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—Al oír la tercera señal será la una…, treinta y dos minutos.., veinte segundos.

—Bip.., bip.., bip.

Ford Prefect contuvo una risita de maligna satisfacción, comprendió que no había motivo para contenerla y soltó una carcajada perversa.

Pasó la señal procedente de la red Sub-Etha al espléndido sistema de alta fidelidad de la nave, y la extraña y cantarina voz, un tanto ampulosa, resonó por la cabina con admirable claridad.

—Al oír la tercera señal será la una…, treinta y dos minutos.., treinta segundos.

—Bip…, bip…, bip.

Subió un poquito el volumen, sin dejar de observar cuidadosamente el cuadro de cifras que cambiaban con rapidez en la pantalla del ordenador. Para el período de tiempo en que pensaba, la cuestión del consumo de energía era muy importante. No quería tener un crimen sobre su conciencia.

—Al oír la tercera señal será la una…, treinta y dos minutos.., cuarenta segundos.

—Bip…, bip…, bip.

Lanzó una mirada de comprobación por la pequeña nave. Salió al reducido pasillo.

—Al oír la tercera señal…

Asomó la cabeza al pequeño y funcional cuarto de baño, de reluciente acero.

—.., será…

Sonaba muy bien allí dentro. Miró en el diminuto dormitorio.—…la una.., treinta y dos minutos…

Sonaba un poco amortiguado. Había una toalla colgada sobre uno de los altavoces. La quitó.

—…cincuenta segundos. Muy bien.

Comprobó la atestada cabina de carga, y el sonido no le satisfizo en absoluto. Había demasiadas cajas llenas de trastos. Retrocedió y esperó a que se cerrara la puerta. Forzó el panel de control, que estaba cerrado, y pulsó el botón de tirar la carga. No sabía por qué no lo había pensado antes. Se oyó como un silbido retumbante que fue apagándose con rapidez. Tras una pausa, volvió a oírse un leve murmullo.

Desapareció.

Ford Prefect esperó a que se encendiera la luz verde y luego abrió de nuevo la puerta de la ya vacía bodega de carga.

—…la una…, treinta y tres minutos…, cincuenta segundos. Muy bien.

—Bip…, bip…, bip.

Procedió a un último y minucioso examen de la cámara suspendida de animación para emergencias, que era donde más empeño tenía en que se oyera.

—A la tercera señal será exactamente la una.., y treinta y cuatro minutos. Tiritó al atisbar por la helada capa de hielo que cubría la oscura forma de su interior. Algún día, quién sabía cuándo, se despertaría, y entonces sabría qué hora era. No exactamente la hora local, claro, pero qué demonios.

Hizo una doble comprobación en la pantalla del ordenador situado sobre el lecho de congelación, redujo la intensidad de la luz y volvió a verificarlo.

—A la tercera señal será…

Salió de puntillas y volvió a la cabina de control.

—…la una…, treinta y cuatro minutos, veinte segundos.

La voz se oía tan claramente como si estuviera al teléfono en Londres, que no lo estaba, ni mucho menos.

Miró a la negra noche del exterior. La estrella del tamaño de una brillante miga de galleta que veía a lo lejos era Zondostina, o así se llamaba en el mundo desde donde se recibía la voz cantarina y un tanto afectada, Pléyades Zeta.

La brillante curva de color naranja que ocupaba más de la mita del área visible era el inmenso planeta de gas Sesefras Magna, donde atracaban las naves de combate de Xaxis, y justo por encima de su horizonte se levantaba una pequeña luna de frío azul, Epun.

—A la tercera señal será…

Permaneció sentado durante veinte minutos, viendo cómo se estrechaba la distancia entre la nave Epun, mientras el ordenador de la nave movía y componía las cifras que le harían llegar al circuito alrededor de la pequeña luna, cerrándolo y girando en su órbita en perpetua oscuridad.

—…la una…, y cincuenta y nueve minutos…

Su primer plan consistió en cortar todas las señales externas y las radiaciones de la nave, para que pasase inadvertida a menos que la mirasen directamente, pero ahora tenía una idea mejor. Sólo emitiría un rayo continuo, fino como el trazo de un lápiz, que transmitiera la señal de la hora al planeta de procedencia, al que, viajando a la velocidad de la luz, llegaría dentro de cuatrocientos años, pero en el que causaría un gran revuelo.

—Bip…, bip…, bip. Soltó una risita tonta.

No le gustaba pensar que era de los que hacen muecas o se ríen tontamente, pero debía admitir que ya llevaba más de media hora haciéndolo.

—A la tercera señal…

La nave ya había entrado casi por completo en su eterna órbita alrededor de una luna poco conocida y jamás visitada. Casi perfecto.

Sólo quedaba una cosa por hacer. Volvió a pasar por el ordenador la simulación del aterrizaje del Buggy Evasión-O de la nave, equilibrando acciones, reacciones, fuerzas tangenciales, toda la poesía matemática del movimiento, y vio que estaba bien.

Antes de marcharse, apagó las luces.

Cuando su pequeña nave de escape, semejante a la funda cilíndrica de un puro, salió disparada para iniciar los tres días de viaje a la estación orbital de Puerto Sesefron, cabalgó durante unos segundos sobre un largo rayo de radiación, fino como el trazo de un lápiz, que comenzaba un viaje más largo todavía.

—Al oír la tercera señal, serán las dos…, trece minutos…, cincuenta segundos.

Soltó una risita tonta y nerviosa. Se hubiera reído a carcajadas, pero no tenía sitio.

—Bip…, bip…, bip.