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Arthur se despertó sintiéndose de maravilla, absolutamente fabuloso, repuesto, rebosante de alegría por estar en cama, lleno de vigor y nada decepcionado al descubrir que era mediados de febrero.
Casi bailando, se dirigió al frigorífico, encontró las tres cosas menos peludas que había, las puso en un plato y las miró con atención durante dos minutos. Como en ese período de tiempo no intentaron moverse, las llamó desayuno y se las comió. Así eliminaron una virulenta enfermedad espacial que, sin saberlo, había contraído Arthur unos días antes en los Pantanos de Gas de Flargathon, y que de otro modo habría matado a media población del Hemisferio Occidental, cegado a la otra mitad y vuelto psicóticos y estériles a todos los demás, así que la Tierra tuvo suerte en aquella ocasión.
Se sentía fuerte, sano. Con una pala, apartó vigorosamente las cartas de propaganda y enterró al gato.
Justo cuando terminaba la tarea sonó el teléfono, pero lo dejó sonar mientras guardaba un momento de respetuoso silencio. Si se trataba de algo importante, volverían a llamar.
Se quitó el barro de los zapatos y volvió a entrar en la casa.
Entre los montones de cartas de propaganda había algunas importantes: unos documentos del ayuntamiento, con fecha de tres años antes, relativos a la intención de demoler su casa, y algunas otras sobre un proyecto de encuesta pública acerca del plan de construir una vía de circunvalación en la zona; también había una vieja carta de Greenpeace, el grupo de presión ecologista al que apoyaba de cuando en cuando, pidiendo ayuda para su plan de liberar del cautiverio a delfines y orcas, más algunas postales de amigos que vagamente se quejaban de que aquellos días no se le podía localizar.
Reunió todas aquellas cartas y las guardó en un archivador de cartón en el que anotó «Asuntos pendientes». Como aquella mañana se encontraba tan lleno de vigor y dinamismo, añadió la palabra: «¡Urgente!»
Sacó la toalla y otras cosas de la bolsa de plástico que había comprado en el megamercado de Puerto Brasta. En un lado de la bolsa había un slogan que era un ingenioso y complicado juego de palabras en Lingua Centauri, que era absolutamente incomprensible en cualquier otro idioma, y que por tanto no tenía sentido alguno en una tienda libre de impuestos de un puerto espacial. Además, la bolsa tenía un agujero, de modo que la tiró.
Sintió una súbita punzada al darse cuenta que se le debió de caer algo más en la pequeña nave espacial que le llevó a la Tierra y que, amablemente, se desvió de su ruta para dejarle en la autopista A 303. Había perdido su baqueteado ejemplar, gastado de tantos viajes espaciales, del objeto que le ayudó a orientarse en las increíbles distancias que había recorrido en el espacio. Había perdido la Guía del autostopista galáctico.
Bueno, dijo para sí, ya no voy a necesitar a mas. Tenía que hacer unas llamadas.
Había decidido cómo enfrentarse a la enorme cantidad de contradicciones provocadas por su viaje de vuelta; es decir que lo ignoraría todo.
Telefoneó a la BBC y pidió que le pusieran con el Jefe de su departamento.
—Hola, soy Arthur Dent. Mira, siento haber faltado estos seis meses, pero es que me había vuelto loco.
—Bueno, no te preocupes. Pensé que seguramente era algo así. Aquí pasa eso a todas horas. ¿Para cuándo te esperamos?
—¿Cuándo terminan de invernar los puercoespines?
—En primavera, supongo.
—Entonces iré un poco después de eso.
—Vale.
Hojeó las páginas amarillas y elaboró una breve lista de números.
—Hola, ¿es el Hospital Old Elms? Sí, llamaba para ver si podía hablar con Fenella, hmm… Fenella… ¡Vaya por Dios, qué tonto soy! Ahora se me olvidará mi propio apellido. Hmm… Fenella… Es ridículo, ¿verdad? Es paciente de ustedes, una chica morena, que ingresó anoche…
—Me temo que no tenemos ningún paciente que se llame Fenella.
—¿Ah, no? Me refiero a Fiona, claro; es que nosotros la llamamos Fen…
—Lo siento, adiós.
Clic.
Seis conversaciones por el estilo empezaron a afectar su humor de vigoroso y dinámico optimismo, y pensó que antes de que se le pasara por completo debía bajar a la taberna y exhibirse un poco.
Se le había ocurrido la idea perfecta para explicar de un plumazo el inexplicable misterio que le rodeaba, y silbó en tono bajo al empujar la puerta que tanto le había intimidado la noche anterior.
—iiiiArthur!!!!
Sonrió alegremente ante los ojos asombrados que le miraban fijamente desde todos los rincones de la taberna, y contó a todos lo maravillosamente bien que se lo había pasado al sur de California.