20
—El objeto de que el sol descienda en las tardes de verano, sobre todo en los parques —decía la voz en tono serio—, es que se vea con más claridad cómo saltan los pechos de las muchachas, Estoy convencido de que se trata de eso.
Al pasar, Arthur y Fenchurch se rieron tontamente. Ella le abrazó con más fuerza durante un momento.
—Y estoy seguro —sentenció el joven pelirrojo de cabellos crespos Y larga nariz fina que teorizaba desde la tumbona a la orilla del lago Serpentine—, de que si llevásemos el argumento hasta sus últimas consecuencias, veríamos que todo ello se deduce con absoluta lógica y plena naturalidad de las ideas que Darwin tenía al respecto. —Insistió, dirigiéndose a su moreno compañero, que estaba hundido en la tumbona de al lado y se sentía deprimido a causa de su acné.
—Eso es cierto e irrefutable. Y me encanta.
Se volvió bruscamente y, a través de las gafas, miró de soslayo a Fenchurch. Arthur la apartó, viendo que se estremecía con silenciosas carcajadas.
—La próxima adivinanza —dijo Fenchurch cuando dejó de reír—. ¡Venga!
—De acuerdo —convino él—. El codo. El codo izquierdo. Te pasa algo en el codo izquierdo.
—Te equivocas otra vez —repuso ella—. Por completo. Estás totalmente despistado.
El sol de verano declinaba entre los árboles del parque, como si…, no seamos melindrosos con las palabras. Hyde Park es asombroso. Todo en él lo es, menos la basura que hay los lunes por la mañana. Incluso los patos son asombrosas. Aquel que pase por Hyde Park en una tarde de verano y no se emocione, probablemente irá en una ambulancia con una sábana sobre la cara.
Es un parque donde la gente hace más cosas extraordinarias que en cualquier otro sitio. Arthur y Fenchurch vieron a un hombre que practicaba la gaita debajo de un árbol. El gaitero se detuvo para echar a una pareja de norteamericanos que trataban tímidamente de depositar unas monedas en la cala de la gaita.
—¡No! —gritó—. ¡Márchense, sólo estoy practicando!
Empezó a hinchar resueltamente la bolsa de la gaita, pero ni el ruido que hacía logró disimular su mal humor.
Arthur envolvió a Fenchurch con sus brazos y siguió bajándolos despacio.
—Me parece que no puede tratarse de tu trasero —dijo, al cabo de un rato—. No tiene aspecto de que le pase nada.
—Sí —convino ella—, a mi trasero no le pasa nada.
El beso que se dieron fue tan largo que el gaitero se fue a practicar al otro lado del árbol.
—Voy a contarte una historia —dijo Arthur.
—Muy bien.
Encontraron un trozo de césped donde no había demasiadas parejas tumbadas una encima de otra, se sentaron y contemplaron los espléndidos patos y la declinante luz del sol que ondeaba en el agua sobre la que nadaban las asombrosas aves.
—Una historia —dijo Fenchurch, apretando el brazo de Arthur en torno a ella.
—Con la que te harás idea de las cosas que me pasan. Es absolutamente cierta.
—Mira, algunas veces la gente te cuenta historias que, al parecer, le han pasado al mejor amigo de la prima de su mujer, pero en realidad probablemente se las inventan sobre la marcha.
—Pues es como una de esas historias, sólo que ha pasado de verdad, y sé que ha ocurrido realmente porque la persona a quien le ha sucedido soy yo.
—Como la papeleta de la rifa.
—Sí —dijo Arthur, riendo—. Tenía que tomar un tren. Llegué a la estación…
—¿Te he contado alguna vez —le interrumpió Fenchurch—, lo que les pasó a mis padres en la estación?
—Sí —contestó Arthur—, me lo has contado.
—Sólo quería comprobarlo.
Arthur miró el reloj.
—Creo que deberíamos pensar en volver —sugirió.
—Cuéntame esa historia —dijo Fenchurch en tono firme—. Llegaste a la estación.
—Llegué unos veinte minutos antes. Había entendido mal la hora del tren. Aunque supongo que es igualmente posible —añadió tras un momento de reflexión—, que los Ferrocarriles Británicos confundieran la hora del tren. Nunca me había pasado eso.
—Sigue —le animó Fenchurch, riendo.
—Así que compré el periódico, para hacer el crucigrama, y fui a la cafetería a tomar una taza de café.
—¿Haces el crucigrama?
—Sí.
—¿Cuál?
—El del Guardian, normalmente.
—Me parece que se las da de gracioso. Prefiero el de The Times. ¿Lo resolviste?
—¿Qué?
—El crucigrama del Guardian.
—Ni siquiera tuve la oportunidad de echarle una ojeada —dijo Arthur—. Todavía estoy tratando de pedir el café.
—Bueno, vale. Pide el café.
—Lo pido. Y también unas galletas.
—¿De qué clase?
—Rich Tea.
—Buena elección.
—Me gustan. Cargado con todas esas nuevas pertenencias, me dirijo a una mesa y me siento. Y no me preguntes cómo era, porque hace mucho tiempo y no me acuerdo. Probablemente era redonda.
—Muy bien.
—Permite que te explique cómo organicé la mesa. Me senté. A la izquierda puse el periódico. A la derecha, la taza de café. En medio, el paquete de galletas.
—Lo veo con toda claridad.
—Lo que no ves, porque aún no te lo he mencionado, es al tío que ya estaba sentado a la mesa justo enfrente de mí.
—¿Qué aspecto tiene?
—Completamente normal. Maletín. Traje. No parecía que fuese a hacer nada raro.
—Ya. Conozco el tipo. ¿Qué hizo?
—Lo siguiente. Se inclinó sobre la mesa, cogió el paquete de galletas, lo abrió, cogió una y…
—¿Qué?
—Se la comió.
—¿Qué?
—Se la comió.
Fenchurch le miró asombrada.
—¿Y qué demonios hiciste tú?
—Pues, dadas las circunstancias, hice lo que cualquier valeroso inglés haría. Me vi obligado —dijo Arthur—, a ignorarle.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Bueno, no es una de esas cosas para las que estés preparado, ¿verdad? Rebusqué en mi interior y no descubrí nada en mi educación, ni experiencias, ni instintos primarios que me dijeran cómo reaccionar ante alguien que, sentado frente a mí, me robara una galleta con toda calma y naturalidad.
—Bueno, podías… —Fenchurch meditó sobre ello—. Debo confesar que yo tampoco estoy segura de lo que hubiera hecho. ¿Y qué pasó?
—Miré curiosamente el crucigrama —prosiguió Arthur—. Como no me salía ni una palabra, tomé un sorbo de café, que estaba demasiado caliente, así que no había nada que hacer. Me dominé. Cogí una galleta intentando con todas mis fuerzas no darme cuenta de que el paquete ya estaba abierto de misteriosa manera…
—Pero estás contraatacando, adoptando una línea dura.
—A mi modo, sí. Comí la galleta. Lo hice despacio, de manera ostensible, para que no cupiese duda de lo que estaba haciendo. Cuando me como una galleta —sentenció Arthur—, me la como.
—¿Y qué hizo él?
—Cogió otra. Eso es lo que pasó —Insistió Arthur—, de verdad. Cogió otra galleta y se la comió. Tan claro como el día. Tan cierto como que ahora estamos sentados en el suelo.
Fenchurch se removió, incómoda.
—Y el problema era —continuó Arthur—, que como no dije nada la primera vez, era más difícil iniciar el tema la segunda. ¿Que podía decir: «Disculpe.., no he podido dejar de observar que…»? Eso no vale. No, lo ignoré incluso con más fuerza que antes, si era posible.
—iQué tío!…
—Volví a dedicarme al crucigrama, aunque seguía sin salirme nada, así que mostré un poco del espíritu del que Enrique V hizo gala en el día de San Crispín…
—¿Qué?
—Volví a la brecha —contestó Arthur—. Cogí otra galleta y por un instante nuestras miradas se encontraron.
—¿Cómo ahora las nuestras?
—Sí. Bueno, no. Exactamente así, no. Pero se encontraron. Sólo un momento. Y los dos desviamos la mirada. Pero debo asegurarte —añadió Arthur
—que había un poco de electricidad en el aire. En la mesa se estaba creando cierta tensión. Era sobre esta hora.
—Me lo imagino.
—Así nos comimos todo el paquete. El, yo, él, yo…
—¿Todo el paquete?
—Bueno, sólo había ocho galletas, pero entonces parecía que llevábamos toda la vida comiendo galletas. Los gladiadores no podían llevar vida más dura.
—Los gladiadores lo habrían hecho al sol —puntualizó Fenchurch—. Se habrían zurrado más físicamente.
—Eso es. Bueno, cuando el paquete quedó vacío entre los dos, el hombre se marchó, después de haber hecho su barrabasada. Di un suspiro de alivio, claro. Anunciaron mi tren poco después, así que terminé el café, me levanté, cogí el periódico y, debajo de él…
—¿Sí?
—Estaban mis galletas.
—¡Qué! —exclamó Fenchurch—. ¿Cómo?
—Cierto.
—¡No!
Fenchurch quedó boquiabierta y luego se tumbó de espaldas en el césped, riendo a carcajadas.
Se incorporó de nuevo.
—¡Eres un bobalicón! —gritó—. Eres una persona casi absoluta y completamente necia.
Le empujó hacia atrás, se puso encima de él, lo besó y se apartó. Arthur se sorprendió de lo poco que pesaba.
—Ahora cuéntame tú una historia.
—Creía —repuso Fenchurch—, que tenías muchas ganas de volver.
—No hay prisa —contestó Arthur en tono ligero—. Quiero que me cuentes una historia.
Ella miró al lago y reflexionó.
—De acuerdo —dijo—. Es una historia breve. Y no es divertida como la tuya, pero de todos modos…
Bajó la vista. Arthur sintió que era uno de esos momentos. El aire pareció detenerse en torno a ellos, esperando. Arthur deseó que el aire se largara a otra parte y se dedicase a sus asuntos.
—Cuando era niña —empezó—. Esta clase de historias siempre empiezan lo mismo, ¿verdad? «Cuando era niña…» Bueno, éste es el momento en que la chica dice de pronto: «Cuando era niña» y empieza a confesarse. Hemos llegado a ese momento. Cuando era niña tenía un cuadro colgado a los pies de la cama… ¿Qué te parece hasta ahora?
—Me gusta. Creo que está bien planteada. Has introducido el tema de la alcoba pronto y bien. Tal vez podríamos extendernos un poco con el cuadro.
—Era uno de esos cuadros que deben gustarles a los niños, pero que no les gustan. Lleno de animalitos simpáticos que hacen cosas encantadoras, ¿sabes?
—Sí. A mí también me fastidiaron con ellos. Conejos con chaleco.
—Exactamente. En realidad, aquellos conejos iban en una balsa, junto con un grupo escogido de ratas y lechuzas. Quizá, hasta había un ciervo.
—En la balsa.
—En la balsa. Donde también iba un niño.
—Entre los conejos con chaleco, las lechuzas y el ciervo.
—¡Justo! Un niño de la variedad del gitanillo alegre y zarrapastrón.
—¡Uf!
—Debo confesar que el cuadro me inquietaba. Delante de la balsa iba una nutria nadando, y yo me quedaba despierta por la noche, preocupada por la nutria, que tenía que tirar de la balsa mientras los sinvergüenzas que iban sobre ella ni siquiera tenían por qué estar allí, y la nutria tenía un rabo tan frágil que pensé que debía hacerle daño tener que tirar constantemente. Estaba inquieta todo el tiempo. No mucho, sólo vagamente.
»Entonces, un día —y recuerdo que hacía años que estaba mirando aquel cuadro—, me di cuenta de que la balsa tenía una vela. Nunca la había visto. La nutria estaba bien, sólo iba nadando.
Se encogió de hombros.
—¿Es una buena historia?
—El final tiene poca fuerza —observó Arthur—, deja a los oyentes gritando: «Sí, ¿y qué?» Hasta ahí va muy bien, pero necesita un toque final antes de los títulos de crédito.
Fenchurch rió y se abrazó las piernas.
—Fue una revelación tan súbita… Años de velada preocupación que desaparecían como si me liberase de un gran peso, como el blanco y el negro cobrando color, como un palo seco regado de pronto. El repentino cambio de perspectiva que dice: «Olvida tus preocupaciones, el mundo está bien y es un lugar perfecto. En realidad, es muy fácil.» Quizá pienses que te digo esto porque voy a anunciarte que esta tarde me siento así o algo parecido, ¿verdad?
—Pues, yo… —dijo Arthur, rota de pronto su serenidad.
—Bueno, está bien —dijo ella—. Pues, sí. Así es como me sentía exactamente. Pero ya lo había sentido antes, ¿sabes?, incluso más fuerte. Increíblemente fuerte. Me temo que soy tremenda —añadió, mirando a la lejanía
—para revelaciones súbitas y asombrosas.
Arthur estaba hecho un lío, apenas podía hablar y, por lo tanto, consideró prudente no intentarlo de momento.
—Fue muy raro —dijo Fenchurch, como el comentario que pudo hacer uno de los perseguidores egipcios sobre el extraño comportamiento del Mar Rojo cuando Moisés agitó su vara delante de él.
—Muy raro —repitió—. Hacía días que me asaltaban sensaciones de lo más extraño, como si fuese a dar a luz. No, en realidad no era así, sino como si estuviera conectada a algo, trocito a trocito. No, ni siquiera eso; era como si toda la Tierra, a través de mí, fuese a…
—¿Significa algo para ti —preguntó suavemente Arthur—, el número cuarenta y dos?
—¿Qué? No, ¿de qué hablas? —exclamó Fenchurch.
—Sólo era una idea.
—Arthur, hablo en serio, esto es muy real para mí.
—Yo también hablaba completamente en serio —repuso Arthur—. Del Universo es de lo único que nunca estoy seguro.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Cuéntame lo demás. No te preocupes si parece raro. Tienes delante a alguien que ha visto muchas cosas raras —aseguró Arthur—. Y no hablo de galletas, créeme.
Ella asintió, con aire de creerlo. De pronto, le asió con fuerza el brazo.
—Fue tan sencillo —dijo—, tan maravillosa y extraordinariamente simple, cuando pasó.
—¿Qué era? —Inquirió Arthur con voz queda.
—Mira, Arthur, eso es lo que ya no sé. Y la pérdida es insoportable. Si intento recordarlo, todo me viene nebuloso y vacilante; y si hago esfuerzos por acordarme, llego hasta la taza de té y me quedo en blanco.
—¿Cómo?
—Pues, lo mismo que en tu historia, lo mejor pasó en un café. Estaba en un bar, tomando una taza de té. Eso era unos días después del cúmulo de sensaciones de que estaba conectada a alguna cosa. Yo estaba susurrando. En un solar enfrente del café estaban haciendo un edificio, y yo lo veía por la ventana, por encima de la taza de té, lo que siempre me parece el mejor modo de ver cómo trabaja la gente. Y de pronto surgió en mi mente aquel mensaje de alguna parte. Y fue muy sencillo. Dotaba de sentido a todo. Simplemente permanecí quieta y pensé: «¡Vaya, vaya! entonces, todo está bien.» Me quedé tan perpleja, que casi dejé caer la taza; en realidad creo que la solté. Sí —añadió, pensativa—, creo que se me cayó. ¿Tiene mucho sentido lo que digo?
—Todo iba bien hasta llegar a lo de la taza.
Ella meneó la cabeza, y volvió a sacudirla como para aclararse las ideas, que era lo que intentaba hacer.
—Pues así es —prosiguió ella—. Todo muy bien hasta llegar a lo de la taza. Ese fue el momento en que me pareció, literalmente, que el mundo había estallado.
—¿Cómo…?
—Ya sé que parece una locura, y todo el mundo dice que eran alucinaciones, pero si lo eran, entonces las tuve en pantalla gigante de tres dimensiones con sonido Dolby estereofónico de 16 pistas, y probablemente debería alquilarme a la gente que se aburre con las películas de tiburones. Fue como si me hubieran arrancado el suelo de debajo de los pies, literalmente, y.., y…
Dio unas suaves palmaditas sobre el césped, como para tranquilizarse, pero luego pareció cambiar de opinión sobre lo que iba a decir.
—Y me desperté en el hospital. Supongo que desde entonces he estado dentro y fuera de la realidad. Y por eso me pongo instintivamente nerviosa cuando tengo súbitas y asombrosas revelaciones de que todo va a ir bien.
Le miró fijamente.
Arthur había dejado de preocuparse por las extrañas anomalías que rodeaban la vuelta a su mundo o, mejor dicho, las había consignado al departamento de su mente titulado «Cosas para meditar. Urgente». «Este es el mundo», se había dicho a sí mismo. «Por la razón que sea, éste es el mundo y aquí está. Y yo estoy en él.» Pero ahora parecía nublarse en torno a él, como aquella noche en el coche, cuando el hermano de Fenchurch le contó las estúpidas historias del agente de la CIA que encontraron en el estanque. La embajada francesa se volvía borrosa. Los árboles se difuminaban. El lago hacía ondas, pero eso era de lo más natural y no había por qué alarmarse, porque un ganso gris acababa de posarse en sus aguas. Los gansos se lo estaban pasando muy bien y no tenían respuestas importantes cuyas preguntas descaran saber.
—De todos modos —dijo de pronto Fenchurch en tono alegre y con una enorme sonrisa en los ojos—, me pasa algo y tú tienes que averiguarlo. Vámonos a casa.
Arthur meneó la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
Arthur había movido la cabeza no para manifestar desacuerdo con su sugerencia, que realmente consideraba excelente, una de las mejores del mundo, sino porque trataba de liberarse sólo por un momento de la repetida sensación que tenía de que cuando menos lo esperase, el Universo aparecería súbitamente por detrás de una puerta y le soltaría un abucheo.
—Sólo trataba de entenderlo con toda claridad —repuso Arthur—. Has dicho que tuviste la sensación de que la Tierra había estallado.., realmente…
—Sí. Más que una sensación.
—¿Que es lo que todo el mundo atribuye —preguntó, indeciso—, a alucinaciones?
—Sí. Pero eso es ridículo, Arthur. La gente cree que con decir «alucinaciones» queda todo explicado y, al final, lo que uno no entiende es que no existe. No es más que una palabra, no explica nada. No explica por qué desaparecieron los delfines.
—No —dijo Arthur—. No —añadió pensativo—. No —insistió, con aire aun más meditabundo, para terminar preguntando—: ¿qué?
—Que no explica la desaparición de los delfines.
—No, claro. ¿Qué delfines?
—¿Cómo que qué delfines? Te hablo de cuando desaparecieron todos los delfines.
Ella le puso la mano en la rodilla, lo que le hizo comprender que el cosquilleo que le recorría la espina dorsal no se debía a que ella le estuviera acariciando suavemente la espalda, sino a la desagradable y horripilante sensación que a menudo experimentaba cuando la gente intentaba explicarle cosas.
—¿Los delfines?
—Sí.
—¿Desaparecieron todos los delfines?
—Sí.
—¿Los delfines? ¿Dices que desaparecieron todos los delfines? ¿Es eso —preguntó Arthur, tratando de que ese punto quedara absolutamente claro—, lo que estás diciendo?
—Pero por amor de Dios, Arthur, ¿dónde has estado? Todos los delfines desaparecieron el día que yo…
Le miró fijamente a los pasmados ojos.
—¿Cómo…?
—Ningún delfín. Ninguno. Todos desaparecieron. Escudriñó su expresión.
—¿Es que realmente no lo sabías?
Era evidente, por su aire de asombro, que no lo sabía.
—¿Adónde se fueron? —preguntó.
—Nadie lo sabe. Eso es lo que significa «desaparecido» —explicó Fenchurch, que añadió—: Bueno, hay uno que afirma saberlo, pero todo el mundo dice que vive en California y que está loco. Estaba pensando en ir a verle porque parece la única pista que tengo de lo que me pasó a mí.
Se encogió de hombros y luego le dirigió una larga y silenciosa mirada. Le puso la mano en la mejilla.
—Me gustaría mucho saber dónde has estado. Creo que a ti también te ha pasado algo horrible. Y por eso es por lo que nos reconocimos mutuamente.
Echó una mirada por el parque, que estaba cayendo presa de las sombras. —Pues ahora ya tienes a alguien a quien contárselo.
Arthur dejó escapar lentamente un largo suspiro de un año. —Es una historia muy larga —confesó.
Fenchurch se inclinó sobre él y acercó su bolso de lona. —¿Tiene algo que ver con esto? —preguntó.
El objeto que sacó del bolso era viejo y estaba baqueteado por los viajes, como si lo hubieran arrojado a ríos prehistóricos, expuesto al calor del rojísimo sol que brilla en los desiertos de Cacrafún, medio enterrado en las marmóreas arenas que orlan los embriagadores y vaporosos océanos de Santraginus V, congelado en los glaciares de la luna de jaglan Beta, usado como asiento, pateado en naves espaciales, arrastrado y maltratado en general, y como los fabricantes habían pensado que ésas eran exactamente las cosas que podrían ocurrirle, lo enfundaron precavidamente en una caja de plástico duro donde, con grandes y amistosos caracteres, habían escrito las palabras: «No se asuste.»
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Arthur, quitándoselo de las manos.
—Ah —dijo ella—. Creía que era tuyo. Te lo dejaste aquella noche en el coche de Russell. ¿Has estado en muchos de esos sitios?
Arthur sacó la Guía del autostopista galáctico de la funda. Se trataba de un ordenador pequeño, fino y flexible. Pulsó unas teclas hasta que la pantalla se llenó de líneas.
—En unos cuantos.
—¿Podemos ir juntos?
—¿Qué? No —respondió bruscamente Arthur, que luego se ablandó un poco y añadió—. ¿Quieres ir?
Esperaba una respuesta negativa. Fue un gesto de gran generosidad por su parte no decir: «No quieres ir, ¿verdad?»
—Sí —contestó Fenchurch—. Quiero descubrir el mensaje que perdí, y de dónde procedía. Porque no creo —añadió, poniéndose en pie y observando la creciente penumbra del parque —que viniera de aquí.
—Ni siquiera estoy segura —prosiguió, pasando el brazo por la cintura de Arthur—, de saber qué significa la palabra aquí.