MI TIERRA
La Madre Sol era un borrón en el horizonte oriental, que iba escondiendo poco a poco a sus hijas las estrellas detrás de la férrea cortina gris del alba. La fortaleza se alzaba ante Skara y Laithlin, sombría como un túmulo funerario en el descolorido amanecer, sobrevolada en círculos por cuervos esperanzados.
—Por lo menos ha dejado de llover —musitó Skara, quitándose la capucha.
—Aquel Que Habla El Trueno se ha llevado sus berrinches tierra adentro —dijo la reina Laithlin—. Como todos los chicos, arma mucho escándalo pero se cansa pronto. —Y levantó la mano para acariciar la barbilla del príncipe Druin—. ¿Quieres que lo lleve yo?
—No. —Skara lo abrazó más fuerte—. Puedo con él.
Tener los bracitos del niño en torno al cuello le daba fuerzas. Y los dioses sabían que las necesitaba en aquellos momentos.
El cabo de Bail, símbolo resplandeciente de una Trovenlandia unida, no estaba como lo recordaba. El pueblo a la sombra de la fortaleza, donde una vez había bailado en el festival de verano, estaba en ruinas, todas sus casas carbonizadas o abandonadas. El huerto que había contra la parte de la muralla construida por el hombre estaba estrangulado por la hiedra, y la fruta de la temporada anterior se pudría entre malezas. Dos enormes torres de factura élfica flanqueaban los grandes portones, que en tiempos habían estado decorados con vistosos pendones pero ya solo lucían un hombre colgado de las almenas por una soga chirriante, balanceando los pies descalzos.
Le habían quitado los magníficos aros de oro, la malla reluciente y sus armas doradas, pero Skara lo reconoció con solo mirarlo.
—Es un Compañero de Yilling el Radiante. —Sintió un escalofrío a pesar de la cálida piel que llevaba en los hombros—. Uno de los que incendiaron Yaletoft.
—Y aquí se mece —dijo Laithlin—. Por lo visto, rezar a la Muerte no pospone las citas con ella.
—Esa cita no hay nada que la posponga —susurró Skara.
Quizá debería regocijarse con su muerte, escupir a su cadáver y dar gracias a la Madre Guerra por haber sacado al fin esa astilla de Trovenlandia, pero lo único que sintió fue un eco enfermizo del miedo que había pasado en su anterior encuentro y el temor a no lograr liberarse nunca de él.
Alguien había talado el gran roble que antes se alzaba en el patio de la fortaleza, y los edificios apiñados contra las antiguas murallas élficas tenían un aspecto crudo y afeado sin su sombra. Había guerreros sentados en los rugosos adoquines que rodeaban el tocón, casi todos bebiendo sin parar, comparando heridas y trofeos, limpiando armas, intercambiando historias.
Un aspirante a escaldo estaba componiendo una estrofa y gritaba una y otra vez el mismo verso incompleto, mientras los demás le sugerían formas de terminarlo entre risotadas. Un tejedor de plegarias pronunciaba un elaborado e inacabable agradecimiento a los dioses por la victoria. En algún lugar, alguien aullaba de dolor.
Skara arrugó la nariz.
—¿Qué es ese olor?
—Todo el contenido de los hombres —murmuró la hermana Owd, mirando a un par de esclavos que cargaban un fardo.
Skara se quedó helada al reparar en que era un cadáver, y en que para su horror estaban amontonándolo encima de muchos otros. Un revoltijo blanquecino de extremidades desnudas, manchadas y salpicadas, de bocas entreabiertas y calladas, de ojos que no veían. Una pila de carne que la noche anterior había sido hombres. Hombres a los que había costado años dar a luz, amamantar y enseñar a andar, a hablar, a luchar. Skara se acercó al pecho la cabecita del príncipe Druin, intentando escudar sus ojos.
—¿Debería ver esto? —preguntó en voz baja, deseando no haberlo visto ella.
—Será rey de Gettlandia. Ese es su destino. —Laithlin echó un vistazo impasible a los cuerpos y Skara se preguntó si alguna vez había conocido a una mujer tan magnífica—. Debería aprender a regocijarse con ello. Igual que tú. Al fin y al cabo, esta victoria es tuya.
Skara tragó saliva.
—¿Mía?
—Los hombres discutirán quién de todos tiene más pelo en el pecho y quién brama con más fuerza. Los bardos cantarán sobre el centelleo del acero y la sangre derramada. Pero tuyo fue el plan. Tuya la voluntad. Tuyas las palabras que empujaron a estos hombres hacia tu objetivo.
«Las palabras son armas», le había dicho la madre Kyre. Skara contempló los cadáveres en el patio del cabo de Bail y recordó los muertos del salón de su padre, y más que un crimen vengado lo que vio fueron dos crímenes, y sintió acumularse el remordimiento de uno sobre el dolor lacerante del otro.
—No da sensación de victoria —susurró.
—También has vivido la derrota. ¿Cuál de las dos prefieres?
Skara recordó estar de pie en la popa del Perro Negro, viendo cómo la viga frontal del salón de su abuelo se hundía entre altas lenguas de fuego, y no pudo discutir a la reina cuál de ellas era mejor.
—En el cónclave me impresionaste de verdad —dijo Laithlin.
—¿En serio? Creía… que quizá os enfadaríais conmigo.
—¿Porque hablaste en tu propio nombre y en el de tu país? Ganaría lo mismo enfadándome con la nieve por caer. Tienes dieciocho inviernos, ¿verdad?
—Los tendré este año.
Laithlin negó despacio con la cabeza.
—Diecisiete. Tienes un don.
—La madre Kyre y mi abuelo… intentaron enseñarme a gobernar desde pequeña. Cómo hablar y qué decir. Cómo argumentar, cómo interpretar los rostros, cómo inclinar los corazones… Siempre pensé que era muy mala alumna.
—Lo dudo muchísimo, pero la guerra puede hacer aflorar fuerzas inesperadas. El rey Fynn y su clériga te prepararon bien, pero lo que tú tienes no se enseña. Eres una favorita de Aquella Que Pronunció La Primera Palabra. Tienes esa luz en ti que hace escuchar a los demás. —La reina frunció el ceño mirando a Druin, que contemplaba la masacre en un silencio boquiabierto—. Tengo la sensación de que el futuro de mi hijo podría depender de ese don.
Skara parpadeó.
—Al lado de los vuestros, mis dones son como velas al lado de la Madre Sol. Sois la Reina Dorada…
—De Gettlandia. —Sus ojos pasaron a Skara, brillantes y aguzados—. Los dioses saben que he intentado guiar esta alianza, primero aconsejando la paz y luego urgiendo a la acción, pero para el rey Uthil soy su esposa y para el rey Gorm soy su enemiga. —Apartó un mechón de la mejilla de Skara—. Tú no eres ninguna de las dos cosas. El destino te ha convertido en el equilibrio entre ellos. El fiel del que penden los platillos de esta alianza.
Skara se la quedó mirando.
—No tengo fuerza suficiente para serlo.
—Pues deberás encontrarla. —Laithlin se inclinó y tomó al príncipe Druin de sus brazos—. El poder pesa. Eres joven, prima, pero debes aprender a cargar con él o te aplastará.
La hermana Owd hinchó los mofletes, redondeando más si cabe su redonda cara, mientras veía marcharse a la reina, seguida de sus esclavos, sirvientes y guardias.
—La reina Laithlin siempre ha sido un dechado de buen humor.
—Puedo vivir sin el buen humor, hermana Owd. Lo que necesito son buenos consejos.
La sorprendió lo mucho que se alegró de ver a Raith con vida, pero al fin y al cabo componía la tercera parte de su séquito, y con diferencia la mejor parecida. Estaba sentado con su hermano, riendo junto a un fuego, y Skara sintió una extraña punzada de celos por lo absolutamente cómodos que parecían uno con el otro. Para ser dos hombres salidos a la vez del mismo vientre, era muy sencillo distinguirlos. Raith era el que tenía el labio curvado y un corte reciente bajando por su mejilla. El que desafiaba con la mirada, incluso al cruzarla con Skara, y parecía retener la de ella. Rakki era el que apenas la miró a los ojos y se apresuró a levantarse con el debido respeto cuando Skara se acercó a ellos.
—Te has ganado el descanso —dijo, invitándolo a sentarse con un gesto—. Soy yo quien no es digna de estar en presencia de quienes tanta sangre han derramado.
—También dejasteis manar la vuestra en ese cónclave —dijo Raith, mirando la mano vendada de Skara.
No pudo evitar taparla con la otra.
—Solo la propia.
—Derramar la propia sangre es lo que exige valor. —Raith hizo una mueca al presionar el largo rasguño que bajaba entre su incipiente barba blanca. La marca no le daba peor aspecto. Más bien al contrario.
—He oído que luchaste bien —dijo.
—Siempre lo hace, princesa. —Rakki sonrió y dio a su hermano un puñetazo en el brazo—. ¡El primero en cruzar el portillo! Si no fuera por él, aún podríamos estar fuera esperando.
Raith levantó los hombros.
—Pelear no es una tarea pesada cuando es lo que amas.
—Aun así, mi abuelo siempre me decía que quienes luchan bien deben recibir una recompensa por parte de aquellos por quienes luchan.
Skara se quitó de la muñeca uno de los aros de plata que le había dado Laithlin y se lo tendió. Rakki y Raith lo miraron en silencio. El brazalete tenía marcas de cuchillo de cuando alguien quiso comprobar su pureza en algún momento, pero a Skara le habían enseñado bien el valor de las cosas. Veía que ninguno de los hermanos llevaba aros-moneda y sabía que para ellos no era asunto baladí. Raith tragó saliva mientras levantaba el brazo para cogerlo, pero Skara no lo soltó.
—Luchas por mí, ¿verdad?
Notó un cosquilleo nervioso cuando cruzaron la mirada, con los dedos a punto de tocarse. Entonces él asintió con la cabeza.
—Lucho por vos.
Era brusco y no tenía modales, y por algún motivo Skara se descubrió preguntándose cómo sería besarlo. Oyó el carraspeo de la hermana Owd, notó que le ardía el rostro y se apresuró a soltar el aro.
Raith tuvo que apretar el brazalete para cerrarlo sobre una muñeca tan gruesa que los extremos apenas se tocaban. Era la recompensa por un buen servicio, pero también un símbolo de su servidumbre y un distintivo de a quién servía.
—Tendría que haber acudido a vos tras la batalla, pero…
—Necesitaba que lucharas. —Skara apartó los besos de sus pensamientos y dejó entrar un poco de hierro en su voz—. Ahora necesito que me acompañes.
Skara observó cómo Raith se despedía de su hermano con un abrazo, se levantó con la plata de Skara reluciendo en la muñeca y la siguió. Quizá no fuera realmente su hombre, pero empezaba a entender por qué las reinas tenían Escudos Elegidos. Nada otorga más confianza que tener al hombro un guerrero curtido en batallas.
Cuando Skara había jugado de niña en el gran salón del cabo de Bail, le había parecido espacioso a más no poder. Al entrar lo encontró estrecho, poco iluminado y con olor a podrido, goteras en el techo y humedad en las paredes, visible solo gracias a las tres franjas de luz polvorienta que caían al suelo frío desde ventanas que se abrían hacia la gris Madre Mar. El gran mural que representaba a la reina guerrera Ashenleer y ocupaba una pared entera estaba descascarillado y lleno de ampollas, la armadura era un criadero de moho y la adoración en los rostros de sus cien guardias había quedado reducida a borrones. Un reflejo adecuado para los infortunios de Trovenlandia.
La Silla de Bail seguía en pie sobre el estrado, sin embargo, tallada en clara madera de roble a partir de la quilla de un barco, con el ondulado grano reluciente por los muchos años de uso. En tiempos la habían ocupado reyes. Hasta que el bisabuelo del abuelo de Skara había decidido que era demasiado estrecha para contener todo su culo, y el salón demasiado estrecho para contener todas sus fanfarronadas, y se había hecho tallar otra silla en Yaletoft, y había empezado a construir un lujoso salón nuevo alrededor de ella que maravillaría al mundo entero. Costó veintiocho años terminar el Bosque, y para entonces él ya estaba muerto y su hijo era un anciano.
Y luego Yilling el Radiante lo quemó en una noche.
—Se ve que el combate no ha acabado del todo —refunfuñó Raith.
Gorm y Uthil estaban fulminándose uno al otro con la mirada por encima de la Silla de Bail, con sus clérigos y guerreros meneándose con el lomo erizado alrededor. La hermandad de la batalla no había sobrevivido a la muerte de su último enemigo común.
—Podríamos dejarlo al azar —dijo con voz rasposa el rey Uthil.
—Tú ya tuviste la satisfacción de matar a Dunverk —replicó Gorm—. Yo debería ocupar la silla.
El padre Yarvi se frotó una sien con los nudillos de su mano contrahecha.
—Por todos los dioses, solo es una silla. Mi aprendiz puede tallaros otra.
—No es una silla cualquiera. —Skara se tragó los nervios mientras subía al estrado—. En tiempos se sentó en ella Bail el Constructor. —El rey Uthil y su clérigo fruncían el ceño a su izquierda, Gorm y la suya a su derecha. Ella era el punto de equilibrio entre los dos. Tenía que serlo—. ¿De cuántos barcos nos hemos apoderado?
—Sesenta y seis —dijo la madre Scaer—, entre ellos una bestia dorada de treinta remos por banda, que se dice que es la nave del propio Yilling el Radiante.
El padre Yarvi inclinó la cabeza hacia ella en agradecimiento.
—Fue un plan astucioso, princesa.
—Yo solo planté la simiente —dijo Skara, con una profunda reverencia a los dos reyes—. Vuestra valentía cosechó los frutos.
—La Madre Guerra estuvo con vosotros y nuestra suertedearmas no vaciló. —Gorm hizo girar un pomo de su cadena una y otra vez—. Pero esta fortaleza está lejos de ser segura. La abuela Wexen conoce bien su importancia, estratégica y como símbolo.
—Es una astilla clavada en su carne —dijo Uthil—, y no tardará en intentar arrancársela. Deberíais regresar a Thorlby con mi esposa, princesa. Allí estaréis lejos del peligro.
—Mi respeto por vos no conoce límites, rey Uthil, pero os equivocáis. Mi padre también conocía bien la importancia de esta fortaleza, tanto que murió defendiéndola y está enterrado en los túmulos fuera de la muralla, junto a mi madre. —Skara descendió hasta sentarse en la silla que habían ocupado sus antepasados, con la espalda dolorosamente erguida, como le había enseñado la madre Kyre. Tenía el estómago revuelto, pero debía ser fuerte. Debía gobernar. No quedaba nadie más—. Esto es Trovenlandia. Esta es mi tierra. Este es el lugar exacto en el que debo estar.
El padre Yarvi sonrió con gesto cansado.
—Princesa…
—En realidad soy reina.
Se hizo el silencio. Luego la hermana Owd empezó a subir los peldaños.
—La reina Skara está en lo cierto. Se sienta en la Silla de Bail como única descendiente viva del rey Fynn. Existen precedentes de que una mujer soltera tome la silla por sí misma. —Le tembló la voz bajo la mirada mortífera de la madre Scaer pero continuó, señalando con el mentón la pintura descolorida que se alzaba sobre ellos—. La propia reina Ashenleer, al fin y al cabo, no estaba casada cuando derrotó a los inglingos.
—¿Tenemos a una nueva Ashenleer entre nosotros, pues? —preguntó burlona la madre Scaer.
La hermana Owd ocupó la posición del clérigo a la izquierda de Skara y se cruzó de brazos con determinación.
—Eso aún está por ver.
—Que seáis princesa o reina no tendrá importancia para Yilling el Radiante —atronó Gorm, y Skara notó crecer el acostumbrado temor al oír ese nombre—. Él no se arrodilla ante más mujer que la Muerte.
—Ya estará de camino —dijo Uthil—, y con ánimo de venganza.
«Solo se puede conquistar los miedos afrontándolos. Si los rehúyes, te conquistan ellos a ti». Skara dejó a los reyes esperando y se tomó un momento para calmar los latidos de su corazón, antes de responder:
—Ah, contaba con ello.