MANOS DIESTRAS
Koll terminó la última runa y sonrió mientras soplaba, levantando una nubecilla de serrín. Por fin había terminado la vaina, y estaba más que orgulloso y satisfecho del resultado.
Siempre le había encantado trabajar la madera, que no guardaba secretos ni decía mentiras y, después de tallada, nunca se destallaba. No se parecía en nada al trabajo de un clérigo, que era todo humo y suposiciones. Las palabras eran herramientas más traicioneras que los cinceles, y las personas tan volubles como la Madre Mar.
Notó un cosquilleo cuando Rin le rozó el hombro, al pasar el brazo junto a él para seguir una hilera de runas con la yema del dedo.
—¿Qué significan?
—Son los cinco nombres de la Madre Guerra.
—Dioses, qué buen trabajo. —Deslizó la mano por la madera oscura, deteniéndose en las figuras talladas, los animales y los árboles que fluían entrelazados—. Tienes unas manos diestras, Koll. No las hay más hábiles.
Colocó una punta metálica en el extremo de la vaina de brillante acero que Rin había forjado en forma de cabeza de serpiente y que encajó en la obra de Koll tan a la perfección como una llave en su cerradura.
—Mira qué cosas tan hermosas podemos hacer juntos. —Sus dedos negros de hierro se encajaron en los huecos que dejaban los de él, marrones de madera—. Estaba destinado a ocurrir, ¿verdad? Mi espada, tu vaina. —Koll notó la otra mano desplazándose por su muslo y tuvo un leve escalofrío—. Y también al revés.
—Rin…
—De acuerdo, es más daga que espada.
Koll percibió el humor en su voz, notó cómo le hacía cosquillas en el cuello. Adoraba oírla reír.
—Rin, no puedo. Brand es como un hermano para mí…
—Pues no te acuestes con Brand. Problema resuelto.
—Soy el aprendiz del padre Yarvi.
—Pues no te acuestes con el padre Yarvi.
Koll sintió que los labios de Rin le rozaban el cuello y un nuevo escalofrío sudoroso descendió por su columna vertebral.
—Salvó la vida de mi madre. Me salvó la vida a mí. Nos liberó.
Sus labios ya le habían llegado a la oreja, y oyó el susurro tan fuerte que al levantar los hombros por instinto hizo traquetear las pesas que llevaba al cuello.
—¿Cómo es que te liberó, si no puedes decidir por ti mismo?
—Estoy en deuda con él, Rin. —Con cada respiración, notaba el contacto de su pecho en la espalda. Los dedos de Rin habían atrapado su mano. Tenía tanta fuerza como él. Era muy posible que más. Tuvo que cerrar los ojos para poder hilar los pensamientos—. Cuando acabe esta guerra, pasaré la Prueba del Clérigo, pronunciaré el Juramento del Clérigo y seré el hermano Koll, y no tendré familia, ni esposa… Hum.
La mano de Rin se había colado entre sus piernas.
—Y hasta entonces ¿qué te lo impide?
—Nada.
Koll se volvió, pasó la mano libre por el pelo corto de Rin y se la acercó. Rieron y se besaron a la vez, hambrientos, desmañados, tropezando con un banco y tirando un puñado de herramientas que rebotaron por el suelo.
Cuando iba a visitarla, siempre terminaban igual. Por eso seguía acudiendo.
Rin se separó de él, escurridiza como un salmón, fue corriendo hacia la abrazadera, cogió la piedra de afilar y estudió la hoja en la que estaba trabajando como si no hubiera hecho nada más en toda la mañana.
Koll parpadeó.
—Pero ¿qué estás…?
La puerta retumbó al abrirse y Brand entró, dejando a Koll en la herrería sin posibilidad de huida y con una gran tienda de campaña en los pantalones.
—Hola, Koll —dijo Brand—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a terminar la vaina —logró responder, con la cara encendida y ya vuelto hacia su banco de trabajo para limpiarlo de virutas.
—Enséñamela.
Brand rodeó el cuello de Koll con un brazo. Dioses, era un brazo enorme y musculoso, con la cicatriz que le había dejado la soga enroscada hasta la muñeca. Koll recordó ver a Brand sosteniendo el peso de un barco en los hombros, un barco que, por cierto, había estado a punto de aplastarlo a él. Entonces se preguntó cómo sería recibir un puñetazo de ese brazo, si Brand averiguaba lo que se traían entre manos su hermana y él. Tragó saliva con no pocas dificultades.
Pero Brand se limitó a apartarse un mechón de la cara y sonreír.
—Un trabajo bien hermoso. Estás bendecido, Koll, por los mismos dioses que bendijeron a mi hermana.
—Es… una chica muy espiritual. —Koll se removió con torpeza para acomodarse los pantalones mientras Rin le hacía un mohín exagerado desde detrás de su hermano.
Dioses, qué poco perceptivo era Brand. Era grandote, leal y amable como un caballo de tiro, pero debía de ser la persona menos perceptiva del mundo. Seguro que no se podía estar casado con Espina Bathu sin aprender a pasar por alto muchas cosas.
—¿Cómo está Espina? —preguntó Koll intentando cambiar de tema.
Brand se quedó callado, como si le hubieran planteado una adivinanza complicada.
—Espina es Espina. Pero eso ya lo sabía cuando me casé con ella. —Sonrió a Koll con aquella expresión desvalida que ponía a veces—. No querría que fuese de otra forma.
—Seguro que no es la persona más fácil del mundo con la que convivir.
—Ya te avisaré cuando convivamos. Se pasa la mitad del tiempo con la reina y la otra mitad entrenando más que nunca, así que lo normal es que la vea durmiendo o con ganas de discutir. —Se rascó el cogote con aire cansado—. Pero eso también lo sabía cuando me casé con ella.
—Seguro que no es la persona más fácil del mundo con la que no convivir.
—Je. —Brand miró la nada como un veterano de guerra que seguía tratando de entender los horrores que había visto—. Está claro que sabe cocinar una pelea a partir de los ingredientes más pacíficos. Pero nada que valga la pena hacer es fácil. La amo a pesar de ello. La amo por ello. La amo. —Y en su cara volvió a aparecer aquella sonrisa—. Cada día es una nueva aventura, eso desde luego.
Alguien llamó con impaciencia a la puerta y Brand salió de su ensueño y fue a abrir. Rin fingió lanzar un beso a Koll y él fingió atraparlo y llevárselo al corazón, y entonces Rin hizo ver que vomitaba por toda su mesa de trabajo. Koll adoraba que hiciera esas cosas.
—Me alegro de verte, Brand.
Koll alzó la mirada, sorprendido de ver a su maestro en la herrería de Rin.
—Igualmente, padre Yarvi.
Realizar un largo viaje junto a otra persona forja un vínculo especial, y aunque Brand y Yarvi no podían ser más distintos, se abrazaron, y el clérigo dio unas palmadas afectuosas en la ancha espalda del herrero con su mano deforme.
—¿Qué tal va el negocio de los filos? —preguntó Yarvi a Rin.
—Los hombres siempre necesitan buenos filos, padre Yarvi —respondió ella—. ¿Y el negocio de las palabras?
—Los hombres también necesitan siempre buenas palabras. —La sonrisa del clérigo se transformó en su habitual expresión severa cuando miró a Koll—. Suponía que te encontraría aquí. Ya pasa del mediodía.
—¿Cómo, ya?
Koll intentó quitarse el mandil de un tirón, se hizo un lío con las correas, consiguió arrancárselo, lo dejó en la mesa y se sacudió el polvo de las manos.
—Lo normal es que el aprendiz acuda al maestro. —La punta del báculo de metal élfico del clérigo repicó en el suelo mientras se acercaba—. Aún eres mi alumno, ¿verdad?
—Por supuesto, padre Yarvi —dijo Koll, alejándose de Rin con expresión culpable.
Yarvi entornó los ojos mientras pasaba la mirada de uno a la otra, sin duda comprendiéndolo todo. Había pocos hombres más perceptivos que él.
—Dime que has dado de comer a las palomas.
—Y les he limpiado las jaulas, y he organizado las hierbas nuevas, y he leído veinte páginas más de la Historia de Gettlandia de la madre Gundring, y he aprendido cincuenta palabras del idioma de Kalyiv.
Las infinitas preguntas de Koll siempre habían puesto de los nervios a su madre, pero estudiar para la Clerecía proporcionaba tantas respuestas que creía que iba a explotarle la cabeza.
—El combustible del miedo es la ignorancia, Koll. La muerte del miedo es el conocimiento. ¿Qué me dices de la deriva de las estrellas? ¿Has copiado las cartas que te di?
Koll se puso las manos en la cabeza.
—Dioses, lo siento, padre Yarvi. Lo haré después.
—Hoy ya no. El gran cónclave empieza dentro de una hora y antes hay que descargar algo.
Koll miró esperanzado a Brand.
—No se me da muy bien mover cajas…
—Vasijas. Y hay que tratarlas con mucho cuidado. Son un regalo de la emperatriz Vialina, transportado a lo largo del Denegado y el Divino.
—¿Un regalo de Sumael, quieres decir? —matizó Brand.
—Un regalo de Sumael. —El padre Yarvi mostró una sonrisa ausente al pronunciar el nombre—. Un arma que podemos emplear contra el Alto Rey y… —Dejó la frase en el aire mientras pasaba entre Koll y Rin, apoyó su báculo en el interior del codo y levantó la vaina con su mano buena para que la luz le permitiera apreciar las tallas—. Madre Guerra —musitó—. Madre de Cuervos. Aquella Cuyas Plumas Son Espadas. Aquella Que Reúne A Los Muertos. Aquella Que Hace De La Mano Abierta Un Puño. ¿Esto lo has tallado tú?
—¿Quién más es lo bastante bueno? —preguntó Rin—. La vaina es tan importante como la hoja. Una buena espada se desenfunda pocas veces. Esto es lo que verá la gente.
—Cuando por fin pronuncies tu Juramento del Clérigo, Koll, será un día triste para la ebanistería. —Yarvi dio un profundo suspiro—. Pero no se puede cambiar el mundo con un cincel.
—Se puede cambiar un poco —dijo Rin, cruzándose de brazos y mirando al clérigo—. Y a mejor.
—Su madre me pidió que lo convirtiese en el mejor hombre que pudiera ser.
Koll meneó la cabeza a los lados con frenesí desde detrás de su maestro, pero a Rin no había quien la callara.
—A algunos nos gusta bastante el hombre que es —dijo.
—¿Y eso es todo lo que deseas, Koll? ¿Tallar madera? —El padre Yarvi soltó la vaina, que traqueteó en el banco, y apoyó su mano contrahecha en el hombro de Koll—. ¿O quieres estar al hombro de reyes y dirigir el curso de la historia?
Koll parpadeó mirándolos a los dos. Dioses, no quería decepcionar a ninguno, pero ¿qué podía hacer? El padre Yarvi lo había liberado. ¿Y qué hijo de esclavo no ansiaba estar al hombro de reyes y sentirse seguro, respetado y poderoso?
—La historia —farfulló, bajando los ojos avergonzados al suelo—, supongo.