22

En Islington, la noche era suave y fragante.

Claro que en el callejón no había dragones de fuego de Fuolornis, pero si alguno se hubiera atrevido a pasar por él, más le habría valido largarse a tomar una pizza, porque allí no iban a necesitarle.

Si surgiese una emergencia inesperada cuando aún se encontraban a la mitad de su American Hots con una anchoa extra, siempre podría enviar un mensaje para que pusieran a Dire Straits en el estéreo, cosa que surte el mismo efecto, como ya se sabe.

—No —dijo Fenchurch—, todavía no.

Arthur puso a Dire Straits en el estéreo. Fenchurch abrió de par en par la puerta de arriba para que entrara un poco más del aire suave y fragante de la noche. Ambos se sentaron en una parte del mobiliario hecho a base de cojines, muy cerca de la abierta botella de champán.

—No —repitió Fenchurch—. No, hasta que averigües lo que me pasa, en qué parte. Pero supongo —añadió en voz muy, muy queda —que podríamos empezar por donde tienes la mano ahora.

—Así que, ¿por dónde tengo que ir?

—De momento hacia abajo —señaló Fenchurch. Arthur movió la mano.

—Hacia abajo —le recordó ella—, es justamente la otra dirección.

—Ah, sí.

Mark Knopfler tiene una habilidad extraordinaria para hacer que un Schecter Custom Stratocaster grite y cante como los ángeles un sábado por la noche, agotado de ser bueno toda la semana y con necesidad de una cerveza fuerte, lo que en este momento no es estrictamente oportuno ya que el disco no ha llegado aún a ese punto, pero cuando llegue pasarán muchas cosas y, por otra parte, el cronista no pretende sentarse aquí con la lista de grabación y un cronómetro, de manera que le parece mejor mencionarlo ahora, cuando las cosas aún tienen un ritmo lento.

—Y así llegamos —anunció Arthur—, a tu rodilla. A tu rodilla izquierda le pasa algo horrible y trágico.

—Mi rodilla izquierda esta perfectamente bien —aseveró Fenchurch.

—Desde luego que sí.

—¿Sabías que…?

—¿Qué?

—Bueno, nada. Estoy segura de que lo sabes. Sigue.

—Así que tiene algo que ver con tus pies…

Ella sonrió en la penumbra y se frotó los hombros contra los cojines. Como en el Universo, en Squornshellous Beta para ser exactos, a dos mundos de distancia de las marismas de los colchones, hay cojines que efectivamente disfrutan con que alguien se frote contra ellos, en particular si se hace con toda naturalidad debido al ritmo sincopado con que se mueven los hombros. Es una lástima que no estuvieran allí pero así es la vida.

Arthur mantuvo en el regazo el pie de Fenchurch y lo escrutó con atención. Toda clase de cosas sobre cómo le caía el vestido dejando ver las piernas, le impedían pensar con claridad en aquel momento.

—Debo admitir que no tengo ni idea de lo que estoy buscando.

—Lo sabrás cuando lo encuentres —repuso ella con un tonillo burlón—. Te aseguro —su voz se entrecortó ligeramente—. No es ése.

Sintiéndose cada vez más confuso, Arthur le dejó el pie izquierdo en el suelo y se desplazó un poco para poder cogerle el derecho. Ella se inclinó hacia adelante, le rodeó con los brazos y le besó, porque el disco había llegado al punto en que, si se conocía la música, resultaba imposible dejar de hacerlo.

Luego le dio el pie derecho.

Arthur lo acarició, pasando los dedos por el tobillo, por la parte carnosa de la planta, por el empeine, sin encontrar nada malo.

Ella lo miraba muy divertida. Se rió y meneó la cabeza. —No, no te pares —dijo—; ése no es.

Arthur se detuvo y frunció el ceño ante el pie izquierdo que reposaba en el suelo.

—No te pares.

Le acarició el pie derecho, pasando los dedos por el tobillo, por la parte carnosa de la planta, por el empeine y dijo:

—¿Quieres decir que tiene algo que ver con la pierna que estoy sujetando?

—inquirió.

Volvió a encogerse de hombros con ese movimiento que habría puesto tanta alegría en la vida de un simple cojín de Squomshellous Beta.

Arthur frunció el entrecejo.

—Cógeme en brazos —dijo Fenchurch con voz queda.

Arthur depositó el pie derecho en el suelo y se incorporó. Ella también. El la abrazó y se besaron de nuevo. Así continuaron un tiempo, al cabo del cual ella dijo:

—Ahora ponme en el suelo otra vez. Así lo hizo Arthur, aún perplejo.

—¿Y bien?

Le lanzó una mirada casi desafiante. —Así que, ¿qué les pasa a mis pies?

Arthur seguía sin comprender. Se sentó en el suelo y luego se puso a gatas para mirarle los pies in situ, por decirlo así, en su habitat normal. Y al mirarlos con atención, descubrió algo raro. Bajó la cabeza hasta el suelo y entornó los ojos. Hubo una larga pausa. Con gesto pesado, volvió a sentarse pesadamente.

—Sí —dijo—, ya veo lo que les pasa a tus pies. Que no tocan el suelo.

—Y.., ¿qué te parece?

Arthur alzó la vista rápidamente hacia ella y vio que un hondo temor le oscurecía súbitamente la mirada. Se mordía el labio y estaba temblando.

—¿Qué.., te… —tartamudeó—. ¿Estás…?

Sacudió la cabeza y se echó los cabellos sobre los ojos, que se le llenaban de lágrimas temerosas.

Arthur se levantó rápidamente, la rodeó con los brazos y le dio un solo beso.

—A lo mejor puedes hacer lo que yo —dijo, y echó a andar saliendo derecho por la puerta del piso superior.

El disco llegó a la mejor parte.