En los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la Espiral de la Galaxia, brilla un pequeño y despreciable sol amarillento.
En su órbita, a una distancia aproximada de ciento cincuenta millones de kilómetros gira un pequeño planeta totalmente insignificante de color azul verdoso, cuyos pobladores, descendientes de los simios, son tan asombrosamente primitivos que aún creen que los relojes digitales son de muy buen gusto.
Ese planeta tiene o, mejor dicho, tenía el problema siguiente: la mayoría de sus habitantes eran desdichados durante casi todo el tiempo.
Muchas soluciones se sugirieron para tal problema, pero la mayor parte de ellas se referían principalmente a los movimientos de unos papelitos verdes; cosa extraña, ya que los papelitos verdes no eran precisamente quienes se sentían desdichados.
De manera que persistió el problema; muchos eran mezquinos, y la mayoría se sentían desgraciados, incluso los que poseían relojes digitales.
Cada vez eran más los que pensaban que, en primer lugar, habían cometido un grave error al bajar de los árboles. Y algunos afirmaban que lo de los árboles había sido una equivocación, y que nadie debería haber salido de los océanos.
Y entonces, un jueves, casi dos mil años después de que clavaran a un hombre a un árbol por decir que, para variar, sería estupendo portarse bien con los demás, una muchacha sentada sola en un pequeño bar de Rickmansworth comprendió de pronto qué había ido mal hasta entonces, y supo por fin cómo el mundo podría convertirse en un lugar agradable y feliz. Esta vez era cierto, daría resultado, y no habría que clavar a nadie a ningún sitio.
Lamentablemente, sin embargo, antes de que, pudiera llegar a un teléfono para contárselo a alguien, la Tierra fue súbitamente demolida para dar paso a una nueva vía de circunvalación hiperespacial. Y así se perdió la idea, al parecer para siempre.
Esta es la historia de la muchacha.