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Los seguidores habituales de las hazañas de Arthur Dent quizá tengan una impresión de su carácter y costumbres que, aunque refleje la verdad y, por supuesto, nada más que la verdad, se quede un poco corta, en su composición, respecto a toda la verdad en el conjunto de sus aspectos gloriosos.
Y ello se debe a razones evidentes. Hay que corregir, seleccionar, armonizar lo interesante con lo importante y prescindir de todas las descripciones tediosas.
Como ésta, por ejemplo: «Arthur Dent se fue a la cama. Subió los quince peldaños de la escalera, entró en su habitación, se quitó los zapatos y calcetines y luego toda la ropa, prenda a prenda, depositándola en el suelo, en un pulcro y arrugado montón. Se puso el pijama, el azul a rayas. Se lavó la cara y las manos, los dientes, fue al retrete, comprendió que una vez más lo había hecho todo al revés, volvió a lavarse las manos y se acostó. Leyó quince minutos, diez de los cuales los pasó tratando de saber dónde se había quedado la noche anterior, luego apagó la luz y al cabo de un minuto o así se quedó dormido.
»Estaba oscuro. Durmió del lado izquierdo durante una hora larga. »Después se removió inquieto un momento y se volvió del lado derecho.
Una hora después pestañeó brevemente y se rascó la nariz con suavidad, aunque pasaron sus buenos veinte minutos antes de que se diera la vuelta del lado izquierdo. Y así pasó la noche, durmiendo.
»A las cuatro se levantó y fue al lavabo. Abrió la puerta del baño y…» Y así sucesivamente.
Es una estupidez. Así no avanza la acción. Vale para los libros gordos con los que prospera el mercado norteamericano, pero que en realidad no llevan a ninguna parte. Resumiendo, no interesan.
Pero también hay omisiones, aparte del lavado de dientes y de la búsqueda de calcetines limpios, en los que algunos han mostrado un desmesurado interés.
—¿Terminó en algo aquel asunto que Arthur y Trillian se traían entre manos? —quieren saber esas personas.
A eso, por supuesto, hay que responder: ocúpense de sus asuntos.
—¿Y qué hacía Arthur —preguntan—, todas aquellas noches en el planeta Krikkit? Sólo porque en ese planeta no había dragones de fuego de Fuolornis ni Dire Straits, no significa que todo el mundo se pasara la noche leyendo.
O para poner un ejemplo más concreto, que pasó la noche de la fiesta del comité en la Tierra Prehistórica, cuando Arthur se encontró sentado en la falda de una colina viendo cómo salía la luna por encima de las suaves llamas de los árboles en compañía de una hermosa joven llamada Mella, que recientemente había escapado de pasarse todas las mañanas mirando un centenar de fotografías casi idénticas de tubos de pasta de dientes caprichosamente iluminados en el departamento artístico de una agencia de publicidad del planeta Golgafrincham. ¿Qué pasó entonces? ¿Y luego? La respuesta es, por supuesto, que el libro se terminó.
El siguiente no continuó la historia hasta cinco años después, y eso, según algunos, es llevar la discreción demasiado lejos. ¿Quién es ese Arthur Dent —resuena el grito desde los más alejados rincones de la Galaxia, que hasta se incluye en una misteriosa prueba del profundo espacio cuyo origen se piensa viene de una galaxia foránea a una distancia demasiado horrible de calcular— un hombre o un ratón? ¿Es que no le interesan más que el té y las cuestiones más amplias de la vida? ¿Es que no tiene espíritu? ¿No tiene pasiones? Para decirlo con pocas palabras, ¿es que no folla?
Los que deseen saberlo, que sigan leyendo. Los que quieran saltárselo, quizá deban pasar al último capítulo, que es muy bueno y sale Marvin.