VALIENTE HAZAÑA
A buen seguro una mujer debería sollozar de alivio cuando su prometido regresaba vivo de la batalla, pero Skara descubrió que tenía los ojos secos cuando el Rompeespadas fue el primer guerrero en entrar por el portillo.
Su gran escudo tenía un asta rota de flecha cerca del borde, pero por lo demás estaba ileso. Desclavó la flecha de un manotazo, miró a su alrededor como buscando a quién entregar el escudo y frunció el ceño.
—Vaya. —Y lo dejó apoyado contra la muralla.
Skara compuso una sonrisa forzada.
—Me alegro de que hayáis vuelto, mi rey. —Aunque en realidad preferiría haber saludado a otros.
—En verdad me alegro de haber vuelto, reina Skara. Combatir de noche no es muy divertido. Pero hemos hundido su mina, de todas formas.
—Gracias a los dioses. ¿Qué ocurrirá ahora?
Sonrió y los dientes se destacaron blancos en su cara cubierta de ceniza.
—Ahora excavarán otra.
Los hombres iban llegando poco a poco a la fortaleza. Todos agotados, varios heridos. La madre Owd se acercó a ayudar y Rin se acuclilló a su lado con unas gruesas tenazas y, sin mediar palabra, empezó a cortar el jubón ensangrentado de un hombre alrededor de su herida.
—¿Dónde está Raith?
—Estaba con su hermano en el túnel cuando el aceite se ha incendiado. —Un esclavo había traído agua a Gorm y estaba limpiándose la negra ceniza de la cara.
A Skara se le hizo tal nudo en la garganta que apenas pudo preguntar.
—¿Está muerto?
Gorm asintió con la cabeza, circunspecto.
—Le enseñé a luchar, a matar y a morir, y ahora ha hecho las tres cosas.
—Solo dos —replicó ella, sintiendo una inundación de alivio que la mareó.
Raith salió arrastrando los pies de entre las sombras, con el pelo embarrado, los dientes rojos apretados y un brazo en los hombros de Jenner.
—Anda. —Gorm enarcó las cejas—. Siempre fue el hermano más duro.
Skara corrió hacia Raith y lo cogió por el codo. Tenía la manga desgarrada, quemada, cubierta de extrañas ampollas. Entonces comprendió horrorizada que no era su manga, sino su brazo.
—¡Dioses, el brazo! ¡Madre Owd!
No parecía que Raith se hubiera dado cuenta siquiera.
—Rakki ha muerto —susurró.
Una esclava había traído a Gorm una bandeja de carne recién asada. La similitud que guardaba con el brazo de Raith mientras la madre Owd le mondaba la tela de encima produjo náuseas a Skara. No obstante, si el Rompeespadas albergaba algún miedo, no lo guardaba en el estómago.
—Luchar siempre me abre mucho el apetito —dijo con la boca llena de carne, escupiendo grasa—. Considerándolo todo, esta noche la Madre Guerra nos ha favorecido.
—¿Y qué pasa con Rakki? —bramó Raith, y la hermana Owd sopló enojada cuando apartó el brazo a medio vendar de sus manos.
—Guardaré buen recuerdo de él. Al contrario que otros, él demostró su lealtad.
Skara vio los tendones marcarse en el puño de Raith cuando lo cerró en torno a la empuñadura de su hacha y se apresuró a interponerse entre él y Gorm.
—Vuestra cadena, mi rey.
Sostener en alto aquel peso tintineante de pomos de muertos le costó tanto esfuerzo que le temblaron los brazos. Gorm se agachó para pasar la cabeza y estuvieron más cerca que nunca, con las manos de Skara tras su cuello, casi en un incómodo abrazo. Olía a pelo mojado, igual que los perros que había criado su abuelo.
—Ha crecido con los años —dijo Gorm mientras se enderezaba.
De tan cerca parecía más inmenso que nunca. La coronilla de Skara a duras penas le llegaba a la base del cuello. ¿Tendría que ir a todas partes con banqueta para poder besar a su marido? En otro momento le habría hecho gracia la idea. En aquel preciso instante no tenía muchas ganas de reír.
—Ha sido un honor sostenerla. —Skara se moría de ganas de retroceder pero sabía que no podía, de modo que bajó las manos para disponer aquellos recuerdos chabacanos y repulsivos en el pecho de su prometido.
—Cuando estemos casados, cortaré una parte para que la llevéis vos.
Skara parpadeó, helada de repente. Una cadena de hombres muertos que la retendría de por vida.
—No me he ganado el derecho —logró responder con un hilo de voz.
—¡No me vengáis con falsas modestias, por favor! Solo media guerra se libra con espadas, mi reina, y vos habéis librado la otra media con habilidad y valor. —Sonrió mientras daba media vuelta—. Habrá centenares de muertos gracias a vuestra valiente hazaña.
Skara despertó de sopetón, aferrada a las pieles de su cama, y aguzó el oído en el silencio.
Nada.
En los últimos días apenas había pegado ojo. Los guerreros de Yilling el Radiante hostigaban la fortaleza dos o tres veces por noche.
Habían intentado llegar nadando al puerto, desafiando el oleaje a oscuras. Pero los centinelas de los torreones habían acribillado a flechazos a aquellos valientes, y sus cuerpos seguían enganchados en las cadenas que cerraban el acceso.
Habían embestido los portones empleando de ariete un tronco con puntera de hierro, sosteniendo los escudos sobre las cabezas y armando un estrépito capaz de levantar a los muertos. Pero aquellos valientes apenas habían logrado arañar la madera.
Habían disparado enjambres de flechas ardientes sobre las murallas, que cayeron al patio como estrellas fugaces en la noche. Habían rebotado inocuas en los adoquines y la pizarra, pero algunas habían incendiado tejados de paja. Skara tenía el pecho irritado de respirar tanto humo, la voz cascada de ordenar a gritos que empaparan los tejados, las manos peladas de cargar cubos desde el pozo. La cuadra donde había ensillado por primera vez a un poni de niña era solo un armazón calcinado, pero habían conseguido impedir que se extendiera el fuego.
Al final habían subido a los adarves, enhollinados pero victoriosos, para chillar «¡Gracias por las flechas!» a los arqueros del Alto Rey que se batían en retirada.
Emplearan fuego o agua, lo intentaran por encima de la muralla o por debajo, nada había funcionado. El cabo del Bail era la fortaleza más resistente de todo el mar Quebrado; sus defensores, los guerreros escogidos de tres naciones guerreras. Yilling el Radiante había perdido veinte hombres por cada uno de los suyos.
Pero, aun así, los refuerzos no dejaban de llegar. Cada mañana la Madre Sol se alzaba sobre más guerreros de Yutmarca, Inglefold y las Tierras Bajas. Más shendos con ojos enloquecidos, huesos atravesados en la carne y franjas de pintura. Más barcos fuera del puerto, impidiendo que llegara ayuda a los defensores. Quizá las pequeñas victorias hubieran contribuido a su moral, pero la terrible aritmética no había hecho más que empeorar. Los sótanos de la madre Owd estaban rebosantes de heridos. En dos ocasiones habían enviado barcos a la deriva con cadáveres por tripulantes para que ardieran en el agua.
Skara se sentía como si estuvieran excavando zanjas para detener la marea. Quizá contuvieran una ola, quizá contuvieran diez, pero la marea siempre vencía.
Soltó un eructo ácido, tragó el vómito antes de que saliera y bajó las piernas del lecho, apoyó la cabeza en las manos y dio un largo gemido.
Era reina. Su sangre valía más que el oro. Tenía que ocultar su miedo y mostrarse astuciosa. No podía blandir una espada, por lo que tenía que librar la otra media guerra, y hacerlo mejor que Yilling el Radiante. También mejor que el padre Yarvi y la madre Scaer. Había personas que dependían de ella. Personas que habían apostado a ella su futuro. Había construido a su alrededor un cercado con las necesidades y las expectativas de los vivos y los muertos, y se sentía como si recorriera un laberinto de espinos. Una docena de opiniones que tener en cuenta, un centenar de lecciones que recordar y un millar de comportamientos correctos que debía tener y diez millares de incorrectos que jamás podía plantearse siquiera…
Sus ojos resbalaron hacia la puerta. Sabía que al otro lado estaría Raith durmiendo. O quizá despierto.
No sabía lo que sentía por él, pero sí sabía que nunca lo había sentido por nadie más. Recordó la fría sacudida cuando creyó que había muerto. El cálido alivio cuando vio que vivía. La chispa ardiente cuando cruzaron la mirada. La fuerza que sentía cuando lo tenía a su lado. Su cabeza sabía que era la peor pareja concebible, se mirara por donde se mirase.
Pero el resto de ella opinaba otra cosa.
Se levantó y notó que el corazón le aporreaba el pecho mientras sus pies descalzos cruzaban la fría piedra. Echó un vistazo a la pequeña estancia donde dormía su esclava, pero sin duda no se atrevería a inmiscuirse en los asuntos de su ama.
Detuvo la mano a un pelo de la puerta, con un hormigueo en las yemas.
El hermano de Raith había muerto. Skara se dijo que la necesitaba, aunque sabía que era ella quien lo necesitaba a él. Quien necesitaba olvidar su deber. Quien necesitaba olvidar su tierra, su pueblo, y tener algo que fuese suyo. Quien necesitaba saber qué se sentía al ser besada, abrazada y deseada por alguien de su elección, antes de que fuera demasiado tarde.
La madre Kyre se habría arrancado el pelo a mechones solo de pensarlo, pero la madre Kyre había cruzado la Última Puerta. Allí, en la noche, con la Muerte arañando las murallas, lo apropiado ya no parecía tan importante.
Skara descorrió el cerrojo con dedos temblorosos, mordiéndose el labio para no hacer ningún ruido.
Despacio, muy despacio, entreabrió la puerta.