28
—La gente empieza a hacer comentarios —dijo Fenchurch aquella tarde, después de que metieran el violonchelo.
—No sólo hacen comentarios —repuso Arthur—, sino que los imprimen en grandes caracteres debajo de los premios del bingo. Y por eso pensé que sería mejor sacar billetes.
Le mostró los largos y estrechos billetes de avión.
—¡Arthur! —exclamó ella, abrazándolo—. ¿Es que has conseguido hablar con él?
—He tenido un día de extremado agotamiento telefónico —explicó Arthur—. He hablado prácticamente con todas las secciones de prácticamente todos los periódicos de Fleet Street, y por fin he dado con su número.
—Evidentemente, has trabajado mucho; estás empapadito de sudor, pobre cariño.
—No es sudor —puntualizó Arthur, en tono cansino—. Acaba de venir un fotógrafo. Intenté discutir, pero.., no importa, el caso es que sí.
—¿Has hablado con él?
—Con su mujer. Me dijo que estaba muy raro como para ponerse al teléfono en aquel momento, y que volviera a llamar.
Se sentó pesadamente, se dio cuenta de que le faltaba algo y fue a buscarlo a la nevera.
—Quieres beber algo?
—Cometería un asesinato por conseguir una copa. Siempre se que voy a pasarlo mal cuando mi profesor de violonchelo me mira de arriba abajo y dice: «Sí, querida mía, creo que hoy haremos un poco de Tchalkovski.»
—Volví a llamar —prosiguió Arthur—, y la mujer me dijo que estaba a 3,2 años luz del teléfono y que llamara más tarde.
—Ah.
—Llamé más tarde. La mujer me dijo que la situación había mejorado. Ahora sólo estaba a 2,6 años luz del teléfono, pero seguía siendo una distancia muy grande para gritar.
—¿No crees que haya otra persona con la que podamos hablar? —Inquirió Fenchurch en tono de duda.
—Es peor. Hablé con uno de una revista científica que le conoce, y me dijo que John Watson no sólo cree, sino que tiene pruebas concluyentes, que suelen proporcionarle ángeles con barbas doradas, alas verdes y sandalias del doctor Scholl, de que la teoría más de moda y estúpida del mes es cierta. Para la gente que duda de la validez de tales visiones, está dispuesto a mostrar alegremente las chanclas en cuestión, y eso es todo lo que se le saca.
—No me imaginaba que fuese tan difícil —comentó Fenchurch con voz queda y manoseando distraídamente los billetes de avión.
—Volví a llamar a la señora Watson. A propósito, quizá te interese saber que su nombre es Arcana Jill.
—Ya veo.
—Me alegro de que lo entiendas. Pensé que no te creerías nada, así que cuando volví a telefonear conecté el contestador automático para grabar la llamada.
Se dirigió al contestador automático y manipuló los botones durante un tiempo, porque era uno de los que recomienda especialmente la revista ¿Cuál?, y resulta casi imposible utilizarlo sin volverse loco.
—Aquí está —dijo al fin, enjugándose el sudor de la frente.
La voz era tenue y quebradiza debido al viaje de ida y vuelta al satélite geostático, pero también tranquila e inquietante.
—Quizá debería explicar —dijo la voz de Arcana Jill Watson—, que, en realidad, el teléfono está en una habitación a la que él no entra nunca. Está en el Asilo, ¿comprende? A Wonko el Cuerdo no le gusta entrar en el Asilo, así que no lo hace. Creo que debe saberlo porque le ahorrará llamadas de teléfono. Si quiere conocerle, hay un medio muy fácil. Lo único que tiene que hacer es entrar. Sólo quiere ver a la gente fuera del Asilo.
La voz de Arthur en su tono más perplejo:
—Perdone, no entiendo. ¿Dónde está el Asilo?
—¿Que dónde está el Asilo? —de nuevo la voz de Arcana Jill Watson—. ¿Ha leído alguna vez las instrucciones de un paquete de palillos mondadientes?
En la cinta, la voz de Arthur confesó que no.
—Quizá le interese hacerlo. Comprobará que aclaran un poco las cosas. Y le indicarán donde está el Asilo. Gracias.
Se oyó que se cortaba la comunicación. Arthur desconectó el aparato.
—Bueno, imagínate que es una invitación —sugirió Arthur, encogiéndose de hombros—. Logré que el de la revista científica me diera la dirección.
Fenchurch volvió a alzar la vista hacia él, frunció el ceño y miró de nuevo los billetes de avión.
—¿Crees que vale la pena? —preguntó.
—Pues lo único en que coincidía toda la gente con la que hablé —repuso Arthur—, aparte de que todos pensaban que estaba loco de atar, es en que efectivamente sabe de delfines más que ningún otro hombre vivo.