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Había un paseo de seis kilómetros hasta su pueblo: un kilómetro y medio hasta la desviación adonde el abominable Russell se había negado abruptamente a llevarle y, desde allí, otros tres kilómetros y medio de sinuoso camino rural.

El Saab se perdió en la noche. Arthur lo miró alejarse, tan pasmado como podría estarlo un hombre que, tras creerse completamente ciego durante cinco años, descubriera de pronto que simplemente había llevado un sombrero demasiado grande.

Sacudió bruscamente la cabeza, con la esperanza de que ese gesto desalojara algún hecho sobresaliente que encajaría en su sitio y daría sentido al Universo, por otra parte totalmente desconcertante; pero como el citado hecho sobresaliente, si es que había alguno, no coincidía con nada, echó a andar de nuevo carretera adelante, confiado en que un buen paseo vigoroso, y tal vez incluso unas buenas ampollas dolorosas contribuirían al menos a reafirmarle en su propia existencia, ya que no en su cordura.

Llegó a las diez y media, dato que averiguó a través de la ventana, grasienta y entelada, de la taberna del Horse and Groom, en la que desde hacía muchos años colgaba un viejo y baqueteado reloj de Guinness con un dibujo que representaba a un emú con una jarra de cerveza atascado, en forma bastante divertida, en el gaznate.

Era la taberna donde había estado el fatídico mediodía en que su casa fue demolida y, a continuación, todo el planeta Tierra; o mejor dicho, dio la impresión de que fue demolido. No, maldita sea, fue destruido, porque si no, ¿dónde demonios había estado él durante los últimos ocho años, y cómo había llegado allí de no ser en una de las enormes naves amarillas de los vogones que, según el odioso Russell, no eran más que alucinaciones producidas por una droga? Y si lo habían realmente demolido, ¿qué era aquello donde tenía plantados los pies…?

Desechó aquellas lucubraciones porque no le llevarían más lejos de donde estaba veinte minutos antes, cuando empezó a hacerlas.

Comenzó de nuevo.

Aquélla era la taberna donde había estado el fatídico mediodía durante el cual sucedió lo que ahora estaba tratando de averiguar, fuera lo que fuese, y…

Seguía sin tener sentido. Volvió a empezar.

Aquélla era la taberna donde…

Aquélla era una taberna.

En las tabernas servían bebidas, y a él no le vendría nada mal tomar una. Satisfecho de que esa embarullada concatenación de ideas le hubiera finalmente conducido a una conclusión que, además, le hacía feliz aunque no fuese la que se había propuesto encontrar se dirigió hacia la puerta de la taberna.

Y se detuvo.

Un pequeño terrier negro y de pelo crespo salió corriendo por detrás de un parapeto y, al ver a Arthur, empezó a gruñir.

Pero Arthur lo conocía, y bien. Era de un amigo suyo que trabajaba en una empresa de publicidad, y le llamaban Ignorantón porque la forma en que el pelo se le erizaba en la cabeza recordaba al presidente de los Estados Unidos de América. Y el perro conocía a Arthur, o al menos debía conocerlo. Era un animal estúpido, que ni siquiera sabía descifrar una señal de tráfico, y por eso mucha gente consideraba su nombre exagerado, pero al menos debía de ser capaz de reconocerle en vez de quedarse allí parado, con los pelos del cogote erizados, como si Arthur fuese la aparición más espantosa que hubiese irrumpido en su vida de débil mental.

Eso movió a Arthur a mirar de nuevo por la ventana, esta vez no para contemplar al emú que se estaba asfixiando, sino para ver su propio reflejo.

Al verse por primera vez en un ambiente familiar, hubo de admitir que el perro tenía razón.

Se parecía mucho al instrumento que utilizaría un campesino para ahuyentar a los pájaros, y no cabía duda de que si entraba en la taberna en su estado actual, suscitaría ciertos comentarios jocosos y, lo que sería peor, en aquel momento habría varias personas a las que conocería y que inevitablemente le bombardearían a preguntas que, de momento, no se encontraba en buenas condiciones de responder.

Will Smithers, por ejemplo, el dueño de Ignorantón, perro nada prodigioso y animal tan estúpido que lo habían despedido de uno de los anuncios de Will por ser incapaz de saber qué comida de perro debía preferir, pese al hecho de que en los demás cuencos habían vertido aceite de motores.

Will estaría dentro, seguro. Allí estaba su perro; y su coche, un Porsche gris 928S con un letrero en la ventanilla trasera que decía: «Mi otro coche también es un Porsche.» Maldito sea.

Lo miró y comprendió que acababa de enterarse de algo que antes desconocía.

Will Smithers, como la mayoría de los hijoputas superpagados e infraescrupulosos que Arthur conocía en el mundo de la publicidad, procuraba cambiar de coche todos los años en agosto y así decir a la gente que su contable le obligaba a hacerlo, aunque lo cierto era que el contable hacía todo lo posible por impedírselo debido a las pensiones por alimentos que tenía que pagar y todo eso; y aquél era el mismo coche que tenía antes, según recordó Arthur. El número de matrícula pregonaba el año.

Como ahora era invierno, y el incidente que tantos problemas causó a Arthur ocho años atrás, según su cómputo personal, había ocurrido a principios de septiembre, allí habían pasado menos de seis o siete meses.

Quedó tremendamente quieto por un momento y dejó que Ignorantón saltara de un lado para otro sin parar de ladrarle. Pasmado, comprendió algo que ya no podía ignorar: era un extraño en su propio mundo. Por mucho que lo intentaran, nadie podría ser capaz de creer su historia. No sólo parecía de locos, sino que los hechos la contradecían a simple vista.

¿Era aquello realmente la Tierra? ¿Existía la más leve posibilidad de que se hubiese cometido alguna equivocación sensacional?

La taberna que tenía delante le resultaba insoportablemente familiar en todos los detalles: cada ladrillo, cada trozo de pintura descascarillada; y en el interior percibía el ambiente cálido y cerrado, con el ruido, las vigas al descubierto, los apliques de falso hierro forjado, la barra pegajosa de cerveza en la que habían apoyado los codos personas que conocía; y, por encima, chicas recortadas en cartón mostrando bolsas de cacahuetes grapadas sobre los pechos. Era todo su ambiente, su mundo.

Hasta conocía al maldito perro. —¡Eh, Ignorantón!

La voz de Will Smithers significaba que debía decidir rápidamente lo que iba a hacer. Si se quedaba allí, le descubrirían y empezaría el lío. Ocultándose sólo aplazaría el momento, y empezaba a hacer un frío intenso.

El hecho de que se tratase de Will le hizo más fácil la elección. No es que le cayera antipático: Will era bastante divertido. Sólo que resultaba un poco agobiante porque, como trabajaba en publicidad, siempre quería que uno supiera lo bien que él se lo pasaba y en dónde había comprado la chaqueta.

Pensando en todo eso, Arthur se ocultó detrás de una furgoneta. —¡Eh, Ignorantón! ¿Qué pasa?

Se abrió la puerta y salió Will, llevando una cazadora de cuero de piloto que un amigo suyo había aplastado con un coche, por expresa petición de Will, en el Laboratorio de Investigación de Tráfico, para que adquiriese aquel aspecto de prenda muy usada.

Ignorantón aulló de placer y, teniendo toda la atención que quería, se olvidó alegremente de Arthur.

Will estaba con unos amigos, y habían inventado un juego que jugaban con el perro.

—¡Comunistas! —gritaron al perro todos a coro—. ¡Comunistas, comunistas, comunistas!

El perro se volvió loco ladrando, saltando de un lado para otro, desgañitándose, fuera de sí, transportado en un éxtasis de rabia. Todos se rieron a carcajadas y lo celebraron, y se dispersaron gradualmente hacia sus respectivos coches y desaparecieron en la noche.

Bueno, esto arregla una cosa, pensó Arthur detrás de la furgoneta, no cabe duda de que éste es el planeta que recuerdo.