24
Por suerte había una fuerte corriente de aire en el callejón, porque Arthur no había hecho esa clase de cosas desde hacía mucho, al menos deliberadamente, y de esa forma es precisamente como no hay que hacerlo.
Giró bruscamente hacía abajo, casi partiéndose la mandíbula con el escalón de la puerta y dando una voltereta en el aire, tan súbitamente pasmado de la estupidez tan tremenda que acababa de cometer, que se olvidó por completo de que tenía que aterrizar en el suelo y no lo hizo.
Un buen truco, dijo para sí, si se sabe hacer. El suelo pendía amenazador sobre su cabeza.
Trató de no pensar en el suelo, en sus enormes dimensiones y en el daño que le haría si decidía dejar de estar allí colgado y se precipitaba de pronto sobre su cabeza. En cambio, intentó pensar en cosas bonitas, en lémures, que era justo lo idóneo, porque en aquel momento no podía recordar exactamente qué era un lémur, si una de esas criaturas que cruzan llanuras en majestuosos rebaños, en el país que fuera o si eran animales salvajes, así que resultaba algo difícil tener pensamientos bonitos sin recurrir a una especie de buena disposición general hacia las cosas, pero todo ello le mantenía la mente plenamente ocupada mientras su cuerpo trataba de acostumbrarse al hecho de que no estaba en contacto con nada.
Por el callejón revoloteó el envoltorio de una chocolatina que, tras un momento de aparente duda e indecisión, al fin permitió que el viento lo depositara, aleteante, entre él y el suelo.
—Arthur…
El suelo seguía gravitando amenazadoramente sobre su cabeza, y pensó que quizá era tiempo de hacer algo al respecto, como dejarse caer, que es lo que hizo, despacio. Muy, muy despacio.
Mientras caía de ese modo, cerró los ojos con cuidado para no chocar con nada.
Al cerrar los ojos, notó que la mirada le recorría todo el cuerpo. Una vez que le llegó a los pies, y que todo su cuerpo era consciente de que tenía los ojos cerrados y que no le daba miedo, despacio, muy, muy despacio, volvió el cuerpo en una dirección y la mente en otra.
Con aquello evitaría el suelo.
Ahora sentía claramente el aire en torno a él; giraba alegremente a su alrededor, como una brisa, indiferente a su presencia, y despacio, muy, muy despacio, abrió los ojos como volviendo de un sueño profundo y distante.
Ya había volado antes, claro, lo había hecho muchas veces en Krlkklt hasta que la cháchara de los pájaros se lo impidió, pero eso era otra cosa.
Ahí estaba en el aire de su propio mundo, sin alboroto y tranquilo, aparte de un ligero temblor que podía atribuirse a toda una serie de cosas.
A tres o cuatro metros por debajo de él veía el duro alquitrán y más allá, a la derecha, las amarillentas farolas de Upper Street.
Afortunadamente, el callejón estaba a oscuras pues la iluminación nocturna estaba regulada por un ingenioso mecanismo que encendía la luz poco antes de la hora de comer y la apagaba cuando empezaba a caer la tarde. Por lo tanto, se encontraba a salvo, envuelto en un manto de negra oscuridad.
Despacio, muy, muy despacio, alzó la cabeza hacia Fenchurch que, silenciosa, pasmada y sin aliento, estaba en el umbral de la puerta de arriba.
El rostro de ella se encontraba a unos centímetros del suyo.
—Iba a preguntarte —dijo ella, en tono bajo y voz temblorosa—, qué estabas haciendo. Pero luego vi que estaba claro. Estabas volando.
Hizo una breve pausa, como si meditara.
—De modo que parecía una pregunta tonta —añadió.
—¿Puedes hacerlo tú? —preguntó Arthur.
—No.
—¿Te gustaría intentarlo?
Ella se mordió el labio y meneó la cabeza, no para decir que no, sino movida por el asombro. Temblaba como una hoja.
—Es muy fácil —la animó Arthur—, si no sabes cómo hacerlo. Eso es lo importante. No estar nada seguro de cómo lo haces.
Sólo para demostrar lo fácil que era, revoloteó por el callejón, cayó hacia arriba de modo bastante espectacular y volvió a acercarse a ella como un billete de banco mecido por un soplo de viento.
—Pregúntame cómo lo he hecho.
—¿Cómo.., lo has hecho?
—Ni idea. Ni la más remota.
Fenchurch se encogió de hombros, asombrada. —Entonces, ¿cómo puedo…?
Arthur descendió un poco más y extendió la mano.
—Quiero que lo intentes —dije. Súbete en mi mano. Sólo con un pie.
—¿Cómo?
—Inténtalo.
Nerviosa, dubitativa, casi como si tratara, pensó, de subirse a la mano de alguien que flotara en el aire justo delante de ella, puso un pie en su mano.
—Ahora, el otro.
—¿Qué?
Levanta el otro pie.
—No puedo.
—Inténtalo.
—¿Así?
—Así.
Nerviosa, dubitativa, casi, se dijo, como si… Dejó de pensar a qué se parecía lo que estaba haciendo, porque tenía la impresión de que no quería saberlo en absoluto.
Fijó firmemente la mirada en el canalón del tejado del decrépito almacén de enfrente que durante semanas la había inquietado porque estaba claro que iba a caerse, y se preguntó si tendrían intención de arreglarlo o si debería decírselo a alguien, y ni por un momento pensó que estaba de pie sobre las manos de alguien que no estaba de pie sobre nada.
—Y ahora —dijo Arthur—, alza el pie izquierdo.
Fenchurch creía que el almacén era de la fábrica de alfombras que tenía las oficinas en la esquina, y alzó el pie izquierdo, así es que seguramente iría a hablarles del canalón.
—Ahora —dijo Arthur—, eleva el pie derecho.
—No puedo.
—Inténtalo.
Nunca había visto el canalón desde aquella perspectiva, y le pareció como si entre el fango y la broza acumulados pudiese haber un nido de pájaro. Si se inclinaba un poquito hacia adelante y elevaba el pie derecho, probablemente lo vería con más claridad.
Alarmado, Arthur vio que, en el callejón, un individuo estaba intentando robar la bicicleta de Fenchurch. De ningún modo quería verse envuelto en una discusión en aquel preciso momento, y esperó que aquel tipo lo hiciera tranquilamente y no mirase hacia arriba.
Tenía el aire silencioso y furtivo del que está acostumbrado a robar bicicletas en callejones y no esperaba ver a los dueños flotando a unos metros por encima de su cabeza. Esos dos hábitos le infundían serenidad, y prosiguió su trabajo con esmero y aplicación, y cuando descubrió que la bicicleta estaba atada con argollas de carbono de tungsteno a una barra de hierro empotrada en cemento, abolló las dos ruedas con toda calma y prosiguió su camino.
Arthur dejó escapar un largo suspiro.
—Mira que cáscara de huevo te he encontrado —le dijo Fenchurch al oído.