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Tristeza. Desaliento. Más tristeza y más desaliento. Necesitaba ocuparse en algo, y concibió un proyecto.

Encontraría el lugar donde había estado su cueva.

En la Tierra prehistórica había vivido en una caverna; no muy bonita, era una cueva asquerosa, pero.., no había peros. Era una covacha absolutamente asquerosa y la odiaba. Pero allí había vivido cinco años, lo que la convirtió en una especie de hogar, y al ser humano le gusta recordar sus hogares. Arthur era un ser humano y fue a Exeter a comprar un ordenador.

Efectivamente, eso era lo que quería. Un ordenador. Pero pensaba que debía tener un objetivo bien definido en vez de dedicarse a lanzar un montón de ideas que la gente podía confundir con ganas de jugar. De manera que aquél era un objetivo serio. Localizar exactamente una caverna en la tierra prehistórica. Se lo explicó al hombre de la tienda.

—¿Por qué? —preguntó el dependiente. Pregunta capciosa.

—Vale, déjelo —dijo el dependiente—. ¿Cómo?

—Pues esperaba que usted pudiera ayudarme en eso. El dependiente suspiró y se encogió de hombros.

—¿Tiene usted mucha experiencia con ordenadores?

Arthur dudó en mencionar a Eddie, el ordenador de a bordo de Corazón de oro, que habría hecho el trabajo en un segundo, o a Pensamiento Profundo, o a…, pero decidió que no lo haría.

—No.

—Parece que va a ser una tarde divertida —comentó el dependiente, aunque sólo lo dijo para sí.

De todos modos, Arthur compró el Apple. Al cabo de unos días también adquirió unos programas de astronomía, con los que siguió el movimiento de los astros, trazó pequeños y aproximados diagramas sobre los recuerdos que tenía de la posición de las estrellas cuando por la noche levantaba la vista desde la caverna, y durante semanas trabajó en ello con ahínco para llegar a la alegre conclusión a que inevitablemente esperaba llegar, es decir, que el proyecto entero era absolutamente ridículo.

Los dibujos trazados de memoria no servían para nada. Ni siquiera sabía cuánto tiempo hacía, pese al cálculo de Ford Prefect, que lo cifraba en «un par de millones de años»; en resumidas cuentas, carecía de datos numéricos.

Sin embargo, al final elaboró un método que al menos le llevaría a alguna parte. Decidió no preocuparse del hecho de que, con el extraordinario barullo que se hacía contando con los dedos y las aventuradas aproximaciones y arcanas conjeturas que utilizaba, necesitaría mucha suerte para acertar con la galaxia; siguió adelante y obtuvo un resultado.

El afirmaría que era el resultado adecuado. ¿Quién podía saberlo?

Por casualidad, entre los infinitos e imprevisibles azares del destino, dio con la galaxia exacta, aunque él nunca llegaría a saberlo, claro está. Se limitó a ir a Londres y llamar a la puerta adecuada.

—¡Vaya! Creí que primero me llamarías por teléfono. Arthur se quedó boquiabierto de asombro.

—Pasa, pero sólo unos minutos —dijo Fenchurch—. Iba a salir.