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El platillo volante en el que Ford Prefect viajó de polizón dejó pasmado al mundo.

Al fin no cabía duda ni posibilidad de error, ni alucinaciones ni misteriosos agentes de la CIA flotando en los estanques.

Esta vez era verdad, definitivamente. Era absoluta y completamente definitivo.

Había aterrizado con una maravillosa indiferencia hacia todo lo que había debajo y aplastó una amplia zona de uno de los terrenos más caros del mundo, incluida gran parte de los Almacenes Harrods.

El objeto era enorme, de casi kilómetro y medio de diámetro, según calcularon algunos, del color de la plata deslustrada, picado, quemado y desfigurado con las cicatrices de innumerables y encarnizadas batallas espaciales libradas contra feroces fuerzas a la luz de soles desconocidos para el hombre.

Una escalerilla se abrió, cayendo estrepitosamente en el departamento de alimentación de Harrods, demoliendo Harvey Nichols y, con un chirrido final de torturada y pulverizada arquitectura, derrumbó la Torre del Parque Sheraton.

Tras un largo y angustioso momento de estallidos y ruidos de maquinaria rota, por la rampa descendió un inmenso robot plateado, de unos treinta metros de altura.

Alzó una mano.

—Vengo en son de paz —anunció y, al cabo de un largo momento de nuevos chirridos, añadió: Llevadme ante vuestro Lagarto.

Por supuesto, Ford Prefect tenía una explicación que le comunicó a Arthur mientras veían las ininterrumpidas y frenéticas noticias en la televisión, ninguna de las cuales aportaba más información que la del importe de los daños causados por el objeto, que se evaluaba en billones de libras esterlinas, junto con el número de víctimas, y volvían a repetirlo porque el robot sólo estaba allí parado, tambaleándose ligeramente y emitiendo breves e incomprensibles mensajes.

—Procede de una democracia muy antigua, ¿comprendes?

—¿Quieres decir que viene de un mundo de lagartos?

—No —dijo Ford, que entonces estaba en un plan algo más racional y coherente que antes, una vez que se le obligó a beber el café—, no es tan sencillo. No es así de simple. En su mundo, la gente es gente. Los dirigentes son lagartos. La gente odia a los lagartos y los lagartos gobiernan a la gente.

—Qué raro —comentó Arthur—, te había entendido que era una democracia.

—Eso dije. Y lo es —aseguró Ford.

—Entonces, ¿por qué la gente no se libra de los lagartos? —preguntó Arthur, esperando no parecer ridículamente obtuso.

—Francamente, no se les ocurre. Todos tienen que votar, de manera que creen que el gobierno que votan es más o menos lo que quieren.

—¿Quieres decir que efectivamente votan a los lagartos?

—Pues claro —repuso Ford, encogiéndose de hombros.

—Pero —objetó Arthur, volviendo de nuevo a la gran pregunta—, ¿por qué?

—Porque si no votaran por un lagarto determinado —explicó Ford—, podría salir el lagarto que no conviene. ¿Tienes ginebra?

—¿Qué?

—He preguntado —dijo Ford, con un creciente tono de urgencia en la voz—, que si tienes ginebra.

—Ya miraré. Háblame de los lagartos.

Ford volvió a encogerse de hombros.

—Algunos dicen que los lagartos son lo mejor que han conocido nunca. Están totalmente equivocados, por supuesto, entera y absolutamente equivocados, pero alguien se lo tiene que decir.

—Pero eso es terrible —observó Arthur.

—Mira tío —repuso Ford—, si me hubieran dado un dólar altariano cada vez que alguien mira a una parte del Universo y dice «Eso es terrible», no estaría aquí sentado como un limón esperando una ginebra. Pero no tengo ninguno, y aquí estoy. De todos modos, ¿por qué tienes ese aire tan plácido y los ojos como platos? ¿Estás enamorado?

Arthur contestó que sí, que lo estaba, y lo dijo con plácida expresión.

—¿De una chica que sabe dónde esta la botella de ginebra? ¿Me la vas a presentar?

Se la presentó, porque Fenchurch llegó en aquel momento con un montón de periódicos que había comprado en el pueblo. Se detuvo asombrada ante los destrozos que había sobre la mesa y el náufrago de Betelgeuse en el sofá.

—¿Dónde está la ginebra? —preguntó Ford a Fenchurch, y a Arthur—. A propósito, ¿qué fue de Trillian?

—Pues.., ésta es Fenchurch —repuso Arthur, incómodo—. Con Trillian no hubo nada, tú fuiste el último que la vio.

—Ah, sí, se largó a alguna parte con Zaphod. Tuvieron niños, o algo parecido. Al menos —añadió Ford—, eso creo que eran. Zaphod está mucho más calmado, ¿sabes?

—¿De verdad? —dijo Arthur, acudiendo con premura hacia Fenchurch para quitarle los paquetes de la compra.

—Sí —contestó Ford—. Al menos, ahora tiene una cabeza más cuerda que un emú con ácido en el cuerpo.

—¿Quién es éste, Arthur? —preguntó Fenchurch.

—Ford Prefect. Quizá te lo haya mencionado de pasada.