DECISIONES
—¿Estás preparado? —preguntó el padre Yarvi, apilando libros en un cofre. Sus libros favoritos, las escrituras prohibidas sobre ruinas y reliquias élficas—. Debemos zarpar con la próxima marea.
—Preparado del todo —dijo Koll. Se refería a que tenía listo su equipaje. Para una travesía como aquella no estaría preparado nunca.
—Habla con Rulf. Aseguraos de que tenemos cerveza de sobra para apuntalar el coraje de la tripulación. Aun con el viento a favor, de aquí a Furfinge hay cinco días bordeando la costa.
—No se puede contar con un viento favorable —musitó Koll.
—No, desde luego. Sobre todo cuando crucemos el estrecho hacia Strokom.
Koll tragó saliva. Le habría gustado posponerlo hasta el fin de los tiempos, pero solo empeoraría las cosas, y ya estaban lo suficientemente mal.
—Padre Yarvi… —Dioses, qué cobarde era—. Quizá… debería quedarme.
El clérigo levantó la mirada.
—¿Qué?
—Mientras estás fuera, el rey Uthil podría necesitar…
—No va a cerrar acuerdos comerciales, hacer trucos con monedas ni tallar sillas. Lo que va a hacer es combatir. ¿Crees que tienes algo que aconsejar al rey Uthil sobre el combate?
—Bueno…
—Aquí manda la Madre Guerra. —Yarvi negó con la cabeza mientras volvía a sus libros—. Los que hablamos en nombre del Padre Paz debemos hallar otros modos de servir.
Koll volvió a intentarlo.
—La verdad es que tengo miedo. —Un buen mentiroso entretejía tanta verdad como podía, al fin y al cabo, y nunca se había hecho una afirmación más veraz que aquella.
El padre Yarvi lo miró muy serio.
—Al igual que un guerrero, el clérigo debe dominar su miedo. Debe utilizarlo para afilar el juicio, en lugar de permitir que se vuelva cegadora neblina. ¿Crees que yo no tengo miedo? Estoy aterrorizado. Siempre. Pero hago lo que debe hacerse.
—Pero ¿quién decide lo que debe hacerse?
—Yo. —El padre Yarvi cerró de golpe el cofre y fue hacia él—. ¡Esta es una gran oportunidad! Un clérigo busca el conocimiento, y tú más que nadie. Nunca he conocido a una mente tan curiosa. ¡Tenemos la oportunidad de aprender del pasado!
—¿Y de repetir los errores del pasado? —protestó Koll, y se arrepintió al instante mientras el padre Yarvi le cogía los hombros.
—¿Tú no querías cambiar el mundo? ¿Estar al hombro de reyes y guiar el curso de la historia? ¡Te estoy ofreciendo esa oportunidad!
Dioses, claro que quería. Quería ser el padre Koll, temido y admirado, a quien nunca se hablaba con altanería, nunca se tomaba a la ligera y sobre todo a quien nunca daba cabezazos en la cara ningún matón peliblanco. Apartó el pensamiento de su mente.
—Y te lo agradezco, padre Yarvi, pero…
—Pero has hecho una promesa a Rin.
Koll parpadeó.
—Yo…
—No eres un libro muy difícil de leer, Koll.
—¡Hice una promesa a Brand! —exclamó—. ¡Ella me necesita!
—¡Yo te necesito! —estalló el padre Yarvi, apretándole los hombros. Quizá tuviera una mano lisiada, pero aun así podía hacer la suficiente presión para que Koll se retorciera—. ¡Gettlandia te necesita! —Se controló y dejó caer los brazos—. Lo entiendo, Koll, créeme. Nadie lo comprende mejor que yo. Quieres hacer el bien y vivir en la luz. Pero ahora eres un hombre, y sabes que no existen las soluciones fáciles. —Yarvi hizo una mueca y bajó la mirada, como si le doliera—. Cuando os saqué a tu madre y a ti de la esclavitud no esperaba nada a cambio…
—¿Por qué lo dejas caer tan a menudo, entonces? —exclamó Koll.
El padre Yarvi alzó la vista. Sorprendido. Incluso un poco dolido. Lo bastante para que Koll sintiera la acostumbrada punzada de remordimiento.
—Porque le hice una promesa a Safrit. Le dije que me ocuparía de que seas el mejor hombre que puedes ser. Un hombre del que estaría orgullosa.
Un hombre que hiciera el bien. Un hombre que viviera en la luz. Koll agachó la cabeza.
—No paro de pensar en todo lo que podría haber hecho de otra forma. No paro de pensar… en la oferta que nos hizo la madre Adwyn.
Yarvi abrió mucho los ojos.
—¡Dime que no se lo has contado a mi madre!
—No se lo he contado a nadie. Pero… si le hubiéramos dicho la verdad, quizá ella habría encontrado un camino hacia la paz.
Los hombros del padre Yarvi parecieron hundirse.
—El precio era demasiado alto —murmuró—. Lo sabes.
—Lo sé.
—No podía arriesgarme a fracturar nuestra alianza. Necesitábamos la unidad. Lo sabes.
—Lo sé.
—La abuela Wexen no es de fiar. Lo sabes.
—Lo sé, pero…
—Pero Brand podría estar vivo. —De pronto el padre Yarvi pareció mayor de lo que era. Mayor y enfermo, y combado bajo el peso de la culpa—. ¿Crees que no pienso cosas parecidas mil veces cada día? Un clérigo está obligado a dudar en todo momento, pero a fingir siempre certeza. No puedes dejar que te lastre lo que podría ser. Y mucho menos lo que pudo haber sido. —Hizo un puño de su mano deforme y torció el semblante como si pretendiese estamparlo en él. Entonces lo bajó—. Debes tratar de escoger el bien mayor. Debes tratar de hallar el mal menor. Y luego debes echarte los remordimientos al hombro y mirar hacia delante.
—Lo sé. —Koll sabía cuándo estaba derrotado. Se había sabido vencido desde antes abrir la boca. En el fondo, había querido ser derrotado—. Iré —dijo.
No hacía falta que se lo dijera, y menos mal, porque dudaba que hubiera reunido el valor.
Bastó con que ella lo mirara. Rin volvió a concentrarse en el trabajo, con la mandíbula apretada.
—Has tomado tu decisión, entonces.
—Ojalá no tuviera que elegir —murmuró él, con cargo de conciencia.
—Pero tienes que hacerlo y lo has hecho.
Habría preferido que Rin estallara en lágrimas, o que montara en cólera, o que le suplicara pensarlo mejor. Había preparado un pequeño plan cobarde para volver cualquiera de esas reacciones contra ella. Pero no tenía respuesta para la gélida indiferencia.
Balbucir un triste «lo siento» fue lo mejor que se le ocurrió. Se preguntó si su madre habría estado orgullosa de aquello y no le gustó nada la respuesta.
—No lo sientas. Ya hemos perdido bastante tiempo el uno con el otro. Y solo puedo culparme a mí misma. Brand me avisó de que pasaría esto. Siempre decía que estabas demasiado lleno de tus propias esperanzas para admitir las de nadie más.
Dioses, le dolió como un puñetazo en los huevos. Abrió la boca para quejarse de que no era justo, pero ¿cómo iba a defenderse del juicio de un hombre muerto? Sobre todo mientras se afanaba en demostrar que estaba en lo cierto.
—Pero yo siempre quería tener razón. —Rin siseó entre los dientes apretados—. Supongo que Brand ríe el último, ¿eh?
Koll dio un paso tímido hacia ella. Quizá no podía darle lo que quería, no podía ser lo que necesitaba, pero al menos sí podía procurar que estuviera a salvo. Eso sí se lo debía. Eso sí se lo debía a Brand.
—Yilling el Radiante podría llegar en unos pocos días —murmuró—, con miles de guerreros del Alto Rey.
Rin resopló.
—Siempre te ha gustado disfrazar lo que sabe todo el mundo de astucioso. Antes me parecía encantador, pero reconozco que empieza a cansarme.
—Tendrías que volver a Thorlby.
—¿Para qué? Mi hermano está muerto y mi casa es una ruina calcinada.
—Este lugar no es seguro.
—Si perdemos aquí, ¿qué seguridad crees que habrá en Thorlby? Prefiero quedarme y hacer lo que pueda para ayudar. Es lo que habría hecho Brand. Es lo que hizo.
Dioses, qué valiente era. Mucho más que Koll. Le encantaba eso de ella.
Le acercó la mano al hombro casi sin darse cuenta.
—Rin…
Ella la apartó de un manotazo, con el otro puño cerrado como si se dispusiera a atizarle. Koll sabía que lo merecía, pero Rin no estaba de humor para ponerle las cosas fáciles. Le dio la espalda, asqueada.
—Vete. Has tomado tu decisión, hermano Koll. Ya puedes empezar a vivir con ella.
¿Qué podía responder a eso? No tenía que haberse preocupado de hacerla llorar. Era él quien se sorbía las lágrimas al salir de la forja con paso abatido, sintiéndose más lejos del mejor hombre que podía ser que nunca en la vida.
Lloviznaba sobre el embarcadero élfico del cabo de Bail. Eran cuatro gotas, pero bastaban para extender sobre el mundo una cortina plomiza que reflejaba el ánimo de Koll, se fijaban como el rocío a la piel que cubría los hombros a un Rulf de gesto grave en la toldilla y pegaban el pelo de los remeros a sus caras endurecidas mientras cargaban el barco. Koll deseó que los acompañara Fror, o Dosduvoi, pero la tripulación con la que había remontado el Divino estaba esparcida a los cuatro vientos. Apenas conocía a casi ninguno de aquellos hombres.
—¿A qué viene esa cara tan larga, querido mío? —preguntó Skifr, sacando un largo dedo de debajo de la capa para hurgarse la nariz con meticulosidad—. Una vez me pediste que te enseñara la magia, ¿verdad?
—Te lo pedí, y me dijiste que era joven e imprudente, y que la magia tiene riesgos y costes terribles, y que rezara a todos los dioses que conociera para no verla nunca.
—Vaya. —Contempló con interés el resultado de tanto rebuscar y lo lanzó hacia los barcos de Gorm, y de Uthil, y las naves capturadas de Yilling el Radiante que se mecían con la marea—. Sí que estuve arisca. ¿Y rezaste?
—No lo suficiente, parece ser. —La miró de soslayo—. Me dijiste que sabías suficiente magia para provocar grandes daños, pero no la bastante para hacer mucho bien.
—Estamos en guerra. He venido a hacer daño.
—No es muy reconfortante.
—No.
—¿Dónde aprendiste magia?
—No puedo decírtelo.
—¿No puedes o no quieres?
—Ni puedo ni quiero.
Koll suspiró. Cada respuesta de Skifr parecía sumirlo más en la ignorancia.
—¿De verdad puedes llevarnos sanos y salvos a Strokom?
—¿Llevaros a Strokom? Sí. ¿Sanos y salvos? —Se encogió de hombros.
—Eso tampoco es muy reconfortante.
—No.
—¿Y allí encontraremos armas?
—Ni la mismísima Madre Guerra podría dar uso a todas.
—Y si les damos uso nosotros, ¿nos arriesgamos a otra Ruptura de la Diosa?
—Mientras haya una ruptura de la abuela Wexen, yo me doy por satisfecha.
—Eso es lo menos reconfortante de todo.
Skifr dejó vagar su mirada hacia al mar grisáceo.
—Si crees que he venido a reconfortarte, estás muy equivocado.
—¿Por qué nunca hay nada fácil?
El padre Yarvi esperaba adusto en la larga rampa de rugosa piedra élfica que llevaba al patio de la fortaleza. Por ella descendía una silueta delgada. Una silueta alta, rapada y con brazaletes élficos agolpados en el tatuado antebrazo.
—¡Madre Scaer, que sorpresa! Pensaba que no querías tener nada que ver con esta locura.
La clériga de Vansterlandia giró la cabeza y escupió.
—No quería que nadie tuviera nada que ver con esta locura, pero es el camino que ha elegido mi rey. Ahora debo asegurarme de que lo recorra hasta la victoria. Por eso voy con vosotros.
—Tu compañía será una delicia. —Yarvi se aproximó a ella—. Siempre que tengas intención de ayudarme. Como me pongas la zancadilla, lo lamentarás.
—Nos entendemos el uno al otro, entonces —dijo la madre Scaer con una sonrisa torcida.
—Siempre lo hemos hecho.
Koll suspiró para sus adentros. ¿Qué mejor cimiento para una alianza que la sospecha y el odio mutuos?
—¡A los remos, venga! —llamó Rulf—. ¡Que es para hoy!