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En Los Angeles alquilaron un coche en uno de esos establecimientos que se dedican a alquilar los coches que la gente tira.

—A veces —advirtió el individuo con gafas de sol que les entregó las llaves—, es un poco difícil tomar las curvas, y resulta más sencillo bajarse y parar un coche que vaya en esa dirección.

Pasaron una noche en un hotel de Sunset Boulevard que les recomendaron por la diversión y sorpresas que causaba.

—Allí todo el mundo es inglés o raro, o las dos cosas. Hay una piscina donde se puede ir a ver a las estrellas de rock, inglesas leyendo Lenguaje, lógica y verdad para los fotógrafos.

Era cierto. Había una, y eso era exactamente lo que hacía.

El empleado del garaje no apreció su coche, pero no importaba porque ellos tampoco lo apreciaban.

A última hora de la tarde hicieron una excursión a las colinas de Hollywood, por la carretera de Mulholland, y se detuvieron a contemplar el deslumbrante mar de luces flotantes que es el valle de San Fernando. Convinieron en que la sensación de deslumbramiento se detenía inmediatamente detrás de la retina, sin afectar a ninguna otra parte del cuerpo, y se marcharon extrañamente insatisfechos del espectáculo. En cuanto a esplendorosos mares de luz, estaba bien, pero la luz tiene que iluminar algo, y como al pasar con el coche habían visto todo lo que aquel mar de luces iluminaba, no se fueron muy contentos.

Durmieron inquietos y hasta tarde, y se despertaron a la hora de comer, cuando el calor dejaba más atontado.

Fueron por la autopista de Santa Mónica, para echar el primer vistazo al Pacífico, el océano al que Wonko el Cuerdo se pasaba mirando todos los días y parte de sus noches.

—Alguien me contó —dijo Fenchurch—, que en esta playa oyeron una vez a dos ancianas que estaban haciendo lo que tú y yo hacemos ahora, mirar el océano Pacífico por primera vez en la vida. Y al parecer, después de una larga pausa, una de ellas dijo a la otra: «¿Sabes?, no es tan grande como me esperaba.»

Se fueron animando a medida que caminaban por la playa de Malibú, mirando las elegantes casas de los millonarios, que se vigilaban mutuamente para comprobar lo ricos que cada uno de ellos se estaba haciendo.

Se animaron todavía más cuando el sol empezó a declinar por la mitad occidental del cielo, y al volver a su traqueteante vehículo para dirigirse hacia un crepúsculo delante del cual nadie con un poco de sensibilidad hubiera pensado en construir una ciudad como Los Angeles, se sintieron súbita, pasmosa e irracionalmente felices y ni siquiera les importó que la radio del terrible coche chatarroso sólo cogiese dos emisoras, y encima las dos juntas. Qué más daba, las dos emitían buen rock and roll.

—Sé que podrá ayudarnos —aseguró Fenchurch con determinación—. Estoy convencida. Repíteme el nombre con que le gusta que le llamen.

—Wonko el Cuerdo.

—Estoy segura de que podrá ayudarnos.

Arthur se preguntó si podría, y esperaba que así fuera y que Fenchurch encontrase lo que había perdido allí, en aquella Tierra, fuera la que fuese.

Confiaba, como continua y fervientemente lo había hecho desde la vez que hablaron a orillas del Serpentine, en que no lo obligaran a recordar algo que había enterrado firme y deliberadamente en los más remotos confines de su memoria, donde esperaba que no volviera a molestarle.

En Santa Bárbara pararon en un restaurante especializado en pescado que parecía un almacén acondicionado.

Fenchurch pidió un salmonete, y dijo que estaba delicioso.

Arthur comió un filete de pez espada y dijo que le había hecho enfadarse. Cogió del brazo a una camarera que pasaba y la reprendió con vehemencia.

—¿Por qué es tan puñeteramente bueno este pescado? —preguntó enfadado.

—Disculpe a mi amigo, por favor —dijo Fenchurch a la sorprendida camarera—. Creo que al fin está pasando un buen día.