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A ocho horas hacia el oeste había un hombre sentado en la playa que se dolía de alguna pérdida inexplicable. Sólo podía pensar en su pena a pequeñas cantidades, porque toda a la vez era más de lo que se podía soportar.
Contemplaba las grandes y lentas olas del Pacífico que llegaban a la arena, y seguía esperando a la insignificancia que, con toda seguridad, estaba a punto de ocurrir. Cuando pasó el momento de que no sucediera, la tarde transcurrió monótonamente y el sol se ocultó tras la larga línea del mar. El día acabó.
No diremos el nombre de la playa, porque allí vivía aquel hombre, pero se trataba de una pequeña franja arenosa en algún punto de los centenares de kilómetros de costa que se extienden al oeste de Los Angeles, ciudad descrita en un artículo de la nueva edición de la Guía del autostopista galáctico como «basurero, gigantesca, maloliente y, cómo es esa otra palabra, bueno, y todo lo peor»; y en otro, escrito sólo unas horas después, se decía que «es parecida a varios miles de kilómetros cuadrados de correspondencia del American
Express, pero sin el mismo sentido de profundidad moral. Además, por alguna razón, el aire es amarillento».
La costa se extiende hacia el oeste y luego va al norte, a la brumosa bahía de San Francisco, que la Guía describe como un «buen sitio para visitar. Resulta muy fácil creer que las personas que allí se conocen son viajeros espaciales. Lo que para usted es iniciarse en una nueva religión, para ellos es el modo de saludar. Hasta que se haya instalado y cogido el pulso a la ciudad, será mejor que diga "no" a tres preguntas de las cuatro que cualquiera puede hacerle, porque pasan cosas muy extrañas de las que puede morir algún forastero sin sospechas». Los centenares de kilómetros de ondulantes acantilados y arena, palmeras, olas rompientes y crepúsculos se describen así en la Guía: «Fenómeno. Muy bueno.»
Y en algún punto de aquella fenomenal franja de costa estaba la casa de aquel hombre inconsolable, al que muchos consideraban loco. Pero eso sólo se debía, como él mismo explicaba, a que de verdad lo estaba.
Una de las muchas razones por las que la gente le creía loco era por la extravagancia de su casa que, incluso en una región donde la mayoría de las casas eran peculiares de una manera u otra, era extremadamente peculiar.
Su casa se llamaba «El Exterior del Asilo».
Su nombre era simplemente John Watson, aunque prefería que le llamasen «Wonko el Cuerdo», y algunos de sus amigos así lo hacían, aunque a regañadientes.
En su casa había una serie de cosas extrañas, incluida una pecera de cristal gris con ocho palabras grabadas sobre ella.
Ya hablaremos de él más adelante; esto es sólo un intermedio para ver ponerse el sol y anunciar que John Watson estaba allí, contemplándolo.
Había perdido todo lo que más quería, y se limitaba a esperar el fin del mundo, sin darse cuenta de que eso ya había sucedido y era cosa pasada.