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Aquella tarde oscureció pronto, que era lo normal para la época del año. Hacía frío y viento, lo que también era normal.

Empezó a llover, cosa que era especialmente normal. Aterrizó una nave espacial, y eso no lo era.

En los alrededores no había nadie para verlo, salvo algunos cuadrúpedos espectacularmente estúpidos que no tenían la menor idea de cómo interpretarlo, de si tenían que tomárselo de algún modo, o comérselo, o qué. Así que hicieron lo de siempre, salir corriendo y tratar de ocultarse los unos debajo de los otros, cosa que nunca salía bien.

La nave descendió con suavidad de las nubes, como apoyada en un rayo de luz.

Desde lejos apenas se habría reparado en ella entre los relámpagos y las nubes de tormenta, pero vista de cerca resultaba extrañamente bella: una nave gris, de forma elegante y muy pequeña.

Desde luego, nunca se tiene la menor idea del tamaño o la forma que las distintas especies llegan a tener, pero si se considerasen los resultados del último informe sobre el Censo de la Galaxia Central como una guía precisa de promedios estadísticos, la capacidad de la nave probablemente se calcularía en seis personas; y se estaría en lo cierto.

De todos modos, es probable que lo hubiesen adivinado. El informe del Censo, como tantas otras encuestas por el estilo, había costado un enorme montón de dinero, y a nadie le dijo nada que no supiera ya, salvo que cada individuo de la Galaxia tenía 2,4 piernas y poseía una hiena. Dado que, evidentemente, eso no es cierto, todo el asunto quedó descartado al final.

La nave se deslizó hacia abajo suavemente entre la lluvia, mientras sus tenues focos la envolvían en delicados arco iris. Emitía un zumbido muy quedo, que fue haciéndose cada vez más alto y profundo a medida que se acercaba al suelo, y que al llegar a una altura de quince centímetros se convirtió en un fuerte zumbido.

Por fin aterrizó y permaneció silenciosa.

Se abrió una escotilla. Se desplegó una pequeña escalera. Apareció una luz en la abertura, brillante, derramándose en la noche húmeda, y en el interior se movieron sombras.

Una silueta alta se recortó en la luz, miró alrededor, titubeó, y bajó aprisa los escalones, llevando bajo el brazo una amplia bolsa de la compra.

Se volvió e hizo una brusca señal única hacia la nave. La lluvia le empezó a chorrear por los cabellos.

—¡Gracias! —gritó—. Muchas gra…

Le interrumpió la seca descarga de un trueno. Alzó la vista con recelo y, en respuesta a una súbita ocurrencia, empezó a revolver dentro de la gran bolsa de plástico, en cuyo fondo descubrió entonces un agujero.

Las grandes letras que llevaba impresas a un lado, decían (para todo aquel que pudiese descifrar el alfabeto centáurico): Megamercado libre de impuestos, Puerto Brasta, Alfa Centauri. Sea como el vigésimo segundo elefante revalorizado del espacio, ¡ladre!

—¡Esperad! —llamó la silueta, haciendo señas a la nave.

La escala, que había empezado a plegarse de nuevo por la escotilla, se detuvo, volvió a extenderse y le permitió entrar otra vez.

Pocos segundos después volvió a salir con una toalla (usada) y raída que metió en la bolsa.

Se despidió de nuevo con la mano, se puso la bolsa bajo el brazo y echó a correr para refugiarse bajo unos árboles mientras, a su espalda, la nave ya iniciaba la ascensión.

Un relámpago fulguró en el cielo y la figura se detuvo un momento para seguir luego la marcha, de prisa, reconsiderando el camino para mantenerse apartada de los árboles. Se movía con rapidez, resbalando aquí y allá, encorvado para protegerse de la lluvia, que ahora caía con creciente intensidad, como arrojada del cielo.

Sus pies chapoteaban por el barro. El trueno retumbaba en las montañas. Inútilmente, se limpió la lluvia de la cara y siguió avanzando a trompicones.

Más luces.

Esta vez no eran relámpagos, sino luces más tenues y difusas que barrían lentamente el horizonte y desaparecían.

Al verlas, la figura se detuvo de nuevo y luego redobló el paso, dirigiéndose en línea recta al punto del horizonte de donde procedían.

Pero entonces el terreno empezó a hacerse más pendiente, empinándose hacia arriba, y al cabo de doscientos o trescientos metros, terminaba en un obstáculo. Se detuvo a examinar la barrera y luego arrojó la bolsa por encima, antes de escalarla ella misma.

Apenas había tocado el suelo al otro lado, cuando una máquina salió de la lluvia derramando torrentes de luz a través del muro de agua. La figura se echó atrás mientras la máquina avanzaba velozmente hacia ella. Tenía una forma achaparrada y bulbosa, como una pequeña ballena flotando: lustrosa, gris y redonda, moviéndose con velocidad aterradora.

Instintivamente, la figura alzó las manos para protegerse, pero sólo le alcanzó un chorro de agua, mientras la máquina pasó como una exhalación y se perdió en la noche.

La iluminó brevemente otro relámpago que surcó el cielo, lo que permitió leer a la empapada figura detenida al borde de la carretera durante una décima de segundo, antes de que desapareciera, un pequeño letrero que la máquina llevaba en la parte trasera.

Ante el aparente incrédulo asombro de la figura, el letrero decía: «Mi otro coche también es un Porsche.»