12

Por alguna razón, los bares próximos a las estaciones siempre tienen un algo sombrío, una clase muy especial de desaliño, una particular palidez en las empanadas de cerdo.

Pero peor que las empanadas de cerdo, son los bocadillos.

En Inglaterra persiste la sensación de que preparar un bocadillo interesante, atractivo, o apetitoso es algo pecaminoso que sólo los extranjeros hacen. «Que sean secos», es la consigna oculta en alguna parte de la conciencia colectiva nacional, «que sean como de goma. Si queréis que los puñeteros bocadillos estén frescos, lavadlos una vez a la semana.»

Tomando bocadillos en los bares los sábados a la hora de comer, es como los británicos intentan expiar sus pecados nacionales, cualesquiera que sean. No tienen nada claro qué clase de pecados son, y tampoco quieren saberlo. Ese es el tipo de cosas que uno no quiere saber. Pero sean los que sean, quedan ampliamente purgados por los bocadillos que se obligan a comer.

Si algo hay pedir que los bocadillos, son las salchichas que siempre se encuentran a su lado. Cilindros sin alegría, llenos de cartílagos, que flotan en un mar de algo caliente y triste, con un alfiler de plástico en forma de gorro de jefe de cocina: en recuerdo, podría pensarse, de algún cocinero que odiaba al mundo y murió olvidado y solo entre sus gatos en una escalera de servicio en Stepney.

Las salchichas son para quienes saben cuáles son sus pecados desean expiar alguno en concreto.

—Debe de haber algún sitio mejor —dijo Arthur.

—No hay tiempo —repuso Fenny, consultando el reloj—. Mi tren sale dentro de media hora.

Se sentaron a una mesa pequeña y tambaleante. Sobre ella había unos vasos sucios y varios posavasos empapados de cerveza y con chistes impresos. Arthur invitó a Fenny a un zumo de tomate y él tomó un vaso de agua amarillenta con gas. Y un par de salchichas. No sabía por qué. Las pidió por hacer algo mientras el gas se disolvía en el vaso.

El camarero tiró el cambio en un charco de cerveza sobre la barra, y Arthur le dio las gracias.

—Muy bien —dijo Fenny, mirando al reloj—, cuénteme lo que tenía que contarme.

Tal como cabía esperar, se mostraba sumamente escéptica, y a Arthur se le cayó el alma a los pies. Pensó que la situación no era la más propicia para explicar a Fenny, de pronto indiferente y a la defensiva, que en una especie de sueño desencarnado tuvo la telepática sensación de que la depresión nerviosa que ella había sufrido estaba relacionada con el hecho de que, en contra de lo que parecía, la Tierra había sido demolida para dar paso a una nueva vía de circunvalación hiperespacial, algo que sólo él sabía en la Tierra, pues lo había prácticamente presenciado desde una nave vogona, y que, además, sentía por ella un deseo insoportable en cuerpo y alma y necesitaba acostarse con ella tan pronto como fuese humanamente posible.

—Fenny —empezó a decir.

—Me pregunto si querría usted comprar unas papeletas para nuestra rifa. Es una rifa pequeña.

Arthur alzó bruscamente la vista.

—Es para recaudar fondos para Anjie, que se jubila.

—¿Cómo?

—Y necesita un aparato para el riñón.

Inclinada sobre él había una mujer de mediana edad, delgada y un poco tiesa, con un pulcro vestido de punto y una pulcra gabardina, que esbozaba una pulcra sonrisita, que probablemente recibía muchos lamidos de pulcros perritos.

Llevaba en las manos un taco de papeletas y un bote de colecta.

—Sólo diez peniques cada una —dijo—, así que tal vez pueda comprar hasta dos. ¡Sin arruinarse!

Soltó una risita tintineante y luego un suspiro extrañamente prolongado. Evidentemente, el decir: «¡Sin arruinarse!» le había causado más placer que cualquier otra cosa desde que los soldados americanos estuvieron acantonados en su casa durante la guerra.

—Pues, sí, muy bien —dijo Arthur, rebuscándose el bolsillo con rápido ademán y sacando un par de monedas.

Con enfurecedora lentitud y pulcra teatralidad, si tal cosa existe, la mujer arrancó dos papeletas y se las tendió a Arthur.

—Espero que gane —le deseó la mujer con una sonrisa que se plegó súbitamente como un papel decorativo Japonés—, los premios son muy bonitos.

—Sí, gracias —repuso Arthur, guardando las papeletas con bastante brusquedad y mirando el reloj.

Se volvió hacia Fenny.

Lo mismo hizo la mujer con las papeletas de la rifa.

—¿Y qué me dice usted, señorita? Es para el aparato de Anjie. Se jubila, sabe usted. ¿Sí?

Amplió aún más la sonrisita. Tendría que dejar de sonreír pronto; de otro modo corría el riesgo de que se le abriera la piel.

—Oiga, aquí tiene —dijo Arthur, tendiéndole una moneda de cincuenta peniques con la esperanza de que se marchara.

—¡Vaya! Tenemos dinero, ¿verdad? —dijo la mujer, con un largo suspiro sonriente—. Son de Londres, ¿no?

Arthur deseó que no hablase de un modo tan puñeteramente lento.

—No, está bien, de verdad —dijo, haciendo un gesto con la mano mientras la mujer empezaba a arrancar cinco papeletas con tremenda parsimonia, una por una.

—Pero tengo que darle sus papeletas —insistió la mujer—, de otro modo no podrá reclamar el premio. Hay premios estupendos, ¿sabe? Muy apropiados.

Arthur colocó las papeletas con un movimiento brusco y dio las gracias tan secamente como pudo. La mujer se dirigió de nuevo a Fenny.

—Y ahora, qué me dice…

—¡No! —exclamó Arthur que, blandiendo las últimas cinco papeletas, explicó: son para ella.

—¡Ah, ya entiendo! ¡Qué amable!

Les dirigió una sonrisa empalagosa.

—Bueno, espero que ustedes…

—Sí —le espetó Arthur—, gracias.

La mujer se marchó, por fin, a la mesa de al lado. Arthur se volvió a Fenny con expresión desesperada, y sintió alivio a ver que se estremecía de risa, en silencio.

Suspiró y sonrió.

—¿Dónde estábamos?

—Estaba llamándome Fenny, y yo me disponía a pedirle que no lo hiciera.

—¿Qué quiere decir?

Ella removió el zumo de tomate con la cucharilla.

—Por eso le pregunté si era amigo de mi hermano. O hermanastro, en realidad. Es el único que me llama Fenny, y no le tengo mucho cariño.

—Entonces, ¿cómo…?

—Fenchurch.

—¿Cómo?

—Fenchurch.

¡Fenchurch!

Ella le lanzó una mirada severa.

—Sí —dijo—, y le estoy vigilando como un lince por si me hace la misma pregunta estúpida de todo el mundo, hasta que me dan ganas de gritar. Si lo hace, me sentiré ofendida y decepcionada. Y además, gritaré. Así que, cuidado.

Sonrió, sacudió la cabeza echándose el pelo sobre el rostro y continuó sonriendo a través de los cabellos.

—Bueno —repuso él—, eso es un poco injusto, ¿no?

—Sí.

—Estupendo.

—De acuerdo —cedió ella, riendo, puede preguntármelo. Quizá sea mejor pasar por ello de una vez por todas. Es preferible a que me llame Fenny todo el tiempo.

—Posiblemente…

—Sólo nos quedan dos papeletas, ¿sabe?, y como cuando hablé antes con usted, fue tan generoso…

—Cómo? —espetó Arthur.

La mujer de la gabardina y la sonrisa, y el ya casi vacío cuaderno de papeletas, le pasaba las dos últimas por delante de las narices.

—Pensé en darle la oportunidad a usted, porque los premios son estupendos.

Arrugó la nariz en un gesto de pequeña confidencia.

—De muy buen gusto. Sé que le gustarán. Y ya sabe, son para el regalo de jubilación de Anjie. Queremos regalarle…

—Un aparato para el riñón, sí —dijo Arthur—. Tenga.

Le dio otras dos monedas de diez peniques y cogió las papeletas.

A la mujer pareció ocurrírsele algo. Lo pensó muy despacio. Se veía venir la idea como una ola larga sobre la arena de la playa.

—¡Dios mío! —exclamó—. No estaré interrumpiendo algo, ¿verdad? Los miró con inquietud.

—No, está bien —repuso Arthur, que insistió—. Todo lo que podría estar bien, esta muy bien.

—Gracias —añadió.

—Oiga —insistió la mujer en un arrobado éxtasis de preocupación—, no estarán ustedes.., enamorados, ¿eh?

—Es muy difícil decirlo —repuso Arthur—. Aún no hemos podido hablar.

Miró a Fenchurch. Sonreía.

La mujer asintió con aire de confiada sabiduría.

—Dentro de un momento les mostraré los premios —anunció y se marchó. Arthur se volvió, suspirando, hacia la chica de la que tan difícil le resultaba decir si estaba enamorado.

—Iba a hacerme una pregunta —le recordó ella.

—Sí.

—Podemos hacerla juntos, si quiere —sugirió Fenchurch—. Me encontraron…

—…en una bolsa…

—…en la consigna del equipaje… —dijeron a la vez.—, ..de la estación de la calle Fenchurch —concluyeron.

—Y la respuesta —dijo Fenchurch—, es no.

—Muy bien —repuso Arthur.

—Allí me concibieron.

—Cómo?

—Allí me con…

—¿En la consigna? —gritó Arthur.

—No, claro que no. No sea tonto. ¿Que podrían hacer mis padres en la consigna? —dijo ella, un poco sorprendida ante la idea.

—Pues no sé —farfulló Arthur—, o mejor dicho…

—Fue en la cola de los billetes.

—En la…

—En la cola de los billetes. O eso dicen. Se niegan a dar detalles. Sólo dicen que es increíble lo aburrido que resulta estar en la cola de los billetes en la estación de Fenchurch.

Tomó delicadamente un sorbo del zumo de tomate y miró el reloj. Arthur siguió haciendo unas gárgaras.

—Me tengo que ir dentro de unos dos minutos —anunció Fenchurch—, y ni ha empezado a contarme esa cosa tremendamente extraordinaria que tiene que decir para desahogarse.

—¿Por qué no deja que la lleve a Londres? —preguntó Arthur—. Es sábado, no tengo nada especial que hacer, y…

—No, gracias —repuso Fenchurch—. Es muy amable de su parte, pero no. Necesito estar sola un par de días.

Sonrió y se encogió de hombros.

—Pero…

—Puede contármelo en otra ocasión. Le daré mi número.

El corazón de Arthur latió con fuerza mientras ella escribía a lápiz siete cifras en un trozo de papel y se lo tendía.

—Ahora podemos relajarnos —comentó ella con una sonrisa lenta que llenó a Arthur de tal manera que se creyó a punto de estallar.

—Fenchurch —dijo, saboreando el nombre—, yo…

—Una caja de licor de fresa —dijo una voz apagada—, y también algo que sé que le gustará, un disco de gaitas escocesas.

—Sí, gracias, muy bonito todo —insistió Arthur.

—Pensé que debía enseñárselo —dijo la mujer de la gabardina—, como es usted de Londres…

Se lo mostró orgullosamente a Arthur. Vio que efectivamente se trataba de una caja de licor de fresa y de un disco de gaitas. Eso era.

—Ahora les dejaré tomarse la bebida en paz —se despidió, dando a Arthur una leve palmadita en el agitado hombro—, pero sabía que le gustaría verlo.

Arthur volvió a enlazar su mirada con la de Fenchurch, y de pronto no supo qué decir. Entre los dos había habido un momento especial, pero aquella estúpida y condenada mujer lo echó todo a perder.

—No se preocupe —dijo Fenchurch, mirándole fijamente con el vaso en los labios—. Volveremos a hablar.

Tomó un sorbo.

—Quizá no habría ido tan bien —añadió—, si no hubiera sido por ella. Esbozó una sonrisa forzada y volvió a echarse el pelo por la cara. Era perfectamente cierto.

Tenía que admitir que era perfectamente cierto.