LOS MIL
Soryorn era un arquero excelente, y su figura se recortaba como la de un héroe contra el ocaso sangriento, con un pie sobre las almenas en lo alto de la Torre de Gudrun, la espalda arqueada al tensar su enorme arco y la luz de la flecha en llamas haciendo jugar las sombras en sus rasgos marcados.
—Que arda —dijo Gorm.
Los ojos de los mil guerreros elegidos de Trovenlandia, Vansterlandia y Gettlandia siguieron la estela de fuego mientras la flecha se curvaba en la quietud de la tarde y se clavaba en la cubierta del barco de Yilling el Radiante. Se elevó una llama azul con un suave «fuuum» al encenderse el aceite sureño y, en un instante, la embarcación entera ardía con unas llamaradas que casi llegaban a calentar a Raith, incluso desde su posición, encaramado a la muralla. Miró a un lado y vio la cálida luz resaltando la sonrisa de Skara. Había sido idea de ella. El barco de un guerrero era su corazón y su hogar, a fin de cuentas.
Había costado horrores sacarlo del agua y subirlo con rodillos por la larga rampa hasta el patio. A Raith le dolía la espalda y tenía las manos peladas de ayudar. La reina Skara había entregado la veleta dorada a Jenner el Azul, el rey Gorm había arrancado las incrustaciones de plata para fundirla y hacer copas y el rey Uthil había reclamado la vela teñida de rojo para que las mujeres de Gettlandia no tuvieran que tejer tanto. Habían desmontado el mástil para que cupiera por el pasaje de entrada y habían rascado sus finas tallas cuando se quedó atascado en el hueco, pero al final habían conseguido sacarlo de la fortaleza.
Raith confiaba en que Yilling el Radiante supiera apreciar el esfuerzo que habían dedicado para darle la bienvenida al cabo de Bail, pero en cualquier caso los defensores gozaban viendo cómo su barco era presa de las llamas. Estaban entonando vítores, riendo y escupiendo insultos a los exploradores de Yilling, tranquilos a lomos de sus caballos, muy lejos del alcance de los arcos. Pero el buen ánimo duró poco.
El ejército de la abuela Wexen empezaba a llegar.
Marchaban con paso pesado por el camino del norte formando una columna ordenada, una serpiente férrea de hombres con el gran estandarte del Alto Rey por cabeza, el sol de siete rayos de la Diosa Única oscilando aquí y allá entre la multitud y las insignias de más de cien héroes pendiendo laxas en el calmo anochecer. No dejaban de llegar entre las ruinas del pueblo, hombres y más hombres que se perdían en la brumosa lejanía.
—¿Cuándo pararán de venir? —susurró Skara, dando vueltas nerviosas a su brazalete con una mano cruzada sobre el pecho.
—Esperaba que los exploradores hubieran contado mal —murmuró Jenner el Azul.
—Y parece que así es —gruñó Raith—. Se han quedado cortos.
Las risotadas burlonas de la muralla se habían reducido a sombrías sonrisas y luego a ceños aún más sombríos a medida que aquella poderosa serpiente de hombres se disgregaba, fluía en torno a la fortaleza como el agua inundaba un islote y el cabo de Bail quedaba rodeado por guerreros de las Tierras Bajas, de Inglefold y de Yutmarca desde los acantilados del este hasta los acantilados del oeste.
El bando del Alto Rey no necesitaba gritar desafiante. Su número ya era atronador.
—La Madre Guerra extiende sus alas sobre el cabo de Bail —musitó Owd.
A continuación llegó toda una flota de carretas, rebosantes de vituallas, y tras ellas una inacabable muchedumbre de familias y esclavos, siervos y mercaderes, sacerdotes y usureros, zapadores y boyeros con rebaños de ovejas y vacas que balaban y mugían y sacaban los colores a cualquier mercado que hubiera visto Raith en la vida.
—Una ciudad entera en movimiento —murmuró.
Ya casi no había luz y la retaguardia solo empezaba a llegar en un río de antorchas titilantes. Hombres con aspecto salvaje, estandartes de hueso iluminados por las llamas y pechos desnudos marcados con cicatrices y adornados con pintura de guerra.
—Shendos —dijo Raith.
—¿No eran enemigos acérrimos del Alto Rey? —preguntó Skara, con voz más estridente de lo habitual.
La boca de la madre Owd era una fina línea recta.
—La abuela Wexen debe de haberlos convencido para convertirlos en enemigos nuestros.
—He oído decir que se comen vivos a sus prisioneros —dijo alguien.
Jenner el Azul fulminó con la mirada al hombre.
—Pues mejor que no nos capturen.
Raith pasó la mano sudada por la enarma del escudo y miró hacia el puerto, donde reposaban seguros tras las cadenas barcos más que de sobra para llevarse a los mil defensores…
Se mordió la lengua hasta saborear la sangre y obligó a su mirada a volver sobre la hueste que se concentraba al otro lado de las murallas. Nunca antes le había dado miedo una pelea. Quizá fuese porque siempre las había afrontado con ventaja. O quizá porque había perdido su puesto, su familia y cualquier esperanza de recobrarlos.
Decían que eran los hombres sin nada que perder los más temibles. Pero eran ellos quienes más temían.
—Ahí —dijo Skara señalando las filas del Alto Rey.
Alguien caminaba hacia la fortaleza, con el paso relajado de quien se dirige al salón de un amigo y no a un bastión enemigo. Un guerrero cuya brillante malla reflejó la luz del barco en llamas y pareció arder también. Un guerrero de larga melena ondeante y un rostro que sorprendía por suave, joven y atractivo, que no portaba escudo y apoyaba una flácida mano izquierda en el pomo de su espada.
—Yilling el Radiante —gruñó Jenner, enseñando todos los dientes que conservaba.
Yilling se detuvo muy dentro del alcance de los arcos, sonrió de oreja a oreja hacia las atestadas almenas y gritó con voz alta y clara:
—Digo yo que el rey Uthil estará ahí arriba.
Sirvió de cierto consuelo oír la voz de Uthil igual de brusca y despreocupada enfrentándose a un hombre que a diez mil.
—¿Eres el hombre al que llaman Yilling el Radiante?
Yilling hizo un estrafalario encogimiento de hombros.
—Alguien tiene que serlo.
—¿El que mató a cincuenta guerreros en la batalla de Fornholt? —preguntó Gorm desde la cima de la Torre de Gudrun.
—No sabría decirte. Estaba matando, no contando.
—¿El que segó de un solo tajo la bestia de proa del barco del príncipe Conmer? —preguntó Uthil.
—El truco está en el juego de muñeca —dijo Yilling.
—¿El que asesinó al rey Fynn y a su clériga indefensa? —ladró Skara.
Yilling no perdió la sonrisa.
—Sí, el mismo. Y tendrías que haber visto lo que acabo de hacerle a mi cena. —Se dio unas palmadas en la tripa con gesto satisfecho—. ¡Eso sí que ha sido una masacre!
—Eres más pequeño de lo que esperaba —dijo Gorm.
—Y tú eres más grande de lo que me atrevía a soñar. —Yilling enrolló un mechón de su melena con un dedo—. Los grandotes hacen mucho ruido cuando los derribo. Me entristece encontrar al Rey de Hierro y al Rompeespadas encerrados como cerdos en pocilga. Confiaba en que os mostraríais ansiosos de probar vuestra esgrima frente a la mía, acero contra acero.
—Paciencia, paciencia. —Gorm se apoyó en las almenas y dejó pender las manos—. Quizá cuando nos conozcamos mejor me preste a matarte.
Uthil asintió con la cabeza, envarado.
—Una buena enemistad, como una buena amistad, tarda en madurar. No se empiezan las historias por el final.
Yilling ensanchó la sonrisa.
—Entonces seré paciente y anhelaré de todo corazón poder mataros a los dos a su debido tiempo. Sería una lástima negar a los escaldos la canción que resultaría de ello.
Gorm suspiró.
—Los escaldos encontrarán algo de qué cantar pase lo que pase.
—¿Dónde está Espina Bathu? —preguntó Yilling, mirando a su alrededor como si esperara encontrarla escondida en el foso—. He matado a mujeres, pero nunca a una de su renombre.
—Sin duda no tardará en presentarte sus respetos —dijo Uthil.
—Sin duda. Es el destino de todo poderoso guerrero cruzarse un día con otro más poderoso. Tal es nuestra mayor bendición y nuestra mayor maldición.
Uthil asintió de nuevo.
—La muerte nos espera a todos.
—¡Ya lo creo! —Yilling extendió los brazos a los lados y meneó los dedos—. Largo tiempo he deseado abrazar a mi señora, pero todavía no he hallado a un guerrero tan diestro como para presentarnos. —Miró el barco en llamas—. ¿Habéis quemado mi barco?
—Un anfitrión cortés ofrece a su invitado un lugar junto al fuego —exclamó Gorm, y la risa burlona corrió entre las almenas. Raith soltó una risita forzada, aunque le costó un esfuerzo heroico.
Pero Yilling se limitó a encogerse de hombros.
—Pues es una pena. Era un buen barco.
—Tenemos barcos para dar y regalar desde que capturamos todos los tuyos —gruñó Gorm.
—Y muy pocos hombres para tripularlos, a fin de cuentas —dijo Yilling, aguando de nuevo la risa. Suspiró mirando las llamas—. Tallé en persona la bestia de proa. Pero, en fin, lo quemado quemado está, como digo siempre, y no puede desquemarse.
Skara se aferró a las almenas.
—¡Has quemado media Trovenlandia sin motivo!
—¡Ah! Tú debes de ser la joven Skara, reina de las pocas partes sin quemar. —Yilling hizo un mohín con sus gruesos labios y miró hacia arriba—. Convertidme en vuestro villano si así lo deseáis, mi reina, y culpadme de todas vuestras calamidades, pero no he roto juramento alguno y mi fuego alberga un noble propósito: veros arrodillada ante el Alto Rey. Eso… y que el fuego es bonito.
—¡Cuesta un instante quemar lo que requiere toda una vida construir!
—Es lo que lo hace bonito. Os arrodillaréis ante el Alto Rey bien pronto, de todos modos.
—Jamás —escupió ella.
Yilling flexionó un dedo.
—Todos dicen lo mismo hasta que les cortan los tendones de las piernas. Entonces, creedme, hincan la rodilla sin rechistar.
—Son solo palabras, mi reina —dijo Jenner el Azul, apartando con suavidad a Skara del parapeto. Pero si las palabras eran armas, Raith tuvo la sensación de que Yilling había salido victorioso del lance.
—¿Te vas a quedar ahí plantado parloteando? —Gorm se desperezó y dio un teatral bostezo—. ¿O quieres acometer nuestras murallas? Hasta los pequeñines hacen mucho ruido cuando los derribo desde esta altura, y me apetece un poco de ejercicio.
—¡Ah, esa sí es buena pregunta! —Yilling miró el cielo amoratado y luego volvió la cabeza hacia sus hombres, ocupados en rodear el cabo de Bail con un anillo cada vez más grueso de acero afilado—. No acabo de decidirme. Echemos una moneda al aire y que decida ella, ¿eh, reina Skara?
El rostro blanquecino de Skara se tensó mientras se agarraba al brazo de Jenner.
—¡Cara, vamos a por vosotros; cruz, nos quedamos!
Yilling lanzó una moneda hacia el cielo, que parpadeó anaranjada a la luz de su barco ardiente, la dejó caer en la hierba y se agachó con los brazos en jarras.
—¿Qué? —dijo Gorm—. ¿Cara o cruz?
Yilling soltó una aguda carcajada.
—¡Pues no lo sé, ha salido rodando! A veces pasa, ¿verdad, Rompeespadas?
—Sí —gruñó Gorm, algo molesto—. A veces pasa.
—Dejémoslo hasta mañana. ¡Tengo la sensación de que seguiréis aquí!
El campeón del Alto Rey dio media vuelta, sin que la sonrisa abandonara sus facciones suaves y lisas, y regresó con paso tranquilo hacia sus hombres. Habían empezado a clavar estacas en el suelo al doble del alcance de los arcos.
Un círculo de punzones con las puntas hacia dentro.