31

Si se coge un par de David Bowies y se pone uno encima de otro, para luego unir otro David Bowie al extremo de cada uno de los brazos del primer David Bowie de arriba y envolver todo ello en un viejo albornoz, se tendrá algo que no se parecería nada a John Watson, pero que resultaría inquietantemente familiar a los que le conocieran.

Era alto y delgaducho.

Cuando se sentaba en la tumbona a contemplar el Pacífico, no tanto con una especie de salvaje presunción ni tampoco con un pacífico y profundo decaimiento, resultaba un poco difícil decir dónde terminaba la tumbona y dónde empezaba él, y uno lo pensaría antes de ponerle la mano en el brazo, por ejemplo, no fuese que toda la estructura se viniera súbitamente abajo con un crujido seco y, de paso, se le llevara por delante el dedo pulgar.

Cuando dirigía la sonrisa a alguien, era algo verdaderamente notable. Parecía reflejar los peores aspectos de la vida, pero cuando los reunía en el orden preciso, uno se decía de pronto: «Bueno, entonces todo va bien.»

Cuando hablaba, uno se alegraba de que empleara a menudo la sonrisa que producía esa sensación.

—Pues sí —dijo—. Vinieron a verme. Se sentaron justo ahí, donde ustedes están sentados ahora.

Se refería a los ángeles de doradas barbas y alas verdes, con sandalias del Doctor Scholl.

—Comen nachos que, según dicen, no encuentran en el sitio de donde vienen. Beben mucha Coca Cola y son maravillosos en un montón de cosas.

—¿Ah, sí? —dijo Arthur—. ¿De verdad? Así que.., ¿cuándo fue eso? ¿Cuándo vinieron?

El también miraba al Pacífico. Había pequeñas aves llamadas lavanderas que corrían por la playa y parecían tener el siguiente problema: necesitaban encontrar alimento en la arena que una ola acababa de barrer, pero no soportaban mojarse las patas. Para solucionarlo, corrían con unos movimientos raros como si los hubiera fabricado en Suiza alguien muy listo.

Fenchurch estaba sentada sobre la arena, trazando figuras con los dedos.

—Solían venir los fines de semana en pequeñas scooters —informó Wonko el Cuerdo, que añadió sonriendo—. Son máquinas estupendas.

—Sí —repuso Arthur—. Ya veo.

Una tosecita de Fenchurch llamó su atención, y se volvió a mirarla. Había trazado dos figuras esquemáticas en la arena que los representaba a los dos en las nubes. Por un momento pensó que trataba de excitarle, pero luego comprendió que le estaba reprendiendo. «¿Quiénes somos nosotros para decir que está loco?», le estaba diciendo.

Su casa era verdaderamente peculiar, y como fue lo primero que Arthur y Fenchurch vieron al llegar, nos vendría bien saber a qué se parecía.

Su aspecto era el siguiente: Estaba al revés.

Literalmente al revés, hasta el punto que tuvieron que aparcar sobre la alfombra.

A lo largo de lo que habitualmente se denominaría fachada, que estaba pintada de ese rosa de tan buen gusto para decorar interiores, había estanterías de libros, un par de esas extrañas mesas de tres patas con tablero semicircular que guardan un equilibrio que sugiere que alguien ha derribado la pared por el medio, y cuadros que tenían el evidente propósito de calmar los nervios.

Lo verdaderamente raro era el techo.

Se replegaba sobre sí mismo como un sueño que Maurits C. Escher —si se hubiera dedicado a pasar noches frenéticas en la ciudad, cosa que no forma parte de los propósitos de esta historia, aunque al contemplar sus cuadros, sobre todo el de esos desgarbados escalones, resulta difícil no planteárselo— habría realizado después de haber visto algo parecido, porque las pequeñas arañas que debían estar colgadas dentro, estaban fuera, apuntando al cielo.

Desconcertante.

El letrero de encima de la puerta principal decía: «Pase al Exterior», que es lo que, nerviosos, habían hecho.

Dentro, claro está, era donde estaba el Exterior. Ladrillo visto, ángulos bien perfilados, canalones en buen estado, un sendero en el jardín, un par de arbolitos y unas habitaciones que salían de allí.

Las paredes Interiores se estiraban, se plegaban curiosamente y se abrían en los extremos como si —por una ilusión óptica que habría obligado a Maurits C. Escher a fruncir el entrecejo y preguntarse cómo lo habían conseguido— quisiera abarcar el propio océano Pacífico.

—Hola —les saludó John Watson, alias Wonko el Cuerdo.

Bien, dijeron para sus adentros, «Hola» es algo que podemos entender. —Hola —contestaron y, sorprendentemente, todo fueron sonrisas.

Durante un buen rato, Wonko el Cuerdo mostró una curiosa reticencia a hablar de los delfines, dedicándose a dejar la mirada perdida y a decir: «Se me ha olvidado…» siempre que salían a relucir, y a enseñarles orgullosamente todas las rarezas de su casa.

—Me gusta y me proporciona un curioso placer; además —declaró—, a nadie hace un daño que un buen óptico no pueda remediar.

Les cayó simpático. Era abierto, tenía un aire cautivador y parecía capaz de burlarse de sí mismo antes de que nadie le tomara la delantera.

—Su mujer mencionó algo sobre palillos de dientes —dijo Arthur con expresión inquieta, como si le preocupara que Arcana Jill apareciera de repente por una puerta y volviera a hablar de los palillos.

Wonko el Cuerdo soltó una carcajada franca y ligera, como si la hubiera utilizado mucho y le hiciera feliz.

—Ah, sí —dijo—. Eso viene de cuando al fin comprendí que el mundo se había vuelto completamente loco y construí el Asilo para meterlo allí, pobrecillo, con la esperanza de que se recuperase.

En ese momento fue cuando Arthur volvió a ponerse un poco nervioso.

—Mire, estamos en el exterior del Asilo —dijo Wonko el Cuerdo, señalando de nuevo al ladrillo visto, a los ángulos y canalones, para después indicar la primera puerta por la que habían entrado—. Si cruza esa puerta, estará en el Asilo. He intentado decorarlo bien para tener contentos a los internos, pero no se puede hacer mucho. Ahora ya no entro. Si alguna vez me dan tentaciones de hacerlo, y últimamente apenas las tengo, me limito a mirar el letrero que hay encima de la puerta y escapo asustado.

—¿Ese? —preguntó Fenchurch señalando, un poco confusa, una placa de color azul que tenía unas instrucciones escritas.

—Sí. Estas son las palabras que finalmente me convirtieron en el ermitaño que ahora soy, fue muy repentino. Las vi y supe lo que tenía que hacer.

El letrero decía:

Sujete el palillo por la mitad. Humedezca con la boca el extremo puntiagudo. Introdúzcalo en el espacio interdental, con el extremo romo cerca de la encía. Muévalo suavemente de dentro a afuera.

—Me pareció —dijo Wonko el Cuerdo—, que una civilización que hubiera perdido la cabeza hasta el punto de incluir una serie de instrucciones detalladas para utilizar un paquete de palillos de dientes ya no era una civilización en la que yo pudiera vivir y seguir cuerdo.

Volvió a mirar al Pacífico, como desafiándole a rabiar y farfullar contra él, pero el mar se quedó tranquilo y jugando con las aves lavanderas.

—Y en el caso de que se le pase por la cabeza, cosa que es muy posible, le diré que estoy completamente cuerdo. Por eso es por lo que me llamo a mí mismo Wonko el Cuerdo, para tranquilizar a la gente sobre ese punto. Wonko es como me llamaba mi madre cuando era niño y tiraba torpemente las cosas al suelo. Y Cuerdo es lo que soy ahora —añadió con una de sus encantadoras sonrisas—, porque así pretendo seguir. Bueno, ya está bien. ¿Vamos a la playa a ver de qué tenemos que hablar?

Fueron a la playa, y allí empezó a hablar de los ángeles de doradas barbas, alas verdes y sandalias del Doctor Scholl.

—De los delfines… —dijo Fenchurch con voz queda y esperanzada.

—Les puedo enseñar las sandalias —sugirió Wonko el Cuerdo.

—Me preguntaba, sabe usted…

—¿Quieren que les enseñe las sandalias? —insistió Wonko el Cuerdo—. Las tengo. Voy a buscarlas. Son de la marca del Doctor Scholl y los ángeles afirman que resultan especialmente adecuadas para el terreno en que tienen que trabajar. Dicen que tienen licencia para explotar una representación. Cuando les digo que no sé qué significa eso, contestan no, no lo sabes, y se echan a reír. Bueno, voy por ellas de todas formas.

Cuando volvió adentro, o afuera, depende de cómo se mire, Arthur y Fenchurch se miraron con expresión confusa y un tanto desesperada, para luego encogerse de hombros y dibujar caprichosas figuras en la arena.

—¿Cómo están hoy tus pies? —preguntó Arthur en voz baja.

—Muy bien. En la arena no me dan esa extraña sensación. Ni en el agua. El agua los toca perfectamente. Sólo que creo que éste no es nuestro mundo.

Se encogió de hombros.

—¿A qué crees que se refería con lo del mensaje? —le preguntó.

—No sé —contestó Arthur, aunque el recuerdo de un hombre llamado Prak, que se reía continuamente de él, no dejaba de molestarle.

Cuando Wonko volvió, traía algo que dejó perplejo a Arthur.

No se trataba de las sandalias, que eran chanclas de madera, completamente normales.

—Pensé que les gustaría ver el calzado que llevan los ángeles. Sólo por curiosidad. No intento demostrar nada, dicho sea de paso. Soy científico, y sé lo que es una prueba. Pero el motivo por el que me hago llamar por mi nombre de infancia es para recordarme que un científico tiene que ser como un niño. Si ve algo, debe decir lo que es, tanto si se trata de lo que esperaba ver como si no. Primero, ver; luego, pensar; y después, comprobar. Pero siempre hay que ver primero. Si no, sólo se ve lo que uno espera ver. Muchos científicos lo olvidan. Luego les enseñaré algo para demostrarlo. Así que, la otra razón por la que me hago llamar Wonko el Cuerdo es para que la gente crea que estoy loco. Eso me permite decir lo que veo cuando lo veo. No se puede ser científico si a uno le importa que la gente piense que está loco. De todos modos, pensé que también les gustaría ver esto.

Esto era lo que había dejado perplejo a Arthur, porque se trataba de una maravillosa pecera de cristal plateado, que parecía idéntica a la que tenía en su habitación.

Desde hacía treinta segundos Arthur intentaba decir sin éxito: «¿De dónde ha sacado eso?», en tono brusco y jadeando un poco.

Por fin le llegó el momento, pero se le escapó por una milésima de segundo.

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó Fenchurch, en tono brusco y jadeando un poco.

Arthur lanzó a Fenchurch una mirada brusca y, jadeando un poco, preguntó:

—¿Como? ¿Has visto antes una pecera así?

—Sí, tengo una —contestó ella—. O al menos la tenía. Russell me la birló para guardar sus pelotas de golf No sé de dónde vino, sólo que me enfadé con Russell por mangármela. ¿Es que tú tienes una?

—Sí, era…

Ambos se dieron cuenta de que Wonko el Cuerdo desplazaba agudas miradas de uno a otro, tratando de meter una palabra.

—¿Es que ustedes también tienen una?

—Sí —contestaron ambos.

Les miró largo y tendido a cada uno, y luego alzó la pecera para que le diera la luz del sol de California.

La pecera casi pareció cantar con el sol, resonar con la intensidad de su luz, y arrojó misteriosos y brillantes arco iris en la arena y por encima de sus cabezas. La movió, una y otra vez. Vieron con toda claridad los finos trazos de las letras grabadas, que decían: «Hasta luego, y gracias por el pescado.»

—¿Saben qué es esto? —preguntó vacilante con voz queda.

Ambos movieron la cabeza despacio, maravillados, casi hipnotizados por el destello de las brillantes sombras en el cristal grisáceo.

—Es un regalo de despedida de los delfines —explicó Wonko en tono reverente—. De los delfines, a quienes amé y estudié, con quienes nadé y a quienes alimenté con pescado y cuyo lenguaje intenté aprender, tarea que parecían hacer increíblemente difícil, considerando el hecho de que ahora comprendo que eran perfectamente capaces de comunicarse en el nuestro si así lo querían.

Meneó la cabeza esbozando muy despacio una sonrisita, y luego volvió a mirar a Fenchurch y después a Arthur.

—¿La ha…? —preguntó a Arthur—. ¿Qué ha hecho usted con la suya? Si me permite preguntárselo.

—Pues, tengo un pez en ella —contestó Arthur, un tanto desconcertado—. Dio la casualidad de que tenía un pez y no sabía qué hacer con él, y, bueno, ahí estaba la pecera…

Se calló.

—¿Y usted no ha hecho nada más? —prosiguió—. No, si lo hubiera hecho lo sabría.

Volvió a menear la cabeza.

—Mi mujer tenía germen de trigo en ella —dio Wonko, con un tono nuevo—, hasta anoche…

—¿Qué sucedió anoche? —inquirió Arthur en un susurro lento.

—Nos quedamos sin germen de trigo —contestó Wonko en tono suave. Mi mujer fue a por más.

Durante un momento pareció perderse en sus propios pensamientos.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Fenchurch con el mismo tono entrecortado.

—La lavé —repuso Wonko—. La lavé con mucho cuidado, muy cuidadosamente, quitando hasta la última mota de germen de trigo, luego la sequé despacio con un paño sin pelusas, con calma, cuidadosamente, pasándolo una y otra vez. Luego me la acerqué al oído. ¿Ustedes.., se la han acercado al oído alguna vez?

Los dos movieron la cabeza despacio, en silencio, igual que antes. —Quizá deberían hacerlo.