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Rob McKenna era un despreciable hijo de puta y él lo sabía porque a lo largo de los años se lo había dicho mucha gente y no veía razón para contradecirlo, salvo la evidente de que le gustaba discrepar, sobre todo de las personas que no le gustaban, lo que a fin de cuentas incluía a todo el mundo.

Suspiró y cambió de marcha.

La cuesta empezaba a hacerse más pronunciada y su camión iba lleno de aparatos daneses para controlar radiadores termostáticos.

No es que tuviese una predisposición natural para estar de tan mal humor, al menos eso esperaba. Sólo era la lluvia que le deprimía, siempre la lluvia.

Ahora estaba lloviendo, para variar.

Era un tipo de lluvia particular, que le desagradaba especialmente, sobre todo cuando conducía. Le había puesto un número. Era lluvia del tipo 17.

En alguna parte había leído que los esquimales tenían más de doscientas palabras para la nieve, sin las cuales su conversación probablemente se volvería muy monótona. Así que distinguían la nieve fina y la gruesa, la suave y la pesada, la nieve fangosa, la frágil, la que cae a ráfagas, la que arrastra el viento, la nieve que desprende las botas del vecino por el limpio suelo del igloo, las nieves de invierno, las de primavera, las nieves que se recuerdan de la infancia, que eran muchísimo mejores que cualquier nieve moderna; la nieve fina, la nieve ligera, la de la montaña, la del valle, la que cae por la mañana, la que cae por la noche, la que cae de repente cuando uno va a pescar, y la nieve sobre la que mean los perros esquimales a pesar de los esfuerzos para enseñarles a que no lo hagan.

Rob McKenna tenía anotados en su librito doscientos treinta y un tipos diferentes de lluvia y no le gustaba ninguno.

Metió otra velocidad y el camión aumentó las revoluciones. Gruñó de forma placentera por todos los aparatos daneses de control de radiadores termostáticos que transportaba.

Desde que saliera de Dinamarca la tarde anterior, había pasado por el tipo 33 (llovizna punzante que deja las carreteras resbaladizas), por el 39 (fuerte chaparrón), de 47 al 51 (de una suave llovizna vertical a otra ligera, pero muy sesgada, hasta un calabobos moderado y refrescante), por el 87 y 88 (dos variedades sutilmente distintas del chaparrón torrencial vertical), por el 100 (el chubasco que sigue al chaparrón, frío), por todos los tipos de borrasca marina comprendidos entre el 192 y el 213 al mismo tiempo, por el 123, el 124, el 126, el 127 (aguaceros fríos, templados e intermedios, tamborileos sobre la carrocería, continuos y sincopados), por el 11 (gotitas alegres) y ahora por el que menos le gustaba de todos, el 17.

La lluvia del tipo 17 era un sucio chorro que golpeaba tan fuerte contra el parabrisas, que daba igual tener las escobillas conectadas o no.

Comprobó esta teoría desconectándolas un momento, pero resultó que la visibilidad empeoró más todavía. Y tampoco mejoró cuando volvió a conectarlas.

En realidad, una de las escobillas empezó a dar aletazos.

Suulss suulss plop, suulss suuiss plop, suulss suulss plop, suulss suulss plop, suulss plop plop, plap, rayajo.

Aporreó el volante, dio patadas al suelo y golpes al radiocassette, hasta que de pronto empezó a sonar Barry Manilow; luego lo golpeó de nuevo hasta que se paró, y soltó tacos y tacos. Tacos y más tacos.

En aquel preciso momento, cuando su furia alcanzaba el punto culminante, percibió una forma indistinta surgida ante los faros, apenas visible en el chaparrón, al borde de la carretera.

Una pobre figura manchada de barro, extrañamente vestida, más mojada que una nutria en una lavadora y que hacía autostop.

—Pobre desgraciado cabrón —pensó Rob McKenna, dándose cuenta de que había alguien con más derecho que él a sentirse como un pingajo—, debe de estar helado. Qué estupidez, salir a hacer autostop en una noche tan asquerosa como ésta. Lo único que se saca es frío, lluvia y camiones que te salpican al pasar por los charcos.

Meneó sombríamente la cabeza, suspiró de nuevo, torció el volante y se metió de lleno en un gran charco de agua.

—¿Ves lo que quiero decir? —dijo para sus adentros mientras surcaba raudo el charco—. La carretera está llena de cabrones.

Entre salpicaduras, un par de segundos después apareció en el retrovisor la imagen del autostopista, empapado al borde de la carretera.

Por un momento experimentó una sensación agradable por lo que acababa de hacer. Poco después lamentó que aquello le regocijara. Luego se alegró por haberse arrepentido de su anterior diversión y, satisfecho, siguió conduciendo a través de la noche.

Al menos se desquitó de que terminara adelantándole aquel Porsche al que concienzudamente había estado cortándole el paso durante los últimos treinta kilómetros.

Y mientras conducía, las nubes arrastraban el cielo tras él, porque, aunque él no lo sabía, Rob McKenna era un Dios de la Lluvia. Lo único que sabía era que sus jornadas de trabajo resultaban desgraciadas y que sus vacaciones eran una sucesión de días asquerosos. Lo único que sabían las nubes era que le amaban y querían estar cerca de él, para mimarlo y empaparlo de agua.