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Aquella noche, mientras daba vueltas por la casa fingiendo atravesar campos de maíz a cámara lenta y estallando a cada paso en súbitas carcajadas, Arthur pensó que hasta soportaría escuchar el disco de gaitas que había ganado. Eran las ocho, y decidió obligarse a escuchar el disco entero antes de llamarla. Tal vez debería dejarlo para mañana. Eso sería lo más sensato. O para la otra semana.

No. Nada de tonterías. La quería y no le importaba quién lo supiera. La quería definitiva y absolutamente, la adoraba, la ansiaba y no había palabras para describir lo que quería hacer con ella.

Hasta llegó a sorprenderse diciendo cosas como «¡Yupi!» mientras saltaba ridículamente por la casa. Sus ojos, su pelo, su voz, todo…

Se detuvo.

Pondría el disco de gaitas. Y luego la llamaría. ¿O quizá la llamaba primero?

No. Haría lo siguiente. Pondría el disco. Lo escucharía hasta el último plañido de las gaitas. Y luego la llamaría. Ese era el orden correcto. Eso es lo que haría.

Tenía miedo de las cosas, por si estallaban al tocarlas.

Cogió el disco. No estalló. Lo sacó de la funda. Abrió el tocadiscos y conectó el amplificador. Ambas cosas sobrevivieron. Sonrió estúpidamente al poner la aguja sobre el disco.

Se sentó y escuchó con aire solemne «Un soldado escocés». Escuchó «Amazing Grace».

Escuchó una pieza sobre algún valle escocés. Pensó en el maravilloso mediodía.

Estaba a punto de marcharse cuando les sorprendieron unas tremendas exclamaciones de jubilo. La espantosa mujer de la gabardina les hacía señas desde el otro lado del local como algún pájaro torpe con el ala rota. Todos los que estaban en el bar se volvieron hacia ellos con aire de esperar alguna respuesta.

No habían escuchado el discursito sobre lo contenta que se iba a poner Anjie con las cuatro libras y treinta peniques que se habían recaudado entre todos para contribuir a su aparato del riñón; apenas se percataron que los de la mesa de al lado habían ganado una caja de licor de fresa, y tardaron unos instantes en comprender que los gritos procedían de la mujer, que les preguntaba si tenían la papeleta número 37.

Arthur descubrió que así era. Miró con rabia el reloj. Fenchurch le dio un empujón.

—Vamos —le dijo—, vaya por ello. No se ponga de mal genio. Suélteles un buen discurso acerca de lo contento que está; luego me llama y me cuenta qué ha pasado. Y quiero oír el disco. Venga.

Le dio un golpecito en el brazo y se fue.

Los clientes del bar encontraron su discurso más efusivo de lo normal. Al fin y al cabo, sólo se trataba de un disco de gaitas.

Mientras lo recordaba y escuchaba la música, Arthur no podía reprimir las carcajadas.