16
Tras pasar un desagradable domingo vaciando cubos de basura en la parte posterior de un bar de Taunton sin encontrar nada, ni papeleta de rifa ni número de teléfono, Arthur hizo todo lo posible por encontrar a Fenchurch, y cuanto más lo intentaba, más semanas pasaban.
Se insultaba y se enfurecía consigo mismo, con el destino, con el mundo y con el tiempo que hacía. Movido por la rabia y la pena, se fue a la cafetería de la gasolinera donde había estado poco antes de encontrarla.
—Es esta lluvia lo que me pone de mal humor.
—Por favor, no hable más de la lluvia —replicó Arthur.
—Dejaría de hablar si dejara de llover.
—Oiga…
—Pero le diré lo que hará cuando deje de llover, ¿vale?
—No.
—Caerán chuzos de punta.
—¿Cómo?
—Que diluviará.
Por encima del borde de su taza de café, Arthur miró al horrible mundo exterior. Comprendió que se encontraba en un sitio enteramente absurdo al que había ido movido por la superstición y no por la lógica. Sin embargo, como para atormentarle con la idea de que tales coincidencias pueden darse en realidad, el destino había decidido reunirle con el camionero que había conocido allí la última vez.
Cuanto más trataba de ignorarle, más inmerso se veía en el vertiginoso remolino de la exasperante conversación del camionero.
—Creo —dijo Arthur con vaguedad, maldiciéndose a sí mismo por molestarse en abrir la boca—, que está amainando.
—¡Ja!
Arthur se encogió de hombros. Tendría que irse. Eso es lo que debería hacer. Marcharse, simplemente.
—¡Nunca deja de llover! —Vociferó el camionero, que dio un puñetazo en la mesa, derramó el té y, por un momento, pareció echar humo.
Uno no puede irse sin responder a una observación así.
—Claro que deja de llover —manifestó Arthur. No era una refutación elegante, pero había que decirlo.
—Llueve.., todo.., el tiempo —bramó el camionero, dando puñetazos en la mesa a cada palabra.
Arthur meneó la cabeza.
—Decir que llueve todo el tiempo es una estupidez…
Ultrajado, el camionero abrió bruscamente la cejas.
—¿Una estupidez? ¿Por qué? ¿Por qué es una estupidez decir que llueve todo el tiempo cuando nunca deja de llover?
—Ayer no llovió.
—En Darlington, sí.
Arthur hizo una pausa, cauteloso.
—¿No va a preguntarme dónde estuve ayer? —inquirió el camionero,—. ¿Eh?
—No.
—Espero que lo adivine.
—¿Ah, sí?
—Empieza con una D.
—¿De veras?
—Y le aseguro que llovía a cántaros.
—Este no es sitio para ti, tío —dijo alegremente a Arthur un desconocido que iba en mono—. Este es el Rincón del Nubarrón.
Especialmente reservado al querido Gotas de Lluvia no Dejan de Caer Sobre mi Cabeza, aquí presente. Entre este lugar y la soleada Dinamarca, hay uno reservado en cada cafetería de autopista. Te aconsejo que te largues. Es lo que hacemos todos. ¿Qué tal vas, Rob? ¿Muy ocupado? ¿Llevas las cubiertas de lluvia? ja, ja.
Se marchó a contarle un chiste de Britt Ekland a alguien que estaba en una mesa próxima.
—Como ve, ninguno de esos hijoputas me toma en serio —comentó Rob McKenna que, inclinándose hacia adelante y arrugando los ojos, añadió en tono sombrío—. ¡Pero todos saben que es cierto!
Arthur frunció el ceño.
—Igual que mi mujer —siseo el único dueño y conductor del camión «McKenna, transportes en toda clase de tiempo»—. Dice que es una tontería y que armo alboroto y me quejo de nada, pero —hizo una pausa teatral, lanzando peligrosas miradas —¡siempre recoge la colada cuando telefoneó para decirle que voy camino de casa! —Blandió la cucharilla—. ¿Qué le parece?
—Pues…
—Tengo un libro —prosiguió—, tengo un libro. Un diario. Lo llevo desde hace quince años. Indica todos los sitios donde he estado. Día a día. Y también qué tiempo hacía. Y era igual de horrible —gruñó —en todas partes. En todos los sitios de Inglaterra, Escocia y Gales por donde he pasado. En todo el continente, en Italia, Alemania, de un extremo a otro de Dinamarca, en Yugoslavia. Todo está anotado, con sus mapas. Incluso la visita que hice a mi hermano, en Seattle.
—Pues —repuso Arthur, levantándose al fin para marcharse—, tal vez debería enseñárselo a alguien.
—Lo haré —dijo McKenna.
Y lo hizo.