35
Fueron a casa de Arthur, en la campiña occidental, metieron un par de toallas y unas cuantas cosas en una bolsa y se sentaron a hacer lo que todo autostopista galáctico termina haciendo la mayor parte del tiempo.
Esperaron a que pasara un platillo volante.
—Un amigo mío estuvo quince años así —dijo Arthur una noche mientras escrutaban desesperadamente el firmamento.
—¿Quién era ése?
—Se llamaba Ford Prefect.
Se sorprendió haciendo algo que jamás pensaba volver a hacer. Se preguntaba dónde estaría Ford Prefect.
Por una extraordinaria coincidencia, al día siguiente aparecieron dos noticias en el periódico, una relativa al incidente más pasmoso concerniente a un platillo volante, y otra sobre una serie de indecorosos altercados en tabernas.
Ford Prefect apareció al día siguiente con aspecto de tener resaca y quejándose de que Arthur no contestaba al teléfono.
En realidad tenía aspecto de estar gravemente enfermo, no sólo como si le hubiesen arrastrado de espaldas a través de un seto, sino como si por el mismo seto hubiese pasado al mismo tiempo una máquina segadora. Entró tambaleándose en el cuarto de estar de Arthur, rechazando todos los ofrecimientos de ayuda, lo que fue un error porque el esfuerzo que le costaban los ademanes le hizo perder el equilibrio y, al final, Arthur tuvo que arrastrarlo hasta el sofá.
—Gracias, muchas gracias. ¿Tienes… —dijo Ford, quedándose dormido durante tres horas.
—…la menor idea —continuó de pronto cuando revivió—, de lo difícil que resulta conectar con el sistema telefónico británico desde las Pléyades? Ya veo que no, de modo que te lo diré bebiendo ese gran tazón de café que estás a punto de prepararme.
Tambaleándose, siguió a Arthur a la cocina.
—Estúpidas telefonistas que no dejan de preguntarte desde dónde llamas, y tú les dices que desde Letchworth y te contestan que no puede ser, si vienes por ese circuito. ¿Qué estás haciendo?
—Te estoy haciendo un poco de café.
—Ah.
Ford pareció un tanto decepcionado. Miró alrededor con expresión desolada.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Copos de arroz.
—¿Y esto?
—Pimentón picante.
—Ya veo —dijo Ford en tono grave, poniendo al revés los dos paquetes, uno encima de otro; pero como no parecían guardar el equilibrio adecuado, puso el otro encima del uno y dio resultado.
—Tengo un poco de desfase espacial —explicó—. ¿Qué te estaba diciendo?
—Que no podías telefonear desde Letchworth.
—No podía. Le expliqué lo siguiente a la señora: «Si ésa es su actitud, a hacer puñetas Letchworth. En realidad llamo desde una nave de exploración de la Compañía Cibernética Sirius, que en estos momentos se encuentra en el tramo de un viaje por debajo de la velocidad de la luz entre planetas conocidos en su mundo, pero no necesariamente por usted, querida señora.» Le dije «querida señora», porque no quería que se molestara por la indirecta de que era una cretina ignorante…
—Discreto.
—Exacto —corroboró Ford—. Discreto.
Frunció el ceño.
—El desfase espacial es muy malo para las oraciones subordinadas —explicó Ford—. De nuevo tendrás que prestarme tu ayuda para recordarme de qué estaba hablando.
—«…entre estrellas conocidas en su mundo, pero no necesariamente por usted, querida señora…»
—«…como Pléyades Epsilon y Pléyades Zeta» —concluyó Ford en tono triunfal—. Esa parrafada tiene mucha gracia, ¿verdad?
—Toma un poco de café.
—No, gracias. «Y el motivo», proseguí, «por el que la estoy molestando en vez de marcar directamente el número, que podría hacerlo, porque aquí en las Pléyades disponemos de un equipo de telecomunicaciones bastante avanzado, se lo aseguro, es porque ese bandido, hijo de una bestia espacial que pilota esta asquerosa nave, hija de una bestia espacial, insiste en que llame a cobro revertido. ¿Puede creerlo?»
—¿Y podía?
—No sé. En ese momento me colgó. ¡Bueno! ¿Y qué te figuras que hice a continuación? —preguntó Ford con vehemencia.
—No tengo ni idea, Ford —contestó Arthur.
—Lástima. Esperaba que te acordaras de mí. Tengo mucho odio a esos tipos, ¿sabes? Son los más chinches del cosmos, no hacen mas que pasear por el cielo infinito con sus pequeñas y asquerosas naves que nunca funcionan como es debido y, cuando lo hacen, realizan funciones que nadie que esté en sus cabales les pide y —añadió con furia—, ¡se ponen a emitir señales para anunciarte que lo han hecho!
Eso era absolutamente cierto, y representaba una opinión muy respetable y extendida entre los bienpensantes, a quienes se reconoce como tales por el único hecho de que tienen dicha opinión.
La Guía del autostopista galáctico, en un momento de sensata lucidez, que es casi único entre su actual registro de cinco millones, novecientas setenta y cinco mil, quinientas nueve páginas, dice de los productos de la Compañía Cibernética Sirius, que resulta muy fácil olvidar su fundamental inutilidad por la sensación de triunfo que se obtiene al lograr que funcionen.
»En otras palabras —y éste es el fundamento principal en que se basa el éxito galáctico de la Compañía—, sus esenciales defectos de diseño están completamente disimulados por sus imperfecciones superficiales de diseño.
—¡Y ese viajante —vociferó Ford—, iba a vender más! ¡Tenía una representación de cinco años para descubrir y explorar mundos nuevos y extraños con el fin de vender Sistemas Avanzados de Substitutos de la Música a restaurantes, ascensores y tabernas! ¡Y si en los mundos nuevos aún no había restaurantes, ascensores ni tabernas, debía impulsar artificialmente su civilización hasta que los hubiera, maldita sea! ¡Dónde está ese café!
—Lo he tirado.
—Haz un poco más. Acabo de acordarme de lo que hice a continuación. Salvé la civilización, tal como la conocemos. Sabía que era algo así.
Tambaleándose, volvió con aire decidido al cuarto de estar, donde pareció seguir hablando consigo mismo, tropezando con los muebles y haciendo «bip.., bip».
Un par de minutos después, Arthur, sin perder su plácida expresión se reunió con él.
Ford tenía aspecto de perplejidad.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—Haciendo un poco de café —dijo Arthur, que mantenía su plácida expresión.
Hacía mucho que había comprendido que la única manera de estar bien en compañía de Ford, era tener una buena reserva de expresiones muy plácidas y adoptarlas en todo momento.
—¡Te has perdido lo mejor! —gritó Ford—. ¡Te has perdido la parte de cuando me libré de aquel individuo! ¡Tenía que librarme de él en seguida!
Se arrojó temerariamente sobre una silla y la rompió.
—Fue mejor la última vez —comentó malhumorado, señalando vagamente en dirección de otra silla rota cuyos restos había amontonado sobre la mesa del comedor.
—Ya veo —dijo Arthur, echando una plácida ojeada a los restos amontonados—, y, hummm, ¿para qué son los cubitos de hielo?
—¿Cómo? —gritó Ford—. ¿Qué? ¿También te has perdido eso? ¡Esa es la instalación de la animación suspendida! Bueno, tenía que hacerlo, ¿no?
—Eso parece —repuso Ford en tono plácido.
—¡¡¡No toques eso!!! —aulló Ford.
Arthur, que se disponía a colgar el teléfono, que por alguna razón misteriosa estaba descolgado sobre la mesa, hizo una plácida pausa.
—Muy bien —dijo Ford, calmándose—, escúchalo. Arthur se llevó el teléfono al oído.
—Dan la hora —anunció.
—Bip…, bip…, bip —dijo Ford—. Eso es exactamente lo que se oye en la nave de ese individuo, por todas partes, mientras él duerme en el hielo describiendo lentas órbitas en torno a la casi desconocida luna de Sesefras Magna. ¡La hora hablada de Londres!
—Ya veo —repitió Arthur, decidiendo que ya era hora de hacer la gran pregunta.
—¿Por qué? —inquirió en tono plácido.
—Con un poco de suerte, la factura del teléfono arruinará a esos cabrones —auguró Ford.
Sudando, se derrumbó en el sofá.
—De todos modos —añadió—, mi llegada ha sido espectacular, ¿no te parece?