A SALVO

El peine de hueso de ballena pulido pasaba y pasaba y pasaba sibilante por el pelo de Skara.

La espada de juguete del príncipe Druin golpeaba y golpeaba y golpeaba un cofre que había en un rincón.

La reina Laithlin parloteaba y parloteaba y parloteaba, como si intuyese que Skara aprovecharía el menor silencio para ponerse a chillar y chillar y chillar.

—Fuera de esa ventana, al sur de la ciudad, acampan los guerreros de mi marido.

«¿Y por qué no nos ayudaron?», quiso replicar Skara a grito pelado mientras contemplaba azorada la extensión de tiendas, pero de su boca manó la frase apropiada, como siempre.

—Deben de ser muchísimos.

—Dos mil quinientos gettlandeses leales, llegados desde todos los confines del país.

Skara notó que los fuertes dedos de la reina Laithlin le giraban la cabeza, con amabilidad pero también con mucha firmeza. El príncipe Druin profirió el agudo grito de batalla de un niño y atacó un tapiz. El peine volvió a bisbisear, como si la solución a todos los problemas estuviera en la correcta disposición del cabello.

—Fuera de esa ventana, al norte, está el campamento de Grom-gil-Gorm. —Los fuegos brillaban cada vez más en el ocaso, extendidos por las colinas oscuras como estrellas sobre el manto del cielo—. Dos mil vansterlandeses a la vista de las murallas de Thorlby. Jamás creí que contemplaría tal cosa.

—O al menos, no con las espadas envainadas —escupió Espina Bathu desde el fondo de la estancia, con la crudeza de un guerrero al arrojar un hacha.

—Ha habido una rencilla en los embarcaderos —musitó Skara.

—Y me temo que no será la última. —Laithlin chasqueó la lengua mientras deshacía un enredo. Skara siempre había tenido el pelo muy revoltoso, pero la reina de Gettlandia no iba a dejarse amedrentar por un par de rizos rebeldes—. Mañana celebraremos un gran cónclave. Serán cinco horas seguidas de gresca, ya lo verás. Si al terminar no hay nadie muerto, lo consideraré una victoria digna de canciones. Ya está.

Laithlin volvió la cabeza de Skara hacia el espejo.

Las silenciosas esclavas de la reina la habían bañado y frotado, y le habían cambiado la ropa mugrienta por seda verde traída en la larga travesía desde la Primera Ciudad, hábilmente entallada para ella. Tenía el dobladillo cosido con hilo de oro y era tan magnífica como la mejor prenda que hubiera llevado puesta en la vida, y eso que Skara había llevado siempre ropa excelente. Tanta, y colocada con tanto esmero por la madre Kyre, que a veces le daba la sensación de que la ropa la llevaba puesta a ella.

Estaba rodeada de fuertes muros, poderosos guerreros, esclavos y lujos. Debería sentirse muy aliviada. Pero al igual que a veces un corredor se paraba a descansar y descubría que no podía levantarse de nuevo, las comodidades hacían que Skara se sintiera débil, mareada y dolorida, apaleada por fuera y por dentro hasta convertirla en un cardenal de cuerpo entero. Casi deseó estar de nuevo a bordo del barco de Jenner el Azul, el Perro Negro, tiritando con la mirada fija en la lluvia y gateando cada dos horas sobre sus rodillas peladas para vomitar por la borda.

—Esto perteneció a mi madre, la hermana del rey Fynn.

Laithlin le puso el pendiente en la oreja con gestos precisos y dejó caer de él unas cadenas de oro finas como telarañas, de las cuales colgaban unas pequeñas gemas rojas que casi tocaron el hombro de Skara.

—Es precioso —logró decir Skara con voz ronca y esforzándose en no devolver encima del espejo. Apenas reconocía a la chica de ojos enrojecidos, demacrada y frágil, que veía en él. Parecía su propio fantasma. Quizá nunca llegó a escapar de Yaletoft. Quizá seguía atrapada allí, esclavizada por Yilling el Radiante para siempre jamás.

Al fondo de la habitación vio a Espina Bathu agachada junto al príncipe, recolocando sus manos diminutas en el puño de su espada de madera y dándole explicaciones en susurros de cómo debía blandirla. Cuando el niño le atizó un golpe en la pierna, Espina sonrió, arrugando la cicatriz con forma de estrella que tenía en la mejilla, y le revolvió el pelo pajizo.

—¡Así me gusta!

Skara solo podía pensar en la espada de Yilling el Radiante, en aquel diamante del pomo refulgiendo en la oscuridad del Bosque, y la chica pálida del espejo empezó a respirar con fuerza y sus manos empezaron a tiritar y…

—Skara. —La reina Laithlin la asió firmemente por los hombros y clavó en ella unos ojos de color gris azulado, duros y penetrantes, que la devolvieron de sopetón al presente—. ¿Puedes decirme lo que ocurrió?

—Mi abuelo esperaba ayuda de sus aliados. —Las palabras brotaron llanas como el zumbido de una abeja—. Esperábamos a los guerreros de Uthil y a los de Gorm, pero no llegaron.

—Continúa.

—Al final se descorazonó. La madre Kyre lo convenció para buscar la paz. Envió una paloma y al poco llegó un águila de la abuela Wexen con su respuesta. Si rendíamos el cabo de Bail, si los guerreros de Trovenlandia regresaban a sus hogares y si concedíamos paso franco por nuestras tierras al ejército del Alto Rey, obtendríamos su perdón.

—Pero la abuela Wexen no perdona —dijo Laithlin.

—Envió a Yilling el Radiante a Yaletoft para saldar las cuentas.

Skara tragó una amarga saliva, y en el espejo se movió el cuello fibroso de la pálida chica. La carita del príncipe Druin tenía la tirantez resuelta del guerrero mientras atacaba con su espada de juguete a Espina, que rechazaba los golpes con los dedos. Los gritos de guerra del pequeño sonaron como aquellos aullidos de dolor y furia en la oscuridad, acercándose, siempre acercándose.

—Yilling el Radiante decapitó a la madre Kyre. Hundió la espada en mi abuelo hasta el puño y lo dejó caer al hogar encendido.

La reina Laithlin levantó las cejas.

—¿Tú… viste cómo ocurría?

Las chispas saltando, el brillo en las sonrisas de los guerreros, la densa sangre goteando de la punta de la espada de Yilling. Skara tomó una trémula bocanada de aire antes de asentir con la cabeza.

—Escapé haciéndome pasar por esclava de Jenner el Azul. Yilling el Radiante tiró una moneda al aire para decidir si lo mataba a él también… pero la moneda…

Aún podía verla girando entre las sombras, reflejando los colores del fuego.

—Los dioses te favorecieron esa noche —susurró Laithlin.

«¿Por qué mataron a mi familia, entonces?», quiso gritar Skara, pero la chica del espejo solo pudo componer una sonrisa enfermiza y murmurar la oración apropiada para dar las gracias a Aquel Que Vuelca Los Dados.

—Te han enviado conmigo, prima. —La reina dio un fuerte apretón a los hombros de Skara—. Aquí estás a salvo.

El Bosque, que había sido el escenario de toda su vida, permanente como una montaña, estaba reducido a cenizas. La alta viga frontal que había visto pasar doscientos años yacía entre las ruinas. Trovenlandia estaba descuartizada como el humo en un vendaval. Nunca más volvería a sentirse a salvo en ningún lugar.

Skara cayó en la cuenta de que se estaba rascando la mejilla. Aún podía sentir el frío contacto de los dedos de Yilling el Radiante.

—Habéis sido todos muy amables —dijo, forzando la voz e intentando reprimir un eructo ácido. Siempre había tenido el estómago débil, pero desde que había desembarcado del Perro Negro sus tripas estaban tan revueltas como sus ideas.

—Eres de la familia, y la familia es lo único que importa. —La reina Laithlin la soltó después de un último apretón—. Tengo que hablar con mi marido y con mi hijo… con el padre Yarvi, quiero decir.

—¿Puedo preguntarte… si Jenner el Azul está aquí todavía?

El descontento de la reina fue palpable.

—Ese hombre es poco más que un pirata.

—¿Sería posible que viniera a verme? ¿Por favor?

Tal vez Laithlin pareciese dura como el pedernal, pero debió de percibir la desesperación en la voz de Skara.

—Lo enviaré aquí. Espina, la princesa acaba de pasar por un calvario. No la dejes sola. Vamos, Druin.

El príncipe dedicó una mirada solemne a Skara desde la altura de su cadera.

—Adiós —dijo, y soltó la espada de madera para correr tras su madre.

Skara se quedó mirando a Espina Bathu. Mirando hacia arriba, porque la Escudo Elegido era mucho más alta que ella. Saltaba a la vista que no le interesaban mucho los peines, ya que llevaba un lado de la cabeza rapado casi al cero y el otro era un enredo de nudos, trenzas y mechones enmarañados, ceñidos con lo que parecía una fortuna considerable en aros-moneda de oro y plata.

Se decía que aquella mujer se había enfrentado sola a siete hombres y había vencido, y que como recompensa había recibido el brazalete élfico que brillaba con un feroz tono amarillo en su muñeca. Era una mujer que lucía filos en lugar de sedas y cicatrices en lugar de gemas. Que pisoteaba lo apropiado con el talón de su bota y no se disculpaba por ello, jamás. Una mujer que preferiría echar abajo una puerta a cabezazos que llamar con los nudillos.

—¿Soy una prisionera? —Skara pretendía que la pregunta sonara desafiante, pero salió como el chillido de un ratón.

La expresión de Espina era difícil de interpretar.

—Sois una princesa, princesa.

—Hasta ahora nunca he encontrado mucha diferencia entre ambas cosas.

—Supongo que nunca habéis estado presa.

Lo dijo con desdén, y ¿cómo reprochárselo? Skara notaba la garganta tan cerrada que le costaba hablar.

—Debes de estar pensando que soy una necia blanda, débil y mimada.

Espina tomó aire de golpe.

—En realidad estaba pensando… en cómo me sentí yo cuando vi a mi padre muerto. —Quizá en su semblante no hubiera ternura, pero sí la transmitió con la voz—. Pensaba en lo que podría haber sido ver cómo lo mataban. Que lo mataran delante de mí y no pudiera hacer otra cosa que mirar.

Skara abrió la boca pero no salió ninguna palabra. En Espina no había desdén, sino lástima, que la estranguló incluso con más fuerza.

—Sé lo que es poner una cara de valentía —dijo Espina—. Pocos lo saben mejor.

Skara creyó que le iba a estallar la cabeza.

—Lo que pensaba —concluyó Espina— es que en tu situación… yo estaría llorando a mares.

Y Skara dejó escapar un sollozo enorme y estúpido. Los ojos se le cerraron, le picaron, lloraron. Sus costillas se sacudieron. Su respiración quedó invadida de silbidos y gorgoteos. Sus manos se mecieron a los lados y le dolió toda la cara por la violencia de su llanto. Una pequeña parte de ella la riñó por aquel comportamiento tan impropio, pero el resto no podía parar.

Oyó unos pasos rápidos y notó que la arropaban como a una niña, la sostenían con fuerza y firmeza, igual que su abuelo lo había hecho mientras veían a su padre arder en la pira. Se abrazó a Espina, le llenó la camisa de babas y aulló palabras a medio articular que ni siquiera ella misma comprendía.

Espina no se movió, no hizo el menor sonido: solo sostuvo a Skara durante un buen rato. Hasta que dejó de temblar. Hasta que los sollozos se transformaron en gemidos y estos en jadeos irregulares. Después, muy poco a poco, Espina la apartó, sacó un retal de tela blanca y, aun teniendo su propia camisa empapada de saliva, limpió una manchita minúscula en el vestido de Skara y le tendió la tela.

—Es para limpiar mis armas, pero supongo que vuestra cara es mucho más valiosa. Quizá más peligrosa también.

—Lo siento —susurró Skara.

—No hay por qué. —Espina hizo bailar con un dedo la llave dorada que llevaba en una cadena al cuello—. Yo suelto muchos más lagrimones cada mañana, cuando despierto y recuerdo con quién me casé.

Y Skara rio y lloró al mismo tiempo, y de su nariz brotó una colosal burbuja. Por primera vez desde aquella fatídica noche, volvía a sentir que se parecía algo a sí misma. Quizá al final sí que había escapado de Yaletoft. Mientras se limpiaba la cara, oyó unos golpes reticentes en la puerta.

—Soy Jenner el Azul.

Cuando el mercader entró encorvado en la habitación, algo en su desaliño la reconfortó. Jenner era la misma persona al timón de un barco que en los aposentos de una reina, y verlo renovó las fuerzas de Skara. Era el hombre que necesitaba.

—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó Espina.

—Eres una mujer difícil de olvidar. —Jenner bajó la mirada hacia la llave que pendía de su cuello—. Enhorabuena por tu matrimonio.

Espina resopló.

—Ni se te ocurra dársela a mi marido. Él todavía no ha abandonado el luto.

—¿Queríais verme, princesa?

—Así es. —Skara se sorbió la nariz y cuadró los hombros—. ¿Qué planes tienes?

—La verdad es que nunca he sido muy de hacer planes. La reina Laithlin me ha ofrecido una buena paga si lucho por Gettlandia, pero… en fin, la guerra es para jóvenes. Puede que me lleve el Perro Negro otra vez Divino arriba. —Miró a Skara e hizo una mueca—. Prometí a la madre Kyre que os traería con vuestra prima.

—Y has cumplido la promesa, a pesar de los muchos peligros. No debería pedirte más.

La mueca se acentuó.

—¿Vais a hacerlo, entonces?

—Esperaba que quizá te quedaras conmigo.

—Princesa, soy un viejo saqueador que lleva veinte años en decadencia, y ni en mi mejor momento era bonito verme.

—No lo dudo. Cuando te vi por primera vez, pensé que estabas tan desgastado como una vieja bestia de proa.

Jenner se rascó un lado de la mandíbula entrecana.

—Una opinión certera —dijo.

—Una opinión de necia. —A Skara se le quebró la voz, pero carraspeó, respiró hondo y prosiguió—: Ahora me doy cuenta de ello. La bestia de proa desgastada es la que ha capeado los peores temporales y, aun así, ha llevado el barco a casa sano y salvo. No necesito belleza, sino lealtad.

La mueca de Jenner se crispó todavía más.

—Toda mi vida he sido libre, princesa. No he seguido más que al próximo horizonte, no me he inclinado más que ante el viento…

—¿El horizonte te lo ha agradecido? ¿El viento te lo ha recompensado?

—No demasiado, lo reconozco.

—Yo sí lo haré. —Skara tomó una de sus manos encallecidas entre las dos propias—. Para ser libre, todo hombre necesita un propósito.

El saqueador miró su mano entre las de la princesa y luego a los ojos de Espina, que se encogió de hombros.

—Un guerrero que no lucha más que por sí mismo es solo un matón —dijo la Escudo Elegido.

—Te he visto puesto a prueba y sé que puedo confiar en ti. —Skara atrajo hacia sí la mirada del viejo saqueador y la retuvo—. Quédate conmigo. Por favor.

—Ay, dioses. —Las patas de gallo de Jenner se le arrugaron al sonreír—. ¿Cómo puedo decir que no a eso?

—No puedes. Di que me ayudarás.

—Soy vuestro hombre, princesa. Lo juro. Pronuncio un juramento-sol y un juramento-luna. —Calló un momento—. ¿Ayudaros a hacer qué, por cierto?

Skara dio un suspiro entrecortado.

—Ya te dije que me encargaré de que Trovenlandia sea libre, de que se reconstruya el salón de mi abuelo y de que los cuervos den buena cuenta del cadáver de Yilling el Radiante, ¿recuerdas?

Las cejas de Jenner el Azul salieron despedidas a lo alto de su frente arrugada.

—Yilling el Radiante está respaldado por todo el poderío del Alto Rey. Cincuenta mil espadas, dicen.

—Solo media guerra se libra con espadas. —Se apretó la sien con un dedo, tan fuerte que le dolió—. La otra media se libra aquí.

—Entonces ¿tenéis un plan?

—Algo se me ocurrirá. —Soltó la mano de Jenner el Azul y miró a Espina—. Tú navegaste con el padre Yarvi hasta la Primera Ciudad, ¿verdad?

Espina estudió a Skara desde lo alto de una nariz torcida por haberse roto muchas veces, intentando discernir qué se removía bajo aquella pregunta.

—Sí, navegué con el padre Yarvi.

—Te batiste en duelo con Grom-gil-Gorm.

—Eso también.

—Eres la Escudo Elegido de la reina Laithlin.

—Sabéis que lo soy.

—Y estando a su hombro seguro que también pasas mucho tiempo en presencia del rey Uthil.

—Más que la mayoría.

Skara terminó de secarse las pestañas. No podía permitirse llorar. Tenía que ser valiente, y lista, y fuerte, por débil y aterrorizada que se sintiera. Tenía que luchar por Trovenlandia, ahora que no quedaba nadie más, y las palabras debían ser sus armas.

—Háblame de ellos —dijo.

—¿Qué queréis saber?

«El conocimiento es poder», solía decir la madre Kyre cuando Skara protestaba por las lecciones interminables.

—Quiero saberlo todo.