5
La Guía del autostopista galáctico es una institución poderosa. En realidad, su influencia es tan prodigiosa, que su plantilla editorial debió redactar normas estrictas para evitar abusos. De manera que a ninguno de sus investigadores de campo le está permitido aceptar clase alguna de servicios, descuentos o trato preferente a cambio de favores editoriales, salvo si:
a) Han intentado de buena fe pagar por su servicio en la forma acostumbrada;
b) Su vida corre peligro;
c) Les viene en gana.
Como invocar la tercera norma significaba darle una participación al editor, Ford siempre prefería hacerse el tonto con las dos primeras.
Salió a la calle y echó a andar a paso vivo.
El aire era sofocante, pero le gustaba porque era un aire sofocante de ciudad, lleno de olores excitantes y desagradables, de música peligrosa y del lejano rumor de tribus policiales en guerra.
Llevaba la bolsa con un movimiento de suave balanceo que le permitiera lanzarla contra cualquiera que pretendiese quitársela sin pedírsela. Contenía todas sus pertenencias, que por el momento no eran muchas.
Una limusina pasó por la calle a toda velocidad, sorteando los montones de basura humeante y asustando a un lobo viejo que merodeaba por allí y, dando tumbos, se apartó de su camino, tropezó contra el escaparate de un herbolario, disparó una gimiente alarma, avanzó a trompicones por la calle y luego fingió caer por los escalones de un pequeño restaurante italiano donde sabía que le tomarían una fotografía y le darían de comer.
Ford iba en dirección norte. Pensaba que tal vez llegaría al puerto espacial, pero eso ya lo había pensado antes. Sabía que estaba atravesando esa parte de la ciudad donde los planes de la gente cambian a menudo de forma bastante brusca.
—¿Quieres pasar un buen rato? —preguntó una voz desde un portal.
—Hasta el momento —repuso Ford—, lo estoy pasando bien. Gracias.
—¿Eres rico? —preguntó otra voz.
Eso arrancó una carcajada a Ford.
Se volvió y extendió los brazos con un gesto amplio.
—¿Tengo pinta de rico? —inquirió.
—No lo sé —contestó la chica—. Quizá sí, quizá no. A lo mejor te haces rico. Hago un servicio muy especial para la gente rica…
—¿Ah, sí? —dijo Ford, intrigado pero cauteloso—. ¿Y en qué consiste?
—Les digo que ser rico está muy bien.
Hubo una erupción de disparos desde una ventana muy por encima de ellos, pero no se trataba más que de un bajista a quien mataban por tocar tres veces seguidas un riff equivocado, y los bajistas abundan muchísimo en la ciudad de Han Dold.
Ford se detuvo y atisbó en el interior del oscuro portal. —¿Que haces qué? —preguntó.
La chica rió y salió un poco de la oscuridad. Era alta, y tenía esa especie de timidez serena que da tan buenos resultados si se sabe utilizar.
—Es mi especialidad —explicó—. Soy licenciada en Economía Social y tengo facilidad para ser muy convincente. A la gente le encanta. Sobre todo en esta ciudad.
—¡Jodonar! —dijo Ford Prefect, que era una palabra especial de Betelgeuse que empleaba cuando sabía que debía decir algo, pero no sabía qué debía decir.
Se sentó en un escalón y sacó de la bolsa una toalla y una botella de Ul' Janx Spirit. La abrió y limpió el gollete con la toalla, lo que tuvo el efecto contrario del que se pretendía: al momento, el aguardiente mató millones de microbios que poco a poco habían creado una civilización compleja e ilustrada sobre los trozos más hediondos de la toalla.
—¿Quieres un poco? —ofreció, después de tomar un trago.
La chica se encogió de hombros y aceptó la botella que le tendían.
Se quedaron sentados durante un rato, oyendo apaciblemente el clamor de las alarmas antirrobo de la manzana de al lado.
—Da la casualidad de que me deben un montón de dinero —dijo Ford—. Así que, si lo cobro alguna vez, ¿podría venir a verte?
—Pues claro, aquí estaré —contestó la chica—. ¿Cuánto es un montón de dinero?
—Quince años de salarlo atrasado.
—¿Por hacer qué?
—Por escribir dos palabras.
—¡Zarquon! —exclamó la chica—. ¿Cuál de las dos te llevó más tiempo?
—La primera. Una vez que pensé en ésa, la segunda se me ocurrió de pronto una tarde, después de comer.
Una enorme batería electrónica fue lanzada por la ventana de arriba y se hizo pedazos en la calle, delante de ellos.
En seguida se comprobó que algunas de las alarmas antirrobo de la manzana de al lado habían sido deliberadamente accionadas por una de las tribus policiales para tender una emboscada a otra. En la zona convergieron coches con sirenas ululantes, sólo para ser eliminados uno a uno por helicópteros que aparecían zumbando por el aire entre los gigantescos rascacielos de la ciudad.
—En realidad —dijo Ford a gritos, para que se le oyera por encima del estrépito—, no fue exactamente así. Escribí muchísimo pero me lo mutilaron.
Volvió a sacar la Guía del bolso.
—Y entonces, el planeta fue demolido —gritó—. Un trabajo que valió realmente la pena, ¿eh? Pero a pesar de todo, me lo tienen que pagar.
—¿Trabajas para eso? —gritó la chica, a su vez.
—Sí.
—Vaya número.
—¿Quieres ver lo que escribí? —preguntó Ford, chillando— ¿Antes de que lo borren? Las últimas revisiones se emitirán esta noche por la red. Alguien debe de haber averiguado que el planeta en el que pasé quince años ya ha sido demolido. En las últimas revisiones se les pasó, pero no se les puede pasar siempre.
—Se está haciendo imposible hablar, ¿verdad?
—¿Cómo?
La chica se alzó de hombros y señaló hacia arriba.
Sobre sus cabezas había un helicóptero que parecía envuelto en una escaramuza particular con el grupo musical del piso de arriba. Del edificio salía humo. El ingeniero de sonido estaba colgado de la ventana por la punta de los dedos, y un guitarrista enloquecido aporreaba una guitarra en llamas. El helicóptero disparaba contra todos ellos.
—¿Nos marchamos?
Deambularon por la calle, lejos del ruido. Se encontraron con un grupo de teatro callejero que intentó representarles una obra corta sobre los problemas del centro de la ciudad, pero luego desistieron y desaparecieron en el pequeño restaurante cuyo cliente más reciente había sido el lobo.
Ford no dejaba ni por un momento de hurgar en los mandos del interface de la Guía. Se metieron en un callejón. Ford se puso de cuclillas encima de un cubo de basura mientras la pantalla de la Guía se inundaba de información.
Localizó su artículo.
«Tierra: Esencialmente inofensiva»
Casi Inmediatamente, la pantalla se convirtió en una masa de mensajes del sistema.
—Ahí llega —anunció.
«Espere, por favor», decían los mensajes. «La Red Sub-Etha está actualizando los artículos. El presente artículo se encuentra en revisión. El sistema estará parado durante diez segundos.»
Una Iimusina de color gris metálico pasó despacio por el final del callejón.
—Oye —dijo la chica—, si te pagan, ven a verme. Soy una chica trabajadora, y por ahí hay gente que me necesita. Tengo que marcharme.
Desechó las protestas medio articuladas de Ford, y lo dejó deprimido, sentado sobre el cubo de basura, dispuesto a ver cómo un largo período de su vida laboral se disipaba electrónicamente en el éter.
En la calle, las cosas se habían calmado un poco. La batalla policial se había trasladado a otros sectores de la ciudad; los pocos supervivientes del grupo de rock decidieron aceptar sus diferencias musicales y proseguir sus carreras en solitario; el grupo de teatro callejero salía del restaurante italiano acompañado del lobo, a quien llevaban a un bar que conocían donde lo tratarían con cierto respeto; y un poco más allá, la Iimusina gris metalizada se había estacionado silenciosamente junto a la acera.
La chica se apresuro hacia el coche.
Tras ella, en la oscuridad del callejón, una luminosidad parpadeante y verdosa bañaba el rostro de Ford Prefect, a quien poco a poco el asombro le fue poniendo los ojos dilatados.
Pues donde esperaba no encontrar nada, un artículo borrado, cancelado, vio en cambio un incesante torrente de datos: textos, diagramas, cifras e imágenes, emocionantes descripciones de la práctica del surf en playas de Australia, de la fabricación del yoghurt en las islas griegas, de restaurantes de Los Angeles a los que no había que ir, de trueques monetarios que no había que hacer en Estambul, del mal tiempo que había que evitar en Londres, bares adonde ir en todas partes. Páginas y páginas. Allí estaba todo, todo lo que él había escrito.
Con el ceño cada vez más fruncido por la absoluta incomprensión, lo repasó todo hacia adelante y hacia atrás, deteniendo se aquí y allá en diversos artículos.
«Consejos para extranjeros en Nueva York:
»Aterrice en cualquier sitio, en Central Park, donde sea. Nadie se molestará y, en realidad, nadie se enfadará.
»Supervivencia: Consiga inmediatamente un empleo de taxista. El trabajo de taxista consiste en llevar a la gente a donde quiera ir en grandes coches amarillos llamados taxis. No se preocupe si no sabe cómo funciona el coche, ni habla la lengua, ni comprende la geografía o incluso la topografía fundamental de la zona; tampoco piense en si le brotan de la cabeza largas antenas de color verde. Créame, ésa es la mejor manera de pasar inadvertido.
»Si tiene usted un cuerpo verdaderamente extraño, trate de exhibirlo por la calle y pida dinero a cambio.
»Las formas de vida anfibias procedentes de los mundos encuadrados en los sistemas de Swuling, Noxlos o Nausalia disfrutarán de manera especial en el río East que, según dicen, es mucho más rico en esas exquisitas sustancias nutritivas y regeneradoras que el fango más fino y virulento que se haya conseguido hasta la fecha en un laboratorio.
»Diversiones: Esta es la sección más importante. Resulta imposible encontrar mayor diversión, sin electrocutarse, los centros del placer…» Ford dio al interruptor, que ahora tenía la inscripción de «Mode Execute Ready», en vez del anticuado «Access Standby», que desde mucho tiempo atrás sustituyó al pasmoso «Off», tan de Edad de Piedra.
Se trataba de un planeta que él había visto completamente destruido con sus propios ojos o, más exactamente, cegado por la infernal disolución del aire y la luz; que sintió bajo sus pies cuando el suelo empezó a golpearle como un martillo, brincando con violencia, surgiendo, absorbido por oleadas de energía que manaban de las odiosas naves amarillas de los vogones. Y al final, cinco segundos después del momento que creía último y definitivo, experimentó el nauseabundo vaivén de la desmaterialización cuando Arthur Dent y él fueron precipitados a la atmósfera convertidos en un rayo de luz, como en una retransmisión deportiva.
No cabía error, no había posibilidad de equivocación. La Tierra estaba completa y definitivamente destruida. De una vez por todas, para siempre. Fundida en el espacio.
Y sin embargo, ahí —volvió a conectar la Guía— estaba su propio artículo sobre cómo divertirse en Bournemouth, en el condado de Dorset, Inglaterra, del que siempre se había sentido orgulloso por considerarlo como uno de los mayores ejemplos de barroca que jamás hubiera escrito. Volvió a leerlo y movió la cabeza de puro asombro.
De pronto comprendió la solución del problema, que era la siguiente: estaba ocurriendo algo muy extraño; y si pasaba algo verdaderamente raro, quería que también le sucediera a él.
Volvió a guardar la Guía en la bolsa, salió de prisa hacia la calle y prosiguió la marcha.
Otra vez en dirección norte, pasó delante de una limusina gris metalizado estacionada junto a la acera, y oyó en un portal cercano una voz suave que decía:
—Está bien, cariño, está muy bien, tienes que aprender a no tener remordimientos. Fíjate en cómo está estructurada toda la economía…
Ford sonrió, dio la vuelta por la siguiente manzana, que estaba en llamas, encontró un helicóptero de la policía que parecía vacío y abandonado en la calle, forzó la puerta, entró, se puso el cinturón de seguridad, cruzó los dedos y se lanzó hacia el cielo con una maniobra inexperta.
Ascendió en zigzag, peligrosamente, entre los muros de la ciudad, que formaban profundos desfiladeros, y una vez que los hubo rebasado, se precipitó entre la nube de humo que pendía de manera permanente sobre la ciudad.
Diez minutos después, con todas las sirenas del helicóptero sonando con estruendo y el cañón de fuego rápido disparando al azar entre las nubes, Ford Prefect descendió a toda velocidad entre las torres de señalización y las luces de las pistas de aterrizaje del puerto espacial de Han Dold, donde se paró como un mosquito gigantesco, sorprendido y muy ruidoso.
Como no lo había estropeado demasiado, pudo cambiarlo por un billete de clase preferente para la primera nave que salía del sistema, instalándose en una de sus enormes y voluptuosas butacas, que envolvió su cuerpo.
Esto va a ser divertido, se dijo para sí mientras la nave parpadeaba en silencio por las demenciales distancias del espacio profundo y el servicio de pasajeros iniciaba su extravagante actividad.
—Sí, por favor —decía a las azafatas siempre que se acercaban a ofrecerle cualquier cosa.
Sonrió con una extraña especie de alegría maniática al repasar de nuevo el artículo, misteriosamente reintroducido, sobre el planeta Tierra. Tenía una parte muy importante del trabajo sin acabar a la que podría dedicarse ahora, y se sentía sumamente contento de que la vida le hubiese brindado de pronto un objetivo serio que alcanzar.
De repente se le ocurrió pensar dónde estaría Arthur Dent, y si sabría lo que pasaba.
Arthur Dent se encontraba a mil cuatrocientos treinta y siete anos luz de distancia, a bordo de un Saab y preocupado.
A sus espaldas, en el asiento trasero, había una chica por la que, al entrar, se dio un golpe en la cabeza contra la puerta. No estaba seguro de si se debió a que era la primera hembra de su especie en la que ponía los ojos desde hacía años o a otra cosa, pero el caso es que se quedó estupefacto al ver… Es absurdo, pensó. Tranquilízate, dijo para sí. No te encuentras, prosiguió con la voz interior más firme de que era capaz, en buenas condiciones para juzgar las cosas de manera racional. Acabas de hacer autostop a lo largo de más de cien mil años luz a través de la Galaxia, estás muy cansado y un tanto confuso; además, te hallas en una situación sumamente vulnerable. Relájate, no te dejes dominar por el pánico, concéntrate y respira hondo.
Se volvió en el asiento.
—¿Estás seguro de que se encuentra bien? —preguntó de nuevo.
Aparte del hecho de que, para él, la chica era enloquecedoramente hermosa, apenas podía distinguir algo más: si era alta, qué edad tenía, cuál era el tono exacto de sus cabellos. Y tampoco podía hacerle ninguna pregunta directa, porque, lamentablemente, estaba del todo inconsciente.
—Sólo está drogada —contestó su hermano, encogiéndose de hombros y sin desviar la vista de la carretera.
—Y eso está bien, ¿no? —dijo Arthur, alarmado.
—A mí me viene bien —repuso el hermano.
—¡Ah! —comentó Arthur que, al cabo de pensarlo un momento, añadió—. Bueno.
Hasta el momento, la conversación había ido asombrosamente mal.
Tras una profusión de saludos iniciales, Russell y él habían descubierto que no se caían nada simpáticos el uno al otro, el hermano de la chica maravillosa se llamaba Russell, nombre que, para Arthur, siempre sugería hombres musculosos de bigote rubio y cabellos peinados con secador, que a la menor provocación se ponían esmoquin de terciopelo y camisa con chorreras y que en esa situación había que prohibirles por la fuerza que hablasen de partidas de billar.
Russell era un hombre musculoso y llevaba un bigote rubio. Tenía el cabello fino, peinado con secador. Para ser justo con él —aunque Arthur no veía la necesidad de serlo, aparte de por simple ejercicio mental—, debía reconocer que él mismo, Arthur, tenía un aspecto bastante siniestro. No se puede viajar a lo largo de cien mil años luz en compartimientos de equipaje sin empezar a desgastarse un poco, y Arthur parecía bastante raído.
—No es heroinómana —explicó Russell de pronto, como si tuviese la precisa idea de que pudiera serlo alguna otra persona que viajara en el coche—. Está bajo los efectos de un sedante.
—Pero eso es horrible —observó Arthur, volviéndose para mirarla otra vez.
La chica pareció removerse un poco y la cabeza le resbaló de lado sobre el hombro. Los cabellos negros se le deslizaron sobre el rostro, oscureciéndolo.
—¿Qué le ocurre? ¿Está enferma?
—No —contestó Rusell—. Sólo loca de atar.
—¿Cómo? —dijo Arthur, horrorizado.
—Chota, completamente chiflada. La llevo al hospital otra vez, y les voy a decir que le den otro repaso. Le dejaron salir cuando aún creía que era un puercoespín.
—¿Un puercoespín?
Russell dio unos violentos bocinazos a un coche que apareció en una curva por en medio de la carretera y en dirección hacia ellos, lo que les obligó a girar bruscamente. La ira parecía sentarle bien a Russell.
—Bueno, a lo mejor no era un puercoespín —explicó después de serenarse de nuevo—. Aunque tal vez fuese más fácil tratarla si lo creyese. Si alguien cree que es un puercoespín, se le puede dar simplemente un espejo y unas fotografías de puercoespines y decirle que las compare con su propia persona, para que vuelva cuando se sienta mejor. Al menos, la ciencia médica podría ocuparse de ello, ésa es la cuestión. Aunque eso no parece suficiente para Fenny.
—¿Fenny…?
—¿Sabes lo que le regalé en Navidad?
—Pues no.
—El Diccionario de Medicina de Black.
—Bonito regalo.
—Eso pensé. Miles de enfermedades, todas en orden alfabético.
—¿Y dices que se llama Fenny?
—Sí. Le sugerí que eligiese. Todas las enfermedades que aquí ves tienen cura. Se pueden recetar los medicamentos adecuados. Pero no, ella ha de tener algo diferente. Sólo para complicarse la vida. Ya era así en el colegio, ¿sabes?
—¿En el colegio?
—Sí. Tropezó jugando al hockey y se rompió un hueso que nadie conocía.
—Comprendo lo que pueden molestar esas cosas —dijo Arthur en tono de duda.
Se llevó una buena decepción al saber que la chica se llamaba Fenny. Era un nombre bastante soso y ridículo, como el que una tía solterona y desagradable se pondría a sí misma si no pudiera soportar dignamente el nombre de Fenella.
—No es que no me diera pena —prosiguió Russell—, pero resultaba un poco molesto. Estuvo cojeando durante meses.
Redujo la marcha.
—Te bajas aquí, ¿verdad?
—Ah, no —repuso Arthur—, ocho kilómetros más adelante. Si no es molestia.
—Conforme —dijo Russell tras hacer una pausa muy breve para indicar que no lo era.
Volvió a acelerar.
En realidad, era el desvío que debía tomar, pero Arthur no podía marcharse sin averiguar algo más sobre aquella muchacha que tanta impresión le había causado sin haber siquiera vuelto en sí. Podría tomar cualquiera de los dos desvíos siguientes.
Iban en dirección al pueblo en donde Arthur había tenido su hogar, aunque su mente vacilaba al tratar de imaginar lo que encontraría allí. Había visto sitios conocidos que pasaban rápidamente, como fantasmas en la oscuridad, que le causaron estremecimientos que sólo las cosas muy normales pueden producir cuando se ven de improviso y a una luz poco familiar.
En su cómputo personal del tiempo, hasta el punto en que era capaz de calcularlo tras vivir en las extrañas órbitas de soles lejanos, hacía ocho años que se había marchado, pero no podía saber cuánto tiempo había pasado en el lugar donde ahora se encontraba. En realidad, los acontecimientos que hubieran ocurrido superaban su agotada capacidad de comprensión, porque este planeta, su hogar, no debería estar aquí.
Ocho años atrás, a la hora de comer, este planeta había sido demolido, destruido por completo, por las enormes naves amarillas de los vogones, que se cernieron en el cielo de mediodía como si la ley de la gravedad no hubiese sido más que una disposición municipal cuyo infringimiento no tuviera más importancia que el de un estacionamiento indebido.
—Delirios —dijo Russell.
—¿Cómo? —repuso Arthur, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.
—Dice que padece el extraño delirio de que vive en el mundo real. No sirve de nada decirle que, de hecho, está viviendo en el mundo real, porque se limita a contestar que por eso es por lo que los delirios son tan extraños. No sé qué te parecerá a ti, pero esa clase de conversación a mí me resulta bastante agotadora. Mi receta es darle unas pastillas y largarme a tomar una cerveza. Y es que no se puede aguantar tantas tonterías, ¿verdad?
Arthur frunció el ceño, no por primera vez.
—Pues…
—Y todos esos sueños y pesadillas. Los médicos siguen hablando de extraños saltos en la configuración de sus ondas cerebrales.
—¿Saltos?
—Esto —dijo Fenny.
Arthur se volvió rápidamente en el asiento y miró con fijeza a los ojos de la muchacha, súbitamente abiertos pero absolutamente en blanco.
Lo que miraba, fuera lo que fuese, no estaba en el coche. Sus ojos parpadearon, su cabeza se irguió una vez y luego la chica se durmió tranquilamente.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Arthur, inquieto.
—«Esto»
—¿Esto, qué?
—¿Esto qué? ¿Cómo demonios voy a saberlo? Este puercoespín, aquel guardavientos de chimenea, el otro par de tenacillas de don Alfonso. Está loca de atar. Creía haberlo mencionado.
—Parece que no te importa mucho —dijo Arthur, ensayando un tono lo más natural posible que no pareció salirle.
—Oye, tío…
—De acuerdo, lo siento. No es asunto mío. No quería decir eso —se disculpó Arthur, que añadió, mintiendo—. Está claro que te preocupa mucho. Sé que tienes que enfrentarte a ello de algún modo. Discúlpame. Vengo en autostop desde el otro lado de la nebulosa Cabeza de Caballo.
Miró con furia por la ventanilla.
Estaba asombrado de que, entre todas las sensaciones que aquella noche pugnaban por encontrar sitio en su cabeza al volver al hogar que creía esfumado para siempre, la única que se imponía era la obsesión hacia aquella extraña muchacha de quien nada sabía aparte de que le hubiera dicho «esto», y el deseo de que su hermano no fuese un vogón.
—Así que, humm, ¿qué eran los saltos, ésos de que hablabas antes? —siguió diciendo tan rápido como pudo.
—Mira, es mi hermana; ni siquiera sé por qué te hablo de ello…
—Vale, lo siento. Quizá sería mejor que me dejaras aquí. Esto es…
En cuanto lo dijo, bajar del coche se hizo imposible, porque la tormenta que había pasado de largo volvió a desencadenarse de nuevo. El horizonte se surcó de relámpagos y parecía que sobre sus cabezas caía algo parecido al océano Atlántico pasado por un tamiz.
Russell soltó un taco y condujo con mucha atención durante unos segundos entre los rugidos que el cielo les lanzaba. Descargó la ira acelerando temerariamente para adelantar a un camión que llevaba el letrero de «McKenna, transportes en cualquier clase de tiempo». Al amainar la lluvia, cedió la tensión.
—Todo empezó con aquel agente de la CIA que encontraron en el pantano, cuando todo el mundo sufría aquellas alucinaciones y todo eso, ¿recuerdas?
Arthur consideró por un momento si debía mencionar de nuevo que acababa de volver en autostop del otro lado de la nebulosa Cabeza de Caballo, y que por eso, y por otras razones adicionales y pasmosas, se encontraba un poco al margen de los últimos acontecimientos; pero decidió que aquello sólo serviría para complicar más las cosas.
—No —contestó.
—Entonces fue cuando se volvió chaveta. Estaba en un café, en no sé qué sitio. En Rickmansworth. No sé qué había ido a hacer, pero allí fue donde perdió la razón. Según parece, se puso en pie, anunció que acababa de tener una revelación extraordinaria, O algo así, se tambaleó un poco con aire aturdido y, para rematarlo, se derrumbó sobre un bocadillo de huevo gritando.
Arthur dio un respingo.
—Lo siento mucho —manifestó, un tanto ceremonioso. Russell emitió una especie de gruñido.
—¿Y qué estaba haciendo en el pantano el agente de la CIA? —preguntó Arthur en un esfuerzo por atar cabos.
—Flotar en el agua, claro está. Estaba muerto.
—Pero ¿qué…?
—Vamos, ¿es que no te acuerdas de todo aquello? ¿De las alucinaciones? Todo el mundo dijo que era un escándalo, que la CIA estaba haciendo experimentos para la guerra con armas químicas o algo así. Con la disparatada teoría de que, en vez de invadir un país, resultaría más barato y eficaz hacer que la gente se creyera que estaba invadida.
—¿De qué alucinaciones se trataba exactamente…? —Inquirió Arthur con voz muy queda.
—¿Cómo que de qué alucinaciones se trataba? Me refiero a toda aquella historia de grandes naves amarillas, de que todo el mundo se volvía loco y decía que se iba a morir, y luego, zas, los platillos volantes desaparecían cuando se pasaba el efecto. La CIA lo negó, lo que significa que debe de ser cierto.
Arthur sintió que se le iba un poco la cabeza. Apoyó la mano para sujetarse en algún sitio y apretó fuerte. Empezó a abrir y cerrar la boca con movimientos breves, como si fuese a decir algo, pero no le salió ni palabra.
—De todos modos —prosiguió Russell—, a Fenny no se le pasaron tan pronto los efectos de aquella droga, fuera lo que fuese. Yo estaba decidido a demandar a la CIA, pero un abogado amigo mío me dijo que sería lo mismo que lanzarse al ataque de un manicomio armado con un plátano, así que…
Se encogió de hombros.
—Los vogones… —chilló Arthur—. Las naves amarillas…, ¿desaparecieron?
—Pues claro que sí, eran alucinaciones —contestó Russell, mirando a Arthur de extraña manera—. ¿Pretendes decir que no te acuerdas de nada de eso? ¿Dónde has estado, por el amor de Dios?
Para Arthur, ésa era una pregunta tan asombrosamente buena, que de la impresión a punto estuvo de botar en el asiento.
—¡¡¡Dios!!! —gritó Russell, tratando de dominar el coche, que de pronto empezó a patinar.
Lo apartó del paso de un camión que venía en el otro sentido y viró bruscamente hacia la cuneta llena de hierba. Cuando el coche se paró dando tumbos, la muchacha salió precipitada del asiento de atrás y cayó desmadejado encima de Russell.
Arthur se volvió espantado.
—¿Está bien? —preguntó bruscamente.
Con gesto colérico, Russell se llevó las manos al cabello, peinado con secador. Se tiró del rubio bigote. Se volvió hacia Arthur.
—¿Quieres hacer el favor —le dijo—, de soltar el freno de mano?