—¿La vaina de la reina Skara no necesita que le saquen brillo?

Raith miró de soslayo y vio aquella sonrisita torcida en los labios de Rakki. Volvió a resoplar.

—Yo estoy dispuesto, pero aún no ha habido invitaciones reales.

—En tu lugar no contendría el aliento, hermano. Mientras esperas, bien puedes comer. —Rakki señaló con la cabeza la vieja cacerola ennegrecida por la grasa que había al fuego.

—¿Conejo? —Raith cerró los ojos y olisqueó profundamente. Volvió a tiempos mejores, en los que compartía con su hermano la comida, las esperanzas y el amo—. Me encanta el conejo.

—Pues claro. Nos conocemos mejor que nadie, ¿verdad?

—Así es. —Raith miró de reojo a Rakki—. Dime, ¿qué quieres?

—¿No puedo cocinar para mi hermano porque sí?

—Claro que puedes, pero no lo haces nunca. ¿Qué quieres?

Rakki apartó el enorme escudo de Gorm y clavó la mirada en su hermano.

—Te veo con la joven reina de Trovenlandia, con ese pirata hecho polvo que tiene y con esa gorda clériga de pacotilla y pareces contento. Tú nunca pareces contento.

—No son tan mala gente —dijo Raith, frunciendo el ceño—. Y estamos todos en el mismo bando, ¿verdad?

—¿Lo estamos? La gente empieza a preguntarse si quieres volver.

Rakki siempre había sabido cómo pincharlo.

—¡Yo no elegí nada de todo esto! Solo lo he hecho lo mejor que he podido con lo que me cayó encima. ¡Haría cualquier cosa por volver!

La respuesta le llegó desde detrás.

—Bueno es saberlo.

Ya no era un niño indefenso, pero aquella voz todavía hacía que se encogiera como un cachorrito que espera un azote. Se obligó a volver la cabeza, se obligó a mirar a los ojos azules, tan azules, de la madre Scaer.

—Te he echado de menos, Raith. —Se sentó con las piernas cruzadas delante de él, con sus largas manos colgando de las rodillas huesudas—. Creo que ya va siendo hora de que vuelvas al lugar que te corresponde.

Raith tragó saliva, con la boca seca de repente. ¿Llenar la copa de su rey, llevar su espada y luchar al lado de su hermano? ¿Volver a ser el más feroz, el más duro, el más sanguinario? ¿Regresar a los incendios, a las matanzas y un día sentir el peso de su propia cadena de pomos?

—Es lo único que quiero —dijo casi sin voz—. Lo único que siempre he querido.

—Lo sé —repuso la clériga, en aquel tono reconfortante que lo asustaba incluso más que el áspero—. Lo sé. —Y extendió el brazo para alborotarle el pelo como quien rasca a un cachorro entre las orejas—. Solo hay un servicio que tu rey necesita que le prestes.

Raith sintió un escalofrío en los hombros por el contacto.

—El que sea.

—Me temo que el padre Yarvi tiene anillada la hermosa naricita de la joven reina Skara. Me temo que la lleva por donde quiere. Me temo que la llevará a su perdición, y nos arrastrará a todos detrás en torpe procesión.

Raith miró hacia su hermano, pero no encontró ayuda allí. Pocas veces la había.

—Yo creo que decide por sí misma —balbuceó.

La madre Scaer bufó, despectiva.

—El padre Yarvi pretende desafiar las leyes más sagradas de la Clerecía y sacar armas élficas de Strokom.

—¿Armas élficas?

Scaer se inclinó hacia él siseando y Raith se apartó de golpe.

—¡Lo he visto! Cegado por su arrogancia, pretende liberar la magia que rompió a la Diosa. Sé que no eres el hermano listo, Raith, pero ¿no entiendes lo que está en juego?

—Creía que nadie podía entrar en Strokom y salir con vida.

—La bruja Skifr está aquí y ella puede, y lo hará. Si esa putilla vota a favor de Yarvi.

Raith se lamió los labios.

—Podría hablar con ella…

Scaer extendió el brazo de sopetón y Raith no pudo evitar encogerse, pero la clériga solo le puso su fría palma con delicadeza en la mejilla.

—¿Me crees tan cruel como para enfrentarte en un duelo verbal con el padre Yarvi? No, Raith, me parece que no. No eres buen hablador.

—Entonces…

—Eres un asesino. —Arrugó el ceño, como decepcionada porque no lo hubiera entendido a la primera—. Quiero que la mates.

Raith se la quedó mirando. ¿Qué más podía hacer? Miró los ojos de la madre Scaer y sintió que se le helaba el cuerpo.

—No —susurró, pero jamás se había pronunciado una palabra con tan poca fuerza—. Por favor…

Las súplicas nunca habían servido de nada con la madre Scaer. Solo le mostraban su debilidad.

—¿No? —Su mano se ciñó dolorosa a la cara de Raith—. ¿Por favor? —Intentó apartarse, pero no le quedaban fuerzas y la clériga se lo acercó tanto que sus narices casi se tocaron—. Esto no es ninguna petición, chico —bisbiseó—. Esto es una orden de tu rey.

—Sabrán que fui yo —rezongó, hurgando en busca de excusas como un perro en busca de un hueso enterrado.

—Ya lo he pensado yo todo por ti. —La madre Scaer sacó entre dos largos dedos una ampolla minúscula con lo que parecía agua en el fondo—. Eras copero de un rey. Verter esto en la copa de una reina no debería ser más complicado. Solo hará falta una gota. Ella no sufrirá. Caerá dormida y no volverá a despertar. Así podremos poner fin a esta demencia élfica. Quizá incluso firmar la paz con el Alto Rey.

—El rey Fynn creía que podía firmar la paz…

—El rey Fynn no sabía qué ofrecer.

Raith tragó saliva.

—¿Y tú sí?

—Empezaría por el padre Yarvi, metido en una caja. —La madre Scaer inclinó la cabeza a un lado—. Junto con… ¿quizá la mitad meridional de Gettlandia? Todo lo que hay al norte de Thorlby debería ser nuestro, sin embargo, ¿no crees? Estoy segura de que podría convencer a la abuela Wexen de que escuchara ese argumento…

La madre Scaer asió la muñeca flácida de Raith, dio la vuelta a su mano y dejó caer la ampolla en ella. Qué pequeña era. Entonces recordó las palabras de Skara: «¿Por qué enviar a un idiota sincero a hacer el trabajo de un mentiroso taimado?».

—Me enviasteis con ella porque soy un asesino —murmuró.

—No, Raith. —La madre Scaer volvió a agarrar su cara y la giró hacia ella—. Te envié porque eres leal. Ahora reclama tu recompensa. —Se levantó y a Raith le pareció mucho más alta de lo que realmente era—. Mañana a estas horas habrás vuelto al lugar que te pertenece. Al lado del rey. —Dio media vuelta—. Al lado de tu hermano. —Y desapareció en la noche.

Raith sintió la mano de Rakki en el hombro.

—¿A cuántas personas has matado, hermano?

—Sabes que no se me da muy bien contar.

—¿Qué es una más o una menos, entonces?

—Es distinto matar a un hombre que quiere matarte a ti primero que matar a alguien… —A alguien que no te ha hecho daño. A alguien que ha sido amable contigo. A alguien a quien…

Rakki lo acercó a él agarrándole por la camisa.

—¡La única diferencia es que ahora tienes mucho más que ganar, y todavía más que perder! Si no lo haces… estarás solo. Los dos estaremos solos.

—¿Qué ha sido de lo de navegar juntos por el ancho Divino?

—¡Me dijiste que agradeciera a la Madre Guerra que estuviéramos en el bando ganador, y tenías razón! No finjamos que solo has matado a guerreros. ¿Cuántas cosas te he pasado por alto por tu bien? ¿Qué me dices de aquella mujer de la granja, eh? ¿Y de sus hijos, los que…?

—¡Ya sé lo que he hecho! —La ira lo inundó y Raith apretó el vial en su puño dolorido y lo agitó en la cara de su hermano—. Lo hice por los dos, ¿o no? —Agarró a Rakki por el cuello de la camisa, estuvo a punto de derribarlo y volcó la cacerola del fuego, derramando el estofado en la hierba.

—Por favor, hermano. —Rakki lo cogió por los hombros, más abrazándolo que haciendo presa. Cuanto más se endurecía Raith, más se suavizaba él. Lo conocía mejor que nadie, al fin y al cabo—. Si no cuidamos uno del otro, ¿quién va a hacerlo? Haz esto. Por mí. Por nosotros.

Raith miró a su hermano a los ojos. En aquel momento no le pareció que fuesen tan idénticos. Inspiró y dejó escapar el aire despacio, y todas las ganas de discutir salieron con él.

—Lo haré. —Agachó la cabeza y miró la minúscula ampolla que tenía en la mano. ¿Cuánta gente había matado, a fin de cuentas?—. Estaba buscando un buen motivo para evitarlo, pero… el listo eres tú. —Apretó el puño con fuerza—. Yo soy el asesino.

Rin no hablaba mucho. Sostenía trozos de alambre en la boca y estaba concentrada en su trabajo. Quizá fuese por tener cerca a una chica de su edad, o por la emoción del próximo cónclave, pero Skara estaba hablando por las dos. De su infancia en el cabo de Bail y lo que recordaba de sus padres. Del Bosque de Yaletoft y de cómo ardió, y de cómo confiaba en reconstruirlo aún más grandioso. De Trovenlandia y su pueblo, y de cómo con la ayuda de los dioses los liberaría del yugo del Alto Rey, se cobraría su venganza de Yilling el Radiante y protegería el legado de su abuelo asesinado. La hermana Owd, ahora madre Owd y luciendo un ceño acorde con su nueva categoría, asentía con aprobación.

Raith no. Le habría encantado formar parte de aquel futuro brillante, pero había visto cómo era la vida. No se había criado en una fortaleza ni en el salón de un rey, con esclavos atentos a su menor capricho. Había ascendido con uñas y dientes, sin nadie más que su hermano junto a él.

Se palpó la camisa y notó el bulto de la pequeña ampolla bajo la tela. Sabía lo que era. Sabía lo que tenía que hacer.

Entonces Skara le lanzó una sonrisa, aquella sonrisa que era como si la Madre Sol brillara solo para él.

—¿Cómo puedes luchar metido en esto? —preguntó, moviéndose deprisa y haciendo traquetear la malla—. ¡Cómo pesa!

La determinación de Raith se fundió como mantequilla en el fogón.

—Al final uno se acostumbra, mi reina —croó.

Ella arrugó la frente.

—¿Estás enfermo?

—¿Yo? —balbuceó—. ¿Por qué?

—¿Cuándo has aprendido modales? Dioses, qué calor. —Tiró del cuello de la camisa de mallas y de la chaqueta acolchada de debajo. Raith nunca la había visto tan viva como entonces, sonrojada, con los ojos brillantes y una fina pátina de sudor en la cara. Chasqueó los dedos a su esclava—. Tráeme un poco de vino, ¿quieres?

—Yo me encargo —dijo Raith, y se apresuró en dirección a la jarra.

—Ya puestos, que me lo sirva el mejor. —Skara lo señaló con la cabeza, sonriendo a Rin—. Era el copero de un rey.

—Era —musitó Raith. Y volvería a serlo. Si era capaz de hacer una única cosa.

Apenas distinguía las palabras de Skara entre los latidos de su corazón. Despacio, con mucha cautela, intentando asegurarse de que las manos temblorosas no lo delataban, sirvió el vino. Parecía sangre en la copa.

Había querido ser un guerrero. Un hombre que se mantenía firme junto a su rey y alcanzaba la gloria en el campo de batalla. ¿Y en qué se había convertido? En un hombre que quemaba granjas. Que traicionaba confianzas. Que envenenaba a mujeres.

Se dijo que había que hacerlo. Por su rey. Por su hermano.

Casi podía sentir los ojos de la madre Owd en la nuca mientras daba el sorbo que toma el copero para asegurar que el caldo no dañará unos labios mejores que los suyos. Oyó que la clériga daba un paso hacia él, y entonces Skara dijo:

—¡Madre Owd! Tú conocías al padre Yarvi antes de que fuera clérigo, ¿verdad?

—Así es mi reina, aunque por poco tiempo. Ya por entonces podía ser despiadado…

Raith oyó que la clériga se alejaba y, sin atreverse siquiera a respirar, sacó la ampolla de la madre Scaer de la camisa, quitó el corcho y vertió una gota en la copa. Una gota era todo lo que haría falta. Observó cómo las ondas se extendían hasta desaparecer y guardó la ampolla. De repente sentía flojas las rodillas. Apoyó los nudillos en la mesita.

Se dijo que no había otra manera.

Cogió la copa con las dos manos y se volvió.

Skara estaba negando con la cabeza mientras Rin le ponía la malla por la cintura, doblándola con dedos rápidos para ajustarla, sujetándola con alambre retorcido.

—Te juro que eres tan diestra con el acero como mi viejo sastre con la seda.

—Soy una favorita de Aquella Que Golpea El Yunque, mi reina —dijo Rin en voz baja, alejándose para examinar el resultado de su trabajo—. Pero últimamente no me siento muy favorecida.

—Las cosas cambiarán. Sé que lo harán.

—Sonáis como mi hermano. —Rin sonrió con tristeza mientras pasaba detrás de Skara—. Creo que ya está. La desataré para hacerle los ajustes.

Mientras Raith se acercaba con el vino, Skara enderezó la espalda y apoyó una mano en la daga que llevaba al cinto. La malla resplandeció a la luz de la lámpara.

—¿Y bien? ¿Pasaría por una guerrera?

Dioses, Raith no podía ni hablar. Le temblaron las piernas mientras se arrodillaba ante ella como solía hacer con Gorm, después de cada duelo y batalla. Como volvería a hacer.

—Si todas las murallas de escudos tuvieran ese aspecto —logró decir con gran esfuerzo—, no tendríais ningún problema para que los hombres cargaran contra las condenadas.

Levantó la copa con las dos manos hacia ella.

Se dijo que no tenía elección.

—Podría acostumbrarme a tener a hombres guapos arrodillados a mis pies.

Soltó aquella risotada. Aquella risotada escandalosa y salvaje que tenía. Y echó mano a la copa.