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Durante un despreciable momento, mientras se elevaban, Arthur Dent se permitió pensar que esperaba que sus amigos, que siempre le habían encontrado agradable pero aburrido o, últimamente, aburrido pero agradable, se lo estuvieran pasando bien en la taberna, pero ésa fue la última vez, durante un tiempo, que pensó en ellos.
Siguieron flotando, describiendo lentas espirales entre sí, como semillas de sicomoro cuando caen de los árboles en otoño, sólo que al revés.
Y mientras flotaban, sus mentes cantaban extasiadas por el conocimiento de que lo que estaban haciendo era absoluta, completa y totalmente imposible, en caso contrario, que a la ciencia física le faltaba mucho para estar al día.
La física meneó la cabeza y, mirando en otra dirección, dedicó sus esfuerzos a que la circulación fluyera por Euston Road hacia el paso elevado de la autopista del oeste, a mantener encendidas las farolas y a asegurarse de que cuando alguien tirase una hamburguesa en Baker Street hiciera un ruido sordo al caer.
Disminuyendo tercamente bajo ellos, las filas de luces de Londres. —Londres, no dejaba Arthur de recordarse, no los campos extrañamente coloreados de Krikkit o las remotas márgenes de la Galaxia, de la que unas cuantas motas se extendían apagadamente por el cielo que se abría sobre sus cabezas, sino Londres— oscilaban y giraban, meciéndose y revoloteando.
—Intenta un descenso en picado —dijo a Fenchurch.
—¿Qué?
Su voz sonaba extrañamente clara pero lejana en la vasta oquedad del aire; era palpitante y tenía una leve nota de incredulidad. Todo ello: claridad, levedad, lejanía, palpitación, al mismo tiempo.
—Estamos volando… —dijo ella.
—Un poco —repuso Arthur—. No lo pienses. Intenta un descenso en picado.
—Un descen…
Su mano enlazó la de él; al momento, su peso se unió al de Arthur y, asombrosamente, desapareció en pos de su compañero, agarrándose desesperadamente a la nada.
La física miró de reojo a Arthur, quedándose boquiabierta al ver que él también había desaparecido, mareado de la vertiginosa caída, gritando todo él menos su voz.
Cayeron a plomo porque estaban en Londres y allí no pueden hacerse estas cosas.
No pudo cogerla porque estaban en Londres y no a un millón y medio de kilómetros de allí; a mil doscientos diez kilómetros para ser exactos, en Pisa, Galileo demostró claramente que dos cuerpos caen a la misma velocidad de aceleración independientemente del peso de cada cual.
Cayeron.
Arthur comprendió al caer, aturdida y vertiginosamente, que si iba a pasearse por el cielo creyendo todo lo que dicen los italianos sobre física cuando ni siquiera saben cómo enderezar una simple torre, entonces tendrían serios problemas, y vaya si caía mucho más de prisa que Fenchurch.
La cogió por arriba, esforzándose por agarrarla bien de los hombros. Lo logró.
Estupendo. Ahora caían juntos, lo que era muy romántico y tierno pero no resolvía el problema fundamental, que consistía en que estaban cayendo y el suelo no esperaba a ver si tenían algún truco más escondido en la manga, sino que subía a su encuentro como un tren expreso.
Arthur no podía aguantar el peso de Fenchurch, no había nada en qué apoyarlo. Lo único que se le ocurrió fue que, evidentemente, iban a morir, y que si quería que sucediera algo que no fuese evidente, tendría que hacer lo contrario de lo evidente. Con eso sintió que se encontraba en territorio familiar.
La soltó, la empujó y, cuando ella volvió el rostro hacia él con una mueca de pasmado horror, la enlazó del dedo meñique y la lanzó hacia arriba, yendo torpemente en pos de ella.
—¡Mierda! —exclamó Fenchurch, sentándose sofocada y sin aliento en nada en absoluto y, después, cuando se recuperó, ascendieron volando hacia la noche.
Justo por debajo de las nubes descansaron y escudriñaron la imposible ruta que habían seguido. El suelo no era algo que pudiera contemplarse con una mirada fija o firme, sino sólo de reojo, por decirlo así, de pasada.
Fenchurch intentó atrevidamente unos cuantos descensos en picado y descubrió que si calculaba bien cuándo venía un golpe de viento, podría realizar algunos bastante sorprendentes con una pequeña pirueta al final, seguida de una caída a plomo que le levantaba el vestido en tomo al cuerpo, y ahí es donde los lectores deseosos de saber qué ha sido de Marvin y Ford Prefect durante todo este tiempo deberían acudir a los últimos capítulos, porque Arthur ya no podía esperar más y la ayudó a quitárselo.
El vestido flotó y se alejó barrido por el viento hasta convertirse en una mota que terminó desapareciendo y, por diversas y complejas razones, revolucionando a una familia de Hounslow, sobre cuyo tendedero apareció colgado por la mañana.
En un abrazo mudo, flotaron hasta que se encontraron nadando entre los nebulosos espectros de humedad que se ven orlando las alas de un avión, pero que nunca se sienten, porque uno va calentito dentro del mal ventilado aeroplano, mirando por la arañada ventanita de plástico mientras el hijo de algún viajero trata pacientemente de verterle leche caliente en la camisa.
Arthur y Fenchurch los sentían, finos, tenues y fríos, ciñendo sus cuerpos, muy suaves, muy yertos. Ambos pensaron, incluso Fenchurch, protegida de los elementos sólo por un par de prendas de Marks & Spencer, que si no iban a dejarse inquietar por la ley de la gravedad, el simple frío o la escasez de atmósfera podían largarse con viento fresco.
Las dos prendas de Marks & Spencer que, mientras Fenchurch se elevaba entre la oscura masa nubosa, Arthur quitó muy, muy despacio, pues es la única manera posible de hacerlo cuando uno está volando sin utilizar las manos, también crearon un alboroto considerable a la mañana siguiente al caer en Isleworth y Richmond, la parte de arriba y la de abajo, respectivamente, por la parte de norte a sur.
Tardaron mucho tiempo en emerger de las voluminosas nubes y cuando al fin salieron, bastante húmedos —Fenchurch describiendo lentos giros como una estrella de mar mecida por la marea—, descubrieron que por encima de ellas es donde la noche está verdaderamente iluminada por la luna.
La luz es brillante, aunque opaca. Allá arriba hay montañas, distintas, pero montañas al fin y al cabo, con sus blancas nieves árticas.
Salieron por la parte superior del denso cúmulo y empezaron a recorrer perezosamente sus contornos, mientras Fenchurch, a su vez, quitaba la ropa a Arthur, y cuando le liberó de todas las prendas, éstas emprendieron el descenso, sorprendidas, entre la blancura que todo lo envolvía.
Le besó, le besó la nuca, el pecho, y continuaron flotando, describiendo lentos giros en una especie de muda T que hasta habría hecho agitar las alas y emitir unas tosecitas a un Dragón de Fuego de Fuolornis, si alguno hubiese pasado por allí repleto de pizza.
Claro que en las nubes no había dragones de fuego de Fuolornis, ni tampoco podía haberlos porque, como los dinosaurios, los dodos, y el gran Drubbered Wintwock de Stegbartle Mayor en la constelación Fraz, y a diferencia de los Boeing 747 de los que hay un abundante surtido, lamentablemente están extinguidos y su especie ya no volverá a verse en el Universo.
El motivo de que en la anterior lista aparezcan los Boeing 747, no deja de tener relación con el hecho de que algo muy similar apareció en la vida de Arthur Dent y Fenchurch unos momentos después.
Son enormes, aterradoramente grandes. Cuando se acerca uno, se nota. Hay una estruendoso acometida de aire, una pared móvil de viento ululante que te desplaza violentamente si se es lo bastante inconsciente como para hacer algo remotamente parecido a lo que Arthur y Fenchurch estaban haciendo en las proximidades, como mariposas en la guerra relámpago.
Aquella vez, sin embargo, hubo una descorazonadora caída o pérdida de nervios, un reagrupamiento momentos después y una idea nueva y maravillosa que la bofetada de ruido remachó.
La señora E. Kapelsen, de Boston, Massachusetts, era una anciana y efectivamente sentía que su vida tocaba a su fin. Había visto muchas cosas, algunas de las cuales la dejaron perpleja y muchas la aburrieron, tal como descubría, con cierta intranquilidad, en aquella tardía etapa. Todo había sido muy agradable, pero quizás demasiado comprensible, demasiado rutinario.
Con un suspiro levantó la pequeña persiana de plástico y miró por encima del ala.
Al principio creyó que debía llamar a la azafata, pero luego se dijo no, maldita sea, nada de eso, aquello era para ella sola.
Cuando las dos inexplicables personas se separaron del ala y se sumieron en la estela del avión, la señora Kapelsen se había animado muchísimo.
En particular, le había aliviado mucho la idea de que prácticamente todo lo que le habían contado en la vida, era un error.
A la mañana siguiente, Arthur y Fenchurch se despertaron muy tarde en el callejón a pesar de los continuos lamentos de muebles que estaban restaurando.
A la noche siguiente lo repitieron todo de nuevo, sólo que esta vez con walkman Sony.