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Como anteriormente hemos observado, a menudo y con exactitud, la Guía del autostopista galáctico es un objeto bastante sorprendente. Y como sugiere el título, fundamentalmente se trata de una guía. El problema —o, mejor dicho, uno de los problemas, porque hay muchos, de los cuales una considerable proporción está obstruyendo los tribunales civiles, comerciales y penales en todas las partes de la Galaxia y especialmente los más corruptos, si es que hay unos más corruptos que otros—, es el siguiente:
La frase anterior tiene sentido. Ese no es el problema. Es éste:
Cambio.
Vuélvalo a leer y lo entenderá.
La Galaxia es un lugar de rápidos cambios. Francamente, hay muchos, todos los cuales están constantemente en movimiento, en continuo cambio. Buena pesadilla, podría pensarse, para un editor consciente y escrupuloso que dedicara todos sus esfuerzos a mantener ese tomo electrónico, enormemente detallado y complejo, en la vanguardia de todas las circunstancias y condiciones cambiantes que se crean en la Galaxia a cada minuto de cada hora de cada día; pero sería una idea equivocada. El error consistiría en no comprender que al editor, como a todos los editores que la Guía haya tenido nunca, se le escapa el verdadero significado de las palabras «escrupuloso», «consciente» y «dedicado», y que sus pesadillas tienden a importarle un comino.
Los artículos se actualizan o no, según, mediante la red Sub-Etha, si se leen bien.
Como por ejemplo, el caso de Brequinda del Foth de Avalars, famosa, mítica y legendaria por las aburridas o idiotizantes miniseries en tres dimensiones como el hogar del grandioso y mágico Dragón de Fuego de Fuolornis.
En la antigüedad, antes del Advenimiento del Sorth de Bragadox, cuando Fragilis cantaba y Saxaquini del Quenelux dominaba; cuando el aire era suave y las noches fragantes; cuando todos afirmaban ser vírgenes, o eso pretendían —aunque cómo demonios podía alguien mantener ni siquiera remotamente esa ridícula pretensión con aquel aire suave, las noches fragantes y todo lo que pudiera imaginarse—, en Brequinda del Foth de Avalars era imposible lanzar un ladrillo sin dar al menos a media docena de dragones de fuego de Fuolornis.
Otra cosa es que uno quisiera hacerlo.
No es que los dragones de fuego no fuesen una especie particularmente amante de la paz, que lo eran. La adoraban hasta el extremo y, en general, su extremada adoración por las cosas constituía con frecuencia un problema particular: a menudo se hace daño al ser que se ama, sobre todo si se es un Dragón de Fuego de Fuolornis con el aliento del motor auxiliar de propulsión de un cohete y dientes como la veda de un parque. Otro problema es que, cuando les daba por ahí, solían hacer bastante daño a los seres queridos de otras personas. Añádase a todo ello el número relativamente pequeño de locos que efectivamente se dedicaban a lanzar ladrillos, y se terminará comprendiendo que en Brequinda del Foth de Avalars había un montón de gente que sufría graves daños por parte de los dragones.
Pero ¿les importaba? Nada en absoluto.
¿Se les oía lamentarse de su destino? No.
En todas las regiones de Brequinda del Foth de Avalars se reverenciaba a los dragones de fuego de Fuolornis por su belleza salvaje, sus nobles modales y su costumbre de morder a los que no los veneraban.
¿Y por qué?
La respuesta es sencilla. Sexo.
Por alguna razón inescrutable, siempre resulta insoportablemente atractivo el hecho de que existan grandes dragones mágicos de aliento de fuego que vuelan bajo en las noches de luna que ya son peligrosas por su fragancia y suavidad.
La razón de ello no habrían sabido darla los habitantes de Bequinda, tan inclinados a los asuntos amorosos, y no se habrían parado a hablar del tema una vez que sentían los efectos, porque en cuanto una bandada de media docena de dragones de fuego de Fuolornis de alas plateadas y piel de gamuza aparecían en el horizonte de la tarde, la mitad de los habitantes de Brequinda se escabullía en el bosque con la otra mitad para pasar juntos una noche de intenso ajetreo, saliendo de la espesura con los primeros rayos de sol sonrientes y felices y afirmando con mucho encanto que seguían siendo vírgenes, aunque un tanto sofocados y pegajosos.
Las feromonas, dijeron algunos investigadores. Algo sónico, afirmaron otros.
El país siempre estaba plagado de investigadores que trataban de llegar al fondo de la cuestión y dedicaban un montón de tiempo a sus estudios.
No es de sorprender que la seductora y gráfica descripción de la Guía sobre la situación general de dicho planeta resultara ser asombrosamente popular entre los autostopistas que se dejaban guiar por ella, de manera que nunca la suprimieron y, en consecuencia, a los viajeros de los últimos tiempos les toca averiguar por sí mismos que la moderna Brequinda, en el Estado Ciudad de Avalars, es poco más que hormigón, antros de striptease y Hamburgueserías el Dragón.