18

Un día de verano en Islington, lleno del triste lamento de herramientas para restaurar muebles antiguos.

Inevitablemente, Fenchurch tenía ocupada la tarde, de modo que Arthur deambuló arrobado y miró los escaparates, que en Islington tenían un aspecto muy utilitario, tal como estarían rápidamente dispuestos a confirmar los que necesitan herramientas para trabajar la madera antigua, o buscan cascos de la guerra de los Bóers o muebles de oficina o pescado.

El sol pegaba en los tejados de los jardines. Caía sobre arquitectos y fontaneros, sobre abogados y ladrones, sobre pizzas y anuncios de inmobiliarias.

Y caía sobre Arthur, que entró en una tienda de muebles restaurados.

—Es un edificio interesante —observó el dueño en tono jovial—. El sótano tiene un pasadizo secreto que conecta con un bar cercano. Al parecer, se construyó para el Príncipe Regente, a fin de que pudiera hacer sus escapadas cuando lo necesitaba.

—Quiere decir, por si alguien le sorprendía comprando muebles de madera de pino —repuso Arthur.

—No, por eso no —aseguró el dueño.

—Deberá disculparme —dijo Arthur—. Soy tremendamente feliz.

—Entiendo.

Siguió deambulando en su nube de felicidad y se encontró delante de las oficinas de Greenpeace. Recordó el contenido de la carpeta que había titulado «Asuntos pendientes. ¡Urgente!» y que no había vuelto a abrir. Entró con una alegre sonrisa y explicó que iba a entregar algún dinero para contribuir a la liberación de los delfines.

—Muy divertido —le contestaron—, lárguese.

No era ésa exactamente la respuesta que esperaba, de modo que lo intentó de nuevo. Esta vez se enfadaron mucho con él, así que dejó un poco de dinero de todos modos y volvió a salir al sol.

Poco después de las seis volvió al callejón donde vivía Fenchurch, asiendo una botella de champán.

—Sujeta esto —dijo ella, poniéndole en la mano una sólida cuerda y desapareciendo por las grandes puertas de madera blanca, de las que colgaba un grueso candado sujeto a una barra de hierro negro.

La casa era un pequeño establo acondicionado en un callejón industrial situado detrás de la abandonada Real Casa de la Agricultura de Islington. Además de las grandes puertas de establo, tenía una puerta principal de aspecto normal y coquetamente barnizada con una aldaba negra en forma de delfín. Lo único raro de esta puerta era su umbral a tres metros de altura, en el más alto de los dos pisos, y que, probablemente, en su origen se utilizaba para almacenar el heno para caballos hambrientos.

Una vieja polea sobresalía del ladrillo por encima de la puerta, y de allí colgaba la cuerda que Arthur tenía en las manos. El otro extremo de la cuerda sujetaba un violonchelo suspendido.

La puerta se abrió por encima de su cabeza.

—Vale —dijo Fenchurch—, tira de la cuerda y endereza el violonchelo. Pásamelo para arriba.

Arthur tiró de la cuerda y enderezó el violonchelo.

—No puedo tirar más de la cuerda —anunció—, sin que se suelte el violonchelo.

Fenchurch se inclinó.

—Yo sujeto el violonchelo —dijo—. Tú tira de la cuerda.

El violonchelo se puso a la altura de la puerta, oscilando suavemente, y Fenchurch logró meterlo dentro.

—Sube tú —le gritó desde arriba.

Arthur cogió la bolsa de víveres y cruzó las puertas del establo, estremecido.

La habitación de abajo, que antes había visto brevemente, estaba muy desordenada y llena de trastos. Había una antigua planchadora mecánica de hierro forjado y, amontonados en un rincón, una sorprendente cantidad de fregaderos de cocina. Y, según observó Arthur momentáneamente alarmado, un cochecito de niño, pero era muy viejo y estaba lleno de libros, lo que desechaba complicaciones.

El suelo, de cemento viejo y lleno de manchas, presentaba unas grietas interesantes. Y ésa era la medida del estado de ánimo de Arthur cuando empezó a subir la desvencijada escalera del rincón. Hasta un suelo de cemento agrietado le parecía insoportablemente sensual.

—Un arquitecto amigo mío no deja de repetirme las maravillas que podía hacer con esta casa —dijo Fenchurch en tono ligero cuando apareció Arthur—. Se pone a dar vueltas pasmado, y con cara de asombro murmura cosas sobre espacio, objetos, acontecimientos y maravillosos matices de luz; luego dice que necesita un lápiz y desaparece durante semanas. Por lo tanto, hasta la fecha, no han ocurrido maravillas.

Efectivamente —pensó Arthur mientras echaba una ojeada alrededor—, la habitación de arriba era al menos bastante maravillosa. Estaba decorada con sencillez, amueblada con cosas hechas con cojines y también tenía un equipo estereofónico con altavoces que habrían impresionado a los tíos que erigieron los menhires de Stonehenge.

Había flores pálidas y cuadros interesantes.

En el espacio, bajo el techo, había una estructura en forma de galería que albergaba una cama y también un cuarto de baño en el que, según explicó Fenchurch, podías realmente balancear a un gato por la cola.

—Pero sólo —añadió—, si se trata de un gato paciente y no le importan unos cuantos coscorrones. Así que, ya ves.

—Sí.

Se miraron un momento.

El momento se prolongó y de pronto se convirtió en un rato largo, tan largo que apenas se sabía de dónde venía todo aquel tiempo.

Para Arthur, que normalmente se volvía tímido si se le dejaba solo el tiempo suficiente en una fábrica de queso suizo, el momento fue de una continua revelación. De pronto se sintió como un animal entumecido y nacido en un zoo, que se despierta una mañana y ve abierta su jaula, con la sabana gris y rosa extendiéndose hacia el lejano sol naciente, mientras a su alrededor empiezan a surgir sonidos nuevos.

Se preguntó cuáles eran aquellos sonidos nuevos mientras contemplaba la curiosa expresión de Fenchurch y sus ojos que sonreían con una sorpresa compartida.

Hasta entonces no se había dado cuenta de que la vida habla con voz propia, con matices que no dejan de brindar respuestas a las preguntas que continuamente se le hacen; hasta aquel momento no había percibido ni reconocido de manera consciente sus carencias, y ahora le decían algo que nunca le habían dicho antes, y ese algo era: «Sí.»

Fenchurch terminó desviando la mirada, con un pequeño movimiento de cabeza, le dijo:

—Lo sé. Tendré que recordar que eres la clase de persona que no puede tener un simple trozo de papel durante dos minutos sin ganar una rifa.

Se dio la vuelta.

—Vamos a dar un paseo —se apresuró a sugerir—. A Hyde Park. Me pondré algo menos elegante.

Llevaba un vestido oscuro bastante sobrio de líneas no muy atractivas que, en realidad, no le sentaba bien.

—Lo llevo especialmente para mi profesor de violonchelo —explicó—. Es un viejo agradable, pero a veces creo que de tanto darle al arco se excita un poco. Bajaré dentro de un momento.

Subió ágilmente las escaleras que conducían a la galería y dijo, levantando la voz:

—Pon el champán en la nevera, para luego.

Al abrir la puerta del frigorífico, vio que la botella tenía un gemelo idéntico para hacerle compañía.

Se acercó a la ventana y miró afuera. Se volvió y se puso a ver sus discos. Escuchó el ruido que hizo el vestido al caer sobre el suelo, encima de él. Pensó en la clase de persona que era. Se dijo con mucha firmeza que al menos en aquel momento mantendría los ojos clavados en las cubiertas de los discos, leería los títulos, asentiría de manera apreciativa e incluso los contaría si era necesario. No levantaría la cabeza.

En esto último falló por completo, entera y vergonzosamente.

Desde arriba, ella le observaba con tal intensidad que apenas pareció notar su mirada. Luego meneó la cabeza, se puso el ligero vestido de verano y desapareció rápidamente en el cuarto de baño.

Poco después volvió a salir, toda sonrisas y con un sombrero, y bajó saltando por la escalera con extraordinaria agilidad. Era un extraño movimiento como de danza. Vio que Arthur lo había observado y movió suavemente la cabeza hacia un lado.

—¿Te gusta?

—Estás impresionante —se limitó a contestar, porque así era.

—Hummmm —repuso ella, como si Arthur no hubiese contestado realmente a su pregunta.

Cerró la puerta de arriba, que había estado abierta todo el tiempo, y echó una mirada por la pequeña habitación para ver si todo estaba en condiciones de quedarse así durante un rato. Los ojos de Arthur la siguieron a todas partes, y cuando miró en otra dirección, ella sacó algo de un cajón y lo introdujo en el bolso de lona que llevaba.

Arthur volvió a mirarla.

—¿Estás lista?

—¿Sabes —preguntó ella con una sonrisa un tanto confundida—, que me pasa algo?

Su franqueza pilló desprevenido a Arthur.

—Pues he oído que una vaga especie de…

—Me pregunto qué sabes de mí. Si te lo dijo quien yo creo, entonces no es eso. Russell se inventa cosas, porque no puede enfrentarse a lo que es en realidad.

Arthur sintió una punzada de inquietud.

—Entonces, ¿qué es? ¿Puedes decírmelo?

—No te preocupes —dijo ella—, no es nada malo. Sólo que no es normal. Es algo muy, muy anormal.

Le tomó de la mano y luego, inclinándose hacia adelante, le dio un beso fugaz.

—Tengo mucho interés en saber —le aseguró—, si lograrás averiguarlo esta noche.

Arthur sintió que si alguien le daba un golpecito en aquel momento, habría resonado como una campana, con el profundo y continuo campanilleo que hacía su pecera gris cuando la rozaba con la uña del pulgar.