AMANECER
Los goznes chirriaron y apareció una rendija de luz entre los portones que se fue ensanchando. El amanecer cayó sobre los rostros endurecidos que había en el pasadizo de entrada. Sobre las cicatrices de Gorm. Sobre los carrillos curtidos de Rulf y Jenner. Sobre el rostro flaco y adusto del padre Yarvi. Se reflejó a los lados de los ojos de Skara, y se movieron los tendones de su cuello al tragar.
—Deberíais quedaros —dijo Raith, sabiendo que nunca lo aceptaría.
No lo aceptó.
—Si tenemos intención de capitular, debería estar presente.
Raith miró de reojo a la madre Scaer, encorvada en las sombras y sosteniendo algo abultado bajo el abrigo que dio un apagado brillo metálico cuando cambió el peso de pie.
—No tenemos intención de capitular —dijo.
—Pero debemos aparentar que sí. Y, además, no importa. —Skara cuadró los finos hombros bajo el peso de su camisa de mallas, entrecerrando los ojos para protegerlos del fulgor—. Tengo intención de mirar a Yilling el Radiante a la cara cuando muera.
Raith podría haberle dicho que no había secretos dignos de saber en el rostro de un moribundo, ni siquiera en el de un enemigo acérrimo. Solo dolor y miedo. Un anticipo del dolor y el miedo que sentiría cuando llegara su turno. Y el turno de todos llegaría bien pronto. Pero los que lo sabían no querían oírlo, y los que no eran conscientes de ello debían averiguarlo por sí mismos. De modo que Raith calló.
Los portones ya estaban abiertos del todo y más allá se extendía el terreno hollado por las botas, salpicado de escombros y herido por flechas, frío y árido salvo por el resplandor del rocío en la hierba. En la lejanía, apenas vislumbrados en el neblinoso amanecer, estaban los postes afilados que delimitaban el campamento del Alto Rey.
Jenner el Azul carraspeó.
—¿Estamos seguros de este plan?
—Es un poco tarde para urdir otro —dijo Rulf.
—Nos hemos adentrado en el pantano hasta el cuello —renegó la madre Scaer entre dientes prietos, y giró la cabeza en círculo haciendo chascar los huesos del cuello—. La única salida es hacia delante.
—Estamos seguros.
El padre Yarvi no daba la menor señal de titubeo, y los repiqueteos de su báculo resonaron en las paredes de piedra élfica cuando empezó a cruzar el pasadizo de entrada. Desfilaban hacia la Última Puerta con la magia de los elfos como única esperanza de victoria. Estaban apostándolo todo a un último y disparatado lanzamiento de runas. Los dioses sabían que Raith nunca había rezado mucho, pero en aquel momento les envió una rápida plegaria.
—No os separéis —murmuró por encima del hombro.
Los ojos de Skara estaban fijos al frente.
—Sé dónde debo estar.
Al salir al amanecer, se desplegaron para formar una punta de flecha. El padre Yarvi encabezaba la marcha, con la frente bien alta. Raith, Jenner y Rulf se situaron a su izquierda, y Gorm, Soryorn y Hunnan a su derecha, los seis con los escudos más grandes que habían podido encontrar y deseando que fuesen mayores aún. Skara y la madre Scaer caminaban detrás. Dosduvoi iba el último, con la paloma de madera del Viento del Sur montada en un asta y sostenida en alto, señalando que llegaban en son de paz.
Aunque jamás hubiera habido nada más falso.
Koll estaba de pie encima de los portones, frunciendo el ceño al viento. Frunciéndolo a las diez siluetas diminutas que tan despacio cruzaban la tierra de nadie. Frunciéndolo a los pocos miembros de la tripulación del Viento del Sur que estaban repartidos por los adarves, aferrando las reliquias élficas que habían traído de Strokom. Frunciéndolo al ejército del Alto Rey, que rodeaba el cabo de Bail por completo, como las fauces de un lobo capaz de tragarse el mundo, a punto de cerrarse.
Por todas partes el amanecer se reflejaba en metal. La brisa mecía los estandartes de héroes, de los guerreros más renombrados de Yutmarca, Inglefold y las Tierras Bajas. De los shendos más feroces y los mercenarios más despiadados, atraídos desde todos los confines del mundo por la promesa del saqueo. Todo el poder inigualable del Alto Rey, reunido por la abuela Wexen en un solo lugar y para un solo propósito. La mayor hueste que se había congregado desde que los elfos declararon la guerra a la Diosa, decidida a destruir a Koll.
De acuerdo, no solo a él, pero si las cosas le salían mal al padre Yarvi, el futuro de su aprendiz no parecía demasiado esperanzador.
Koll reparó en que estaba aferrado con fuerza a las almenas y abrió las doloridas manos. No había tenido tanto miedo desde… desde la última vez que lo había tenido. Tampoco hacía tanto tiempo de eso, ahora que lo pensaba. Había estado Strokom, y antes de eso el príncipe Varoslaf, y antes la escalada de la muralla, no muy lejos de allí.
—Dioses —se dijo, viendo detenerse a las diez figuritas en una elevación del terreno para aguardar lo inevitable—. Tengo que aprender a ser valiente.
—O mejor aún —murmuró Skifr—, a evitar el peligro.
Koll bajó la mirada hacia la anciana, sentada con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en la fría piedra, y, como tenía echada la capucha de harapos, solo pudo verle la boca, torcida en una leve sonrisa.
—¿De verdad podemos derrotar a todos esos hombres? —preguntó con un susurro, tirando nervioso de una mano con la otra.
Skifr desplegó sus largas extremidades y se levantó, retirando la capucha.
—¿A todos esos? ¡Ja! —Se hurgó en la nariz con un largo dedo y arrojó el resultado con gesto experto hacia las tropas del Alto Rey—. Casi desearía que fuesen más. —Extendió la otra mano y Koll, con la mayor de las cautelas por si pudiera estallar en llamas, como de hecho podía, le pasó el primer cilindro—. No existe fuerza de hombres que pueda resistir el poder de los elfos. —Skifr se dio un golpecito con el cilindro en la sien y luego lo insertó en la roma reliquia élfica que tenía, le dio un manotazo para que encajara con un chasquido y lo hizo rodar con un traqueteo tan rápido que era casi un zumbido, emborronando las letras élficas escritas en él—. Ahora lo verás.
—¿Quiero verlo?
—Todos lo verán, quieran o no. —Y Skifr apoyó una bota en la almena y un codo en la rodilla, de forma que el arma élfica apuntara hacia el cielo gris. Muy por encima de ellos, los pájaros volaban en pausados círculos, quizá sintiendo que se acercaba la hora de comer—. Alégrate, chico, si aún sabes. —Skifr inspiró profundamente por la nariz y dejó escapar el aire sonriendo—. Los augurios son propicios.
Y con tono suave y grave, en el idioma de los elfos, empezó a salmodiar.
Skara ya podía verlos, y el corazón se le aceleró todavía más. Un grupo de guerreros estaba disponiéndose en punta de flecha como ellos, destacándose de las filas del Alto Rey y cruzando el terreno abierto en su dirección. El tiempo transcurría despacio. Ardía en deseos de huir, de luchar, de chillar, de hacer cualquier cosa menos quedarse allí esperando.
No eran unos guerreros cualesquiera. Mostraban su renombre al mundo con los brillantes aros-moneda de sus brazos y dedos. Hacían alarde de sus victorias con el oro de sus empuñaduras, el ámbar de sus broqueles, los grabados de sus altos yelmos.
—Vienen arreglados, los cabrones —farfulló Raith entre labios apretados.
—Tienen más joyas entre todos que en una boda real —gruñó Jenner el Azul.
Todos sonreían. Igual que habían sonreído mientras mataban a quienes ella amaba. Igual que habían sonreído cuando incendiaron el salón, la ciudad, el país en el que había crecido, y Skara sintió un doloroso retortijón en el estómago y las rozaduras del sudor bajo el peso de su malla.
—¿Cuántos son? —oyó que preguntaba Gorm en voz baja.
—Cuento veinticinco —dijo Rulf—, y una clériga.
—La madre Adwyn —escupió Scaer—, la recadera de la abuela Wexen.
En algún lugar tras ellos, imprecisos en la brisa, Skara oyó cánticos.
—Sean veinte o veinte mil —dijo el padre Yarvi, cambiando el agarre de su báculo élfico—, esto terminará del mismo modo.
Skara se preguntó cómo sería mientras observaba a Yilling el Radiante caminar despreocupado al frente de sus Compañeros.
Aparte del corte que le había hecho Uthil, tenía el mismo semblante que Skara recordaba de cuando mató a su abuelo. La misma sonrisa fofa que había compuesto cuando decapitó a la madre Kyre. Los mismos ojos muertos que habían mirado a los de Skara en la oscuridad del Bosque. Notó una arcada y apretó los puños, la mandíbula y el culo, mientras Yilling se detenía altivo a unos pasos del padre Yarvi.
—Qué pena —dijo—. Tenía ganas de entrar ahí dentro a buscaros.
—Te hemos ahorrado el esfuerzo —restalló Skara.
—No era esfuerzo, reina Skara. —Los ojos de Yilling clavados en los suyos le trabaron el aliento, y entonces vio cómo el hombre arrugaba la frente—. Un momento, ¿nos habíamos visto antes? —Dio un infantil saltito emocionado—. ¡Ahora te reconozco! ¡Eras aquella esclava en el salón del rey Fynn! —Se dio una gozosa palmada en el muslo—. ¡Esa noche sí que me engañaste!
—Y volveré a hacerlo —repuso ella.
—Me temo que ya pasó el momento. —Los ojos de Yilling la abandonaron—. ¿Has venido a combatirme, Rompeespadas, como hizo Uthil?
Gorm negó con la cabeza sin dejar de observar a los acompañantes de Uthil, con las manos flojas sobre puños de espada, mangos de hacha, astas de lanza, amenazadores y confiados.
—Me temo que ya pasó el momento también —dijo.
—Lástima. Confiaba en poder enviar a la Muerte otro guerrero afamado y añadir tu canción a la mía para hacerla más grandiosa. —Yilling miró a la Madre Sol por encima del hombro y suspiró una voluta de niebla—. Quizá Espina Bathu se preste ahora a salir de entre las sombras. Mató a mi caballo favorito en una de sus incursiones, ¿sabéis? —Enarcó una ceja mirando al hombre que tenía al lado, un guerrero alto con un cuerno en el cinturón—. Qué poca consideración, ¿eh, Vorenhold?
Los dientes de Vorenhold aparecieron blancos entre su barba.
—Tiene reputación de poco considerada.
—Guerreros. —Yilling el Radiante infló sus suaves carrillos—. Siempre obsesionados con el renombre. Tú debes de ser el padre Yarvi.
—Lo es. —Adwyn tenía los labios manchados de violeta y torcidos de desprecio—. Y me sorprende verte aquí. Estaba convencida de que huirías reptando tan pronto como empezara la lucha.
El clérigo de Gettlandia se encogió de hombros.
—He reptado de vuelta.
La sangre aporreaba en el cráneo de Skara. La madre Scaer cambió de postura y algo se movió bajo su abrigo. Yilling el Radiante seguía sonriendo.
—Me alegro de conocerte al fin en persona. Eres muy joven para haber armado tanto jaleo.
—Lo mismo podría decirse de ti —replicó Yarvi. Los cánticos empezaban a sonar más altos. Uno de los Compañeros miraba preocupado hacia el matacán—. ¿Es cierto que, después de matar al rey Bratta, te hiciste una copa con su cráneo?
—Eso hice. —Yilling levantó los hombros, satisfecho—. Pero el vino se salía por los agujeros de la nariz.
—Ahí hay una lección que aprender —dijo Yarvi, y Skara vio que tenía agarrado su báculo con tanta fuerza que los tendones se resaltaban en el pálido dorso de su mano—. Las cosas no siempre salen como queremos.
—Una lección que tú ya deberías haber aprendido —le espetó la madre Adwyn—. No hace mucho tiempo la abuela Wexen te dio otra oportunidad, pero le diste un cachete en la mano tendida. —Skara enseñó los dientes al oírlo. Ella no recordaba ninguna oportunidad, solo los cadáveres en el suelo del Bosque. Solo Yaletoft ardiendo en el negro horizonte—. Ya no te queda nada con lo que negociar. Todos seréis llevados con cadenas a Casa Skeken para enfrentaros al juicio de la Diosa Única.
—¡El juicio llegará! —Skara recordó a su abuelo cayendo en el hogar. La sangre goteando de la espada de Yilling el Radiante. Su corazón martilleaba tan fuerte que casi le estrangulaba la voz—. Pero no lo impartirá la Diosa Única. ¡Y no seremos nosotros los juzgados!
Las sonrisas de los Compañeros empezaban a marchitarse y sus manos se acercaban a sus armas. Yilling el Radiante se pasó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Es bonita, pero habla demasiado. —Y echó un vistazo a las murallas de la fortaleza, donde la extraña salmodia iba ganando demasiado volumen para pasarla por alto.
La madre Adwyn miraba enfurecida al padre Yarvi.
—¡Tú y la reina Laithlin estáis acusados de utilizar la magia élfica, y debéis responder por vuestros crímenes!
—Ah, ¿debo responder? —El padre Yarvi ladró una carcajada—. Permíteme mostrarte cómo es la magia élfica.
Alzó de repente su báculo, apoyado en la mano contrahecha, y señaló con la punta el pecho de Yilling el Radiante.
El campeón del Alto Rey tenía una expresión entre perpleja y aburrida. Levantó la mano hacia el padre Yarvi, como para hacer a un lado la cháchara del clérigo.
—¡Saluda a tu señora! —chilló Skara.
Hubo una nítida explosión. Algo salió despedido de la punta del cayado de Yarvi. Los dedos de Yilling desaparecieron y su cara se salpicó de sangre.
Dio un ebrio paso atrás, torciendo el gesto. Se palpó el pecho con la mano destrozada. Skara vio que tenía un agujerito en su brillante cota de malla, que ya empezaba a oscurecerse por la sangre.
—Uh —gruñó, levantando las cejas de sorpresa, y se derrumbó hacia atrás.
Alguien dijo:
—Dioses.
Una espada siseó al salir de su vaina.
Un broquel reflejó el sol en los ojos de Skara.
La madre Scaer la apartó de un codazo al avanzar, sacando un hombro del abrigo.
Oyó un aleteo cuando un pájaro se arrojó al cielo desde algún lugar de la hierba.
Vorenhold levantó su lanza, con el caballete de la nariz arrugado de ira.
—Traidores hijos de…
La madre Scaer se situó entre Gorm y Soryorn, que alzaron los escudos. Los tendones de su brazo tatuado se flexionaron al apoyarse la gran reliquia élfica en el hombro.
—¡No! —chilló la madre Adwyn.