EL VASO COLMADO
Aunque el padre Yarvi hubiera ordenado que no ardiera nada, en alguna parte había fuego.
El humo era una tenue neblina que convertía en sucio ocaso el día en las calles de Casa Skeken. Raith tenía la garganta rasposa y le costaba respirar. En la lobreguez se movían siluetas. Corrían. Tal vez los saqueadores, tal vez los saqueados.
Era curioso lo rápidos y claros que afloraban los recuerdos con los olores. El hedor del incendio transportó a Raith de vuelta a aquel pueblo en la frontera entre Vansterlandia y Gettlandia. ¿Halleby, se llamaba? Bueno, ese que habían arrasado porque sí, donde había ahogado a un hombre en un abrevadero de cerdos. En el momento le había parecido buena idea. Después había alardeado de ello y Grom-gil-Gorm había reído con sus guerreros y lo había llamado pequeño cabrón sanguinario, sonriendo satisfecho de tener a un perro tan feroz en su jauría.
Pero en esa ocasión Raith tenía la boca amarga de miedo, el corazón palpitando en su dolorida cabeza y la mano pegajosa en el puño de su hacha. Saltó al oír un estrépito, seguido de un largo grito que parecía más animal que humano, y rodó para escrutar en la penumbra.
A lo mejor debería agradecer a la Madre Guerra estar en el bando ganador. Era lo que siempre recomendaba a su hermano cada vez que Rakki negaba con la cabeza sobre las cenizas, ¿verdad? Pero si había un bando que llevara razón en todo aquello, costaba imaginar en él a Espina Bathu y su banda de asesinos.
Espina había reunido una tripulación feroz, de ojos brillantes como los zorros y escurridizos como los lobos, dejados con su persona pero pródigos con sus armas, que estaban cuidadas y relucientes. La mayoría eran gettlandeses, pero Espina aceptaba a cualquiera con una cuenta que saldar y pocos miramientos respecto a cómo hacerlo. Raith ni siquiera sabía cómo se llamaban muchos de ellos. Ninguno significaba nada para los demás, ya que solo estaban unidos por el odio. Eran hombres que habían perdido familias y amigos. Hombres que se habían perdido a sí mismos y no les quedaba más que tomar de otros lo que les habían arrebatado a ellos.
Algunos estaban sacando a gente de sus casas mientras otros revolvían el interior, partiendo cofres, rajando jergones y volcando muebles, en teoría para buscar tesoros escondidos pero en realidad solo por el placer de la destrucción. Las víctimas no oponían más resistencia que las ovejas llevadas al matadero. Antes a Raith le sorprendía que no lucharan. Le daba asco. Ahora lo entendía demasiado bien: tampoco a él le quedaban ganas de luchar.
Las personas no eran solo cobardes o héroes. Eran las dos cosas y ninguna, según estuviera la situación. Según quién tuvieran a su lado y quién enfrente. Según la vida que hubieran llevado. Según la muerte que vieran esperándolos.
Los habían arrodillado formando una hilera en la calle, unos pocos a la fuerza o a golpes. Pero la mayoría se había acercado por su cuenta al final de la hilera y se había arrodillado allí, dóciles. Algún bofetón o alguna patada cuando hacían falta para moverlos, pero por lo demás no había habido violencia. Un esclavo apaleado se vendía por menos que uno ileso, al fin y al cabo, y si no merecía la pena venderlos, ¿para qué dedicarles siquiera aquel escaso esfuerzo?
Raith cerró los ojos. Dioses, qué cansado estaba. Tanto que apenas lograba tenerse en pie. Pensó en el rostro de su hermano y en el de Skara, pero no conseguía visualizarlos con claridad. El único que lograba ver con detalle era el de aquella mujer, mirando su granja en llamas, gritando los nombres de sus hijos con una voz quebrada y enloquecida de dolor. Sintió que se le acumulaban las lágrimas bajo los párpados y abrió los ojos.
Un vansterlandés con un aro de plata en la nariz estaba arrastrando a una mujer cogida de la axila, riendo pero con risas que sonaban secas y forzadas, como si intentara convencerse a sí mismo de que aquello tenía algo de gracioso.
Espina Bathu no parecía muy dispuesta a reír. Los músculos se contraían en la mitad afeitada de su cabeza, las cicatrices se veían amoratadas en sus pálidas mejillas y los tendones se destacaban fríos y crueles en el brazo con que empuñaba su hacha.
—No merece la pena llevarnos a casi ninguno de estos —dijo un guerrero, un enorme gettlandés con la mandíbula torcida que estaba poniendo a un viejo de rodillas al final de la hilera.
—¿Qué hacemos con ellos, entonces? —preguntó otro.
La voz de Espina sonó llana y despreocupada.
—Yo diría que matarlos.
Una mujer empezó a rezar entre sollozos y alguien la hizo callar de un sopapo.
Ahí tenía su sueño. Saquear una gran ciudad. Reclamar todo lo que viera como propio. Pavonearse como el perro más grande de todos por calles que en tiempo de paz lo habrían despreciado. Ser el dirigente supremo solo porque tenía una espada y era lo bastante cabrón como para usarla.
Raith tenía los ojos húmedos. Sería por el humo, o quizá estaba llorando. Pensó en aquella granja ardiendo. Se sintió aplastado, tan enterrado como su hermano, y le faltó el aliento. Le parecía que todo lo digno de salvar en él había muerto con Rakki, o había quedado atrás con Skara.
Forcejeó con la correa de su yelmo, se lo quitó y lo arrojó al suelo con un golpe hueco. Vio cómo rodaba por el borde entre los adoquines. Se rascó con fuerza el pelo aplanado y apenas lo notó.
Miró de soslayo la hilera de personas arrodilladas en la calle. Vio que un chico apretaba el puño y lo llenaba con un puñado de tierra del albañal. Vio una lágrima colgando de la nariz de una mujer. Oyó que el viejo del final jadeaba temeroso.
Las botas de Espina crujieron mientras se acercaba al hombre.
Ella se lo tomó con calma. Quizá estuviera haciendo acopio de valor. O disfrutando del camino, tal vez. Dejó que el mango del hacha resbalara despacio por su mano hasta agarrarlo por el extremo que había pulido el tiempo.
El viejo se encogió al oír los pies de Espina tras él, hundiéndose en el suelo como los de un leñador frente al tajo.
Espina cuadró los hombros, carraspeó, giró la cabeza y escupió.
Levantó el hacha.
Y Raith dejó escapar el aire con un suspiro tembloroso, se interpuso entre Espina y el viejo y se encaró con ella.
No abrió la boca. No estaba seguro de que lograra articular una sola palabra, de lo irritada que tenía la garganta y lo fuerte que le latía el corazón. Se quedó allí plantado.
Silencio.
El guerrero de la mandíbula torcida dio un paso hacia él.
—Mueve ese culo, necio, antes de que…
Sin apartar la mirada de Raith, Espina levantó un largo dedo y dijo:
—Chist.
Solo se oyó eso, pero bastó para detener al hombre como si tuviera una pared delante. Espina clavó en Raith unos ojos hundidos en la sombra, de los que solo el borde reflejaba el furioso brillo rojo de aquel brazalete élfico suyo.
—Apártate —dijo.
—No puedo. —Raith se soltó el escudo del brazo y lo dejó caer. Soltó su hacha encima, con un repiqueteo—. Esto no es venganza. Es solo asesinato.
La mejilla cicatrizada de Espina se tensó y Raith distinguió la ira en su voz.
—No te lo volveré a decir, chico.
Raith separó los brazos con las palmas hacia ella. Sentía las lágrimas bajando por su cara, pero le dio igual.
—Si estás empeñada en matar, puedes empezar conmigo. Lo merezco más que ellos.
Cerró los ojos y esperó. No era tan imbécil como para creer que aquello compensaba ni la centésima parte de las cosas que había hecho. Era solo que ya no podía quedarse quieto y mirar.
Hubo un crujido y un dolor fulgurante en la cara.
Tropezó con algo y su cráneo dio contra una piedra.
El mundo se tambaleó. Notó un sabor salado.
Se quedó tendido un momento, preguntándose si estaría embadurnando la calle entera de sangre. Preguntándose si le importaba.
Pero todavía respiraba, aunque de una fosa nasal solo salieran ruidosas burbujas. Se llevó una mano torpe a la nariz. Parecía ser el doble de grande que antes. Rota sin duda, a juzgar por la sensación enfermiza que le producía el tocarla. Gruñó al rodar de lado y apoyarse en un codo.
Unas caras duras y llenas de cicatrices flotaban a su alrededor, mirando hacia abajo. El viejo seguía de rodillas, moviendo los labios en silenciosa plegaria. Espina seguía junto a él con el hacha en la mano y su brazalete élfico candente como una brasa al rojo. Por la mancha de sangre en su frente, Raith supuso que le había dado un cabezazo.
—Uf —resopló.
Le costó horrores ponerse a gatas, con sangre goteando de su nariz y cayéndole en las manos. Apoyó un pie, se tambaleó y tuvo que sacar un brazo para equilibrarse, pero no se cayó. Ya se le pasaba el mareo y, aunque fue con muchas dificultades, al final se levantó. Volvió al lugar que había ocupado entre Espina y el viejo.
—Aquí estamos. —Se lamió los dientes, escupió sangre y volvió a extender los brazos y a cerrar los ojos, meciéndose un poco a los lados.
—Me cago en la leche —oyó que siseaba Espina.
—¿Está loco? —dijo alguien.
—Mátalo y olvídate —gruñó el de la mandíbula torcida.
Otro silencio. Pareció durar una eternidad, y Raith contrajo el gesto y apretó los párpados aún más fuerte. Cada respiración temblorosa despertaba un extraño pitido en su nariz rota, pero no podía impedirlo.
Oyó un lento raspar y necesitó toda su fuerza de voluntad para entreabrir un ojo. Espina había deslizado su hacha por el aro del cinturón y estaba con los brazos en jarras. Raith se quedó parpadeando como un lelo.
Por lo visto, no había muerto.
—¿Qué hacemos? —preguntó impaciente el del aro en la nariz.
—Dejad que se vayan —dijo Espina.
—¿Y ya está? —El guerrero de la mandíbula torcida esparció saliva al escupir las palabras—. ¿Por qué han de poder irse? Ellos no dejaron marchar a mi mujer, ¿a que no?
Espina giró el cuello para mirarlo.
—Una sola palabra más y estarás tú arrodillado en la calle. Dejad que se vayan.
Levantó al viejo por el cuello de la camisa y lo arrojó tropezando hacia las casas.
Raith bajó los brazos despacio, con la cara convertida en una inmensa palpitación.
Notó que algo le salpicaba en la mejilla. Al mirar vio que el hombretón le había escupido.
—Pequeño hijo de puta, eres tú el que tendría que morir.
Raith asintió con una inclinación cansada de cabeza mientras se limpiaba la saliva.
—Sí, supongo. Pero no por esto.