Capítulo CXIV
Peppino
En el mismo momento en el que el barco de vapor del conde desaparecía detrás del cabo Morgiou, un hombre, en silla de posta camino de Florencia a Roma, acababa de pasar la pequeña ciudad de Aquapendente. Iba lo suficientemente deprisa como para recorrer mucho camino, sin que sin embargo se hiciera sospechoso.
Vestido con un gabán, o más bien con un sobretodo que el viaje había infinitamente desgastado, pero que permitía ver brillante y fresca aún una banda de la Legión de Honor, repetida en el traje, este hombre, no solamente por esa doble condecoración, sino también por el acento con el que hablaba al postillón, no podía ser más que francés. Una prueba más de que había nacido en el país de la lengua universal era que no sabía más palabras italianas que esas palabras de música que pueden, como el goddam de Fígaro[1], reemplazar todas las sutilezas de una lengua particular.
—Allegro! —decía al postillón en la subida de cada cuesta.
—Moderato! —insistía en cada bajada.
¡Y sólo Dios sabe si hay subidas y bajadas desde Florencia a Roma por la ruta de Aquapendente!
Por lo demás, esas dos palabras causaban mucha risa a la buena gente a quien iban dirigidas.
En presencia de la ciudad eterna, es decir, llegando a la Storta, punto desde el que se ve Roma, el viajero no sintió ese sentimiento de curiosidad entusiasta que empuja al extranjero a levantarse del fondo de su asiento para tratar de vislumbrar la famosa cúpula de San Pedro, que se destaca mucho antes de que se distinga cualquier otra cosa. No, él solamente sacó una cartera del bolso, y de la cartera un papel doblado en cuatro, que desplegó y volvió a plegar con una atención que parecía más bien respeto, y se contentó con decir:
—Bueno, todavía lo tengo.
El carruaje franqueó la puerta del Popolo, torció a la izquierda y se detuvo en el hotel de España.
Maese Pastrini, nuestro antiguo conocido, recibió al viajero en el umbral de la puerta, con el sombrero en la mano.
El viajero se apeó, pidió una buena cena y se informó de la dirección de la casa Thomson y French, que le fue indicada al instante mismo, siendo esa casa una de las más conocidas de Roma.
Estaba situada en la Via dei Banchi, cerca de San Pedro.
En Roma, como en todas partes, la llegada de una silla de posta supone un gran acontecimiento. Diez jóvenes, descendientes de Mario y de los hermanos Graco[2], descalzos, con los codos agujereados, pero con el puño en la cintura y el brazo pintorescamente curvado por encima de la cabeza, miraban al viajero, a la silla de posta y a los caballos; a estos chiquillos de la ciudad por excelencia, se les unía una cincuentena de papanatas ociosos de los Estados de Su Santidad, de esos que hacen corro escupiendo en el Tíber desde lo alto del puente de Sant’Angelo, cuando el Tíber lleva agua.
Ahora bien, como los chiquillos y los curiosos de Roma, más dichosos que los de París, entienden todas las lenguas, y sobre todo la lengua francesa, oyeron al viajero pedir un apartamento, pedir una cena, y pedir finalmente la dirección de la casa Thomson y French.
De ello resultó que, cuando el recién llegado salió del hotel con el cicerone de rigor, un hombre se apartó del grupo de los curiosos y, sin que el viajero le viera, y sin que, al parecer, tampoco fuese visto por el guía, caminó a poca distancia del extranjero, siguiéndole con tanta maestría como hubiera podido hacerlo un agente de la policía parisina.
El francés tenía tanta prisa en hacer la visita a la casa Thomson y French que ni siquiera pudo esperar a que los caballos estuviesen enganchados; el coche debería alcanzarle en el camino o esperarle a la puerta del banquero.
Llegaron sin que el coche les alcanzara.
El francés entró, dejando en la antecámara al guía, que enseguida entró en conversación con dos o tres de esos negociantes sin negocio, o más bien de mil negocios, que están apostados en Roma a las puertas de los banqueros, de las iglesias, de las ruinas, de los museos o de los teatros.
Al mismo tiempo que el francés, el hombre que se había separado del grupo de los curiosos entró también: el francés llamó a la ventanilla de los despachos y penetró en la primera estancia; su sombra hizo otro tanto.
—¿Los señores Thomson y French? —preguntó el extranjero.
Una especie de lacayo se levantó, tras la indicación de un empleado de confianza, solemne guardián del primer despacho.
—¿A quién debo anunciar? —preguntó el lacayo, preparándose para andar delante del extranjero.
—Al señor barón Danglars —respondió el viajero.
—Acompáñeme —dijo el lacayo.
Abrió una puerta; el lacayo y el barón desaparecieron por ella. El hombre que había entrado detrás de Danglars se sentó en un banco de espera.
El empleado continuó escribiendo durante cinco minutos aproximadamente; mientras tanto, el hombre sentado guardó el más profundo silencio y la más estricta inmovilidad.
Después, la pluma dejó de rascar el papel; levantó la cabeza, miró atentamente a su alrededor y, tras haberse asegurado de que estaban solos:
—¡Ah!, ¡ah! ¿Estás ahí, Peppino?
—Sí —respondió lacónicamente este.
—¿Te has olido algo bueno en ese hombre gordo?
—Eso no tiene mucho mérito, estábamos avisados.
—¿Sabes entonces qué viene a hacer aquí, curioso?
—¡Pardiez! Viene a cobrar; solamente nos queda saber qué cantidad.
—Te lo van a decir enseguida, amigo.
—Muy bien; pero no vas a darme una información falsa, como el otro día.
—¿Qué tienes que decir, y de quién quieres hablar? ¿No sería de ese inglés que se llevó de aquí el otro día tres mil escudos?
—No, ese tenía en efecto los tres mil escudos, y se los encontramos. Quiero hablar de ese príncipe ruso.
—¿Y bien?
—Pues bien, nos diste el soplo de treinta mil libras, y no le encontramos más que veintidós.
—Habréis buscado mal.
—Fue Luigi Vampa en persona quien hizo el registro.
—En ese caso, o bien había pagado deudas…
—¿Un ruso?
—… o se había gastado el dinero.
—Es posible, después de todo.
—Es seguro; pero déjame ir a mi observatorio, si no el francés haría sus negocios sin que yo pudiese saber la cifra real.
Peppino hizo un gesto afirmativo y, sacando un rosario de su bolsillo, se puso a mascullar algún rezo, mientras que el empleado desaparecía por la misma puerta que había dado paso al lacayo y al barón.
Al cabo de diez minutos, aproximadamente, el empleado regresó radiante.
—¿Y bien? —preguntó Peppino a su amigo.
—¡Alerta!, ¡alerta! —dijo el hombre—. La suma es redonda.
—Cinco o seis millones, ¿no es eso?
—Sí; ¿conoces la cifra?
—Con un recibí de Su Excelencia el conde de Montecristo.
—¿Conoces al conde?
—Y cuyo recibí tiene crédito en Roma, Venecia y Viena.
—¡Eso es! —exclamó el empleado—. ¿Cómo estás tan bien informado?
—Te he dicho que estábamos avisados por adelantado.
—¿Entonces, por qué te diriges a mí?
—Para estar seguro de que es este el hombre en cuestión.
—Es él… Cinco millones. Una bonita suma, ¿eh, Peppino?
—Sí.
—Nunca tendremos tanto.
—Al menos —respondió filosóficamente Peppino—, tendremos algunas migajas.
—¡Chsss! Ahí está nuestro hombre.
El empleado volvió a su pluma y Peppino a su rosario; uno escribía y el otro rezaba cuando la puerta se abrió.
Danglars apareció radiante, acompañado por el banquero, que le acompañó hasta la puerta.
Detrás de Danglars, salió Peppino.
Según lo acordado, el coche, que debía alcanzar a Danglars, aguardaba delante de la casa Thomson y French. El cicerone sujetaba la puerta abierta (un cicerone es un ser muy complaciente y se le puede emplear en cualquier cosa).
Danglars saltó al coche, ligero como un joven de veinte años.
El cicerone volvió a cerrar la portezuela y subió al pescante, junto al cochero.
Peppino subió al pescante de detrás.
—¿Su Excelencia quiere ir a ver San Pedro? —preguntó el cicerone.
—¿Para qué? —respondió el barón.
—¡Hombre! Para ver.
—Yo no he venido a Roma para ver —dijo en voz alta Danglars; después, añadió en voz baja con su sonrisa avara—: he venido para tocar pasta.
Y tocó, en efecto, su cartera, en la que acababa de guardar una carta.
—¿Entonces Su Excelencia va…?
—Al hotel.
—Casa Pastrini —dijo el cicerone al cochero.
Y el coche salió rápido como un coche particular.
Diez minutos después, el barón había llegado a su apartamento, y Peppino se instalaba en el banco pegado a la fachada del hotel, después de decir algo al oído de uno de esos individuos descendientes de Mario y de los Graco que señalamos al principio del capítulo, individuo que tomó el camino del Capitolio, con toda la velocidad que le permitían sus piernas.
Danglars estaba cansado, satisfecho y tenía sueño. Se acostó, puso la cartera debajo de la almohada y se durmió.
Por lo demás, Peppino tenía tiempo; jugó a la morra con uno de los facchino, perdió tres escudos y, para consolarse, se bebió un botellín de vino de Orvieto.
Al día siguiente, Danglars se despertó tarde, aunque se hubiera acostado bastante temprano: hacía cinco o seis noches que dormía mal, y eso si dormía.
Desayunó copiosamente y, poco interesado, como había dicho, en ver las bellezas de la Ciudad Eterna, pidió los caballos de posta para el mediodía.
Pero Danglars no había contado con las formalidades de la policía y la pereza del dueño de la posta.
Los caballos no llegaron hasta las dos de la tarde, y el cicerone no trajo el pasaporte visado hasta las tres.
Todos esos preparativos habían atraído ante la puerta de maese Pastrini a un buen número de curiosos.
Los descendientes de los Graco y de Mario tampoco se quedaban atrás.
El barón atravesó triunfalmente todos esos grupos que le llamaban Excelencia para conseguir un bayoco.
Como Danglars, hombre del pueblo, como se sabe, se había contentado, hasta entonces, con hacerse llamar barón, y nunca le habían llamado Excelencia, ese tituló le halagó, y distribuyó una docena de paolos a toda esa canalla, dispuesta, por otra parte, a llamarle Alteza por otros doce paolos.
—¿Qué ruta vamos a seguir? —preguntó el postillón.
—La de Ancona —respondió el barón.
Maese Pastrini tradujo la pregunta y la respuesta, y el carruaje partió al galope.
Danglars quería, efectivamente, pasar por Venecia y coger allí una parte de su fortuna, después de Venecia iría a Viena, en donde ejecutaría el resto.
Su intención era establecerse en esta última ciudad, de la que le habían asegurado que era una ciudad llena de entretenimientos.
Apenas habían recorrido tres leguas por el campo de Roma, cuando empezó a anochecer; Danglars no creía que hubieran salido tan tarde, si no se hubiera quedado en el hotel; preguntó al postillón cuánto quedaba hasta la ciudad más próxima.
—Non capisco —respondió el postillón.
Danglars hizo un movimiento de cabeza que quería decir: «¡Muy bien!».
El carruaje continuó su camino.
«En la primera posta», se dijo Danglars, «me pararé».
Danglars sentía aún un resto del bienestar que había sentido la víspera y que le había proporcionado una noche tan buena. Iba confortablemente tendido en una buena calesa inglesa de doble muelle; se sentía arrastrado por el galope de dos buenos caballos; el relevo estaba a siete leguas, eso lo sabía. ¿Qué hacer cuando uno es banquero y ha hecho felizmente bancarrota?
Danglars pensó diez minutos en su mujer, que se había quedado en París, otros diez minutos en su hija viendo mundo por ahí con la señorita d’Armilly, concedió otros diez minutos a sus acreedores y a la manera en que emplearía su dinero; después, al no tener en nada más que pensar, cerró los ojos y se durmió.
A veces, sin embargo, sacudido por un traqueteo más fuerte que los otros, Danglars abría los ojos; entonces seguía sintiéndose trasportado con la misma velocidad a través de esa misma campiña de Roma, toda sembrada de acueductos medio desmoronados, que parecen gigantes de granito petrificados en medio de una carrera. Pero la noche era fría, sombría, lluviosa, y era mucho mejor, para un hombre medio adormilado, quedarse en el fondo del asiento con los ojos cerrados que asomar la cabeza por la ventanilla para preguntar por dónde iban a un postillón que no sabía responder más que una cosa: «Non capisco».
Danglars continuó, pues, dormitando, diciéndose que ya habría tiempo de despertarse en el relevo de la posta.
El coche se detuvo; Danglars pensó que al fin había alcanzado la meta tan deseada.
Volvió a abrir los ojos, miró a través de la ventanilla, esperando encontrarse en medio de alguna ciudad o, al menos, en medio de algún pueblo; pero no vio más que una especie de casucha aislada, y tres o cuatro hombres que iban y venían como sombras.
Danglars esperó un instante a que el postillón, que había terminado su servicio, viniera a reclamarle el dinero de la posta; contaba aprovechar esa ocasión para pedir alguna información a su nuevo conductor; pero los caballos fueron desenganchados y reemplazados sin que nadie viniera a pedir dinero al viajero. Danglars, asombrado, abrió la portezuela; pero una mano vigorosa le empujó enseguida y la silla de posta empezó a moverse.
El barón, estupefacto, se despertó del todo.
—¡Eh! —dijo al postillón—, ¡eh! Mio caro!
Era, de nuevo, ese italiano de romanzas que Danglars había retenido en su memoria cuando su hija cantaba los dúos con el príncipe Cavalcanti.
Pero mio caro no respondió.
Danglars se contentó entonces con abrir la ventanilla.
—¡Eh! ¡Amigo! ¿Pero, adónde vamos? —dijo pasando la cabeza por el hueco de la ventanilla.
—Dentro la testa! —gritó una voz grave e imperativa, acompañada de un gesto de amenaza.
Danglars comprendió que dentro la testa! quería decir: ¡meta la cabeza! Como se ve, hacía grandes progresos en italiano.
Obedeció, no sin inquietud; y como esa inquietud aumentaba de minuto en minuto, al cabo de algunos instantes, su mente, en lugar del vacío que hemos señalado en el momento de ponerse en camino, y que le había llevado al sueño, su mente, decimos, se encontró llena de cantidad de pensamientos más propios, todos ellos, para mantener despierto el interés de un viajero en la situación de Danglars.
Sus ojos tomaron en las tinieblas ese grado de agudeza que en un primer momento las emociones fuertes transmiten a todos los sentidos, agudeza que se desgasta enseguida por ejercitarla demasiado: antes de sentir miedo, uno ve claro; mientras se siente miedo, uno ve doble, y después de haber tenido miedo, uno ve turbio.
Danglars vio a un hombre envuelto en una capa que galopaba al lado de la portezuela de la derecha.
«Algún gendarme», se dijo. «¿Me habrán localizado por el telégrafo francés avisando a las autoridades pontificias?»
Y resolvió salir de dudas.
—¿Dónde me llevan? —preguntó.
—Dentro la testa!
Danglars se volvió hacia la portezuela de la izquierda.
Otro hombre a caballo galopaba a la altura de la puerta de la izquierda.
«Decididamente», se dijo Danglars, con el sudor en la frente, «decididamente me han cogido».
Y se echó hacia el fondo de la calesa, esta vez no para dormir, sino para pensar.
Un instante después, se elevó la luna en el cielo.
Desde el fondo de la calesa, dirigió su mirada al campo, y volvió a ver, entonces, esos grandes acueductos, fantasmas de piedra, que había observado al pasar; solamente que, en lugar de tenerlos a su derecha, ahora los tenía a su izquierda.
Comprendió que habían dado media vuelta y que le llevaban de nuevo a Roma.
—¡Oh! Desgraciado de mí —murmuró—, ¡habrán conseguido mi extradición!
El carruaje continuaba al galope con una espantosa velocidad. Pasó una hora terrible, pues a cada nueva señal que veía en el camino el viajero reconocía, sin dudarlo, que deshacían el camino andado. Finalmente, volvió a ver una masa oscura contra la que parecía que el carruaje iba a colisionar. Pero el coche se desvió, circulando a lo largo de esa masa oscura, que no era otra que el cinturón de murallas que rodea Roma.
—¡Oh!, ¡oh! —murmuró Danglars—. No entramos en la ciudad, así que no es la Justicia la que me ha cogido. ¡Buen Dios! Otra idea…, ¿no serán…?
Se le erizaron los cabellos.
Se acordó de esas interesantes historias de bandidos romanos, tan poco creíbles en París, y que Albert de Morcerf había contado a la señora Danglars y a Eugénie cuando, por aquel entonces, el joven vizconde iba a ser el yerno de una y el marido de la otra, respectivamente.
—¡Ladrones, quizá! —murmuró.
De repente, el carruaje rodó sobre algo más duro que un camino de arena. Danglars aventuró una ojeada a ambos lados de la ruta; vio unos monumentos de forma extraña, y su pensamiento, preocupado por el relato de Morcerf, que ahora recordaba en todos sus detalles, su pensamiento le dijo que debía tratarse de la Via Appia.
A la izquierda del coche, en una especie de valle, se veía una excavación circular.
Era el circo de Caracalla.
Tras una palabra del hombre que galopaba a la derecha, el carruaje se detuvo.
Al mismo tiempo, la portezuela de la izquierda se abrió.
—Scendi! —ordenó una voz.
Danglars descendió al instante mismo; todavía no hablaba italiano, pero ya lo entendía.
Más muerto que vivo, el barón miró alrededor.
Cuatro hombres le rodeaban, sin contar con el postillón.
—Di quà —dijo uno de los cuatro hombres descendiendo por un pequeño sendero que conducía desde la Via Appia hacia el medio de esos desiguales trazos del campo de Roma.
Danglars siguió al guía sin discusión, y no necesitó darse la vuelta para saber que les seguían otros tres hombres.
Sin embargo, le pareció que esos hombres se apostaban como centinelas a distancias poco más o menos iguales.
Tras unos diez minutos de marcha, durante los cuales Danglars no intercambió ni una sola palabra con el guía, se encontró entre un pequeño montículo y un matorral de hierbas altas; tres hombres de pie y en silencio formaban un triángulo del que Danglars era el centro.
Quiso hablar, pero se le trabó la lengua.
—Avanti —dijo la misma voz de un tono breve e imperativo.
Esta vez, Danglars comprendió por partida doble: comprendió por la palabra y por el gesto, pues el hombre que caminaba detrás de él le empujó tan rudamente hacia adelante que fue a chocar con el guía.
El guía era nuestro amigo Peppino, que se adentró en las hierbas altas a través de unas sinuosidades que sólo las garduñas y las lagartijas podrían reconocer como un camino abierto.
Peppino se detuvo delante de una roca coronada por un espeso matorral; la roca, entreabierta como un párpado, dio paso al guía, que desapareció por ella como desaparecen en las trampillas de los teatros los diablos de nuestros espectáculos de magia.
La voz y el gesto del hombre que seguía a Danglars obligaron al banquero a hacer lo mismo. Ya no había ninguna duda, el hombre de la bancarrota francés se las veía con los bandidos romanos.
Danglars obró como un hombre situado entre dos peligros terribles, y al que el miedo le vuelve valiente. A pesar de su barriga, no muy adecuada para penetrar entre las grietas de la campiña de Roma, se infiltró detrás de Peppino y, dejándose resbalar, cerrando los ojos, cayó a sus pies.
Al tocar tierra abrió los ojos.
El camino era ancho, pero oscuro; Peppino, sin preocuparse de ocultarse ahora que se sentía en casa, accionó el mechero y encendió una antorcha.
Dos hombres bajaron detrás de Danglars, formando la retaguardia, y empujando a Danglars, si por casualidad se paraba, le hicieron llegar por una suave pendiente al centro de una encrucijada de siniestro aspecto.
En efecto, las paredes de los muros, en las que había excavados sepulcros superpuestos, parecían, en medio de las piedras blancas, negros ojos abiertos como los de las calaveras.
Un centinela golpeó con su mano izquierda las abrazaderas de su carabina.
—¿Quién vive? —dijo el centinela.
—¡Un amigo!, ¡un amigo! —dijo Peppino—. ¿Dónde está el capitán?
—Allí —dijo el centinela, señalando por encima de su hombro una especie de gran sala excavada en la misma roca y cuya luz se reflejaba en el corredor por una serie de aberturas en forma de arco.
—Buena presa, capitán, buena presa —dijo Peppino en italiano.
Y cogiendo a Danglars por el cuello del abrigo, le condujo hacia un hueco, parecido a una puerta, y por la que entraron en la sala en la que parecía que el capitán había hecho su hogar.
—¿Es este el hombre? —preguntó el capitán, que leía muy atentamente la Vida de Alejandro, de Plutarco.
—El mismo, capitán, el mismo.
—Muy bien; enséñemelo.
Y tras esta orden un tanto impertinente, Peppino acercó tan bruscamente la antorcha a la cara de Danglars, que este reculó con viveza para que no le quemaran las cejas.
Esa cara alterada ofrecía todos los síntomas de un pálido y espantoso terror.
—Este hombre está cansado —dijo el capitán—, que le lleven a la cama, que duerma.
—¡Oh! —murmuró Danglars—. Esa cama será probablemente uno de esos sepulcros excavados en las paredes; ese sueño es la muerte que me procurará uno de esos puñales que veo rebrillar en la sombra.
En efecto, en las profundidades oscuras de la inmensa sala, se iban levantando, de sus lechos de hierbas secas o de pieles de lobo, los compañeros de ese hombre que Albert de Morcerf encontró leyendo los Comentarios de César, y que Danglars encontraba leyendo la Vida de Alejandro.
El banquero dio un sordo gemido y siguió al guía; no intentó ni rezar ni gritar. Ya no le quedaban fuerzas, ni voluntad, ni poder, ni sentimiento; seguía adelante porque le arrastraban.
Chocó con un peldaño, y comprendiendo que se había topado con una escalera, bajó la cabeza instintivamente para no romperse la frente, y se vio en una celda tallada en la misma roca.
La celda estaba limpia, aunque desnuda; seca, aunque situada bajo tierra a una profundidad inconmesurable.
Una cama de hierbas secas, recubierta con pieles de cabra, estaba si no hecha, sí al menos extendida en un rincón de la celda. Danglars, al verla, creyó ver el símbolo radiante de su salvación.
—¡Oh! ¡Alabado sea Dios! —murmuró—. Es una verdadera cama.
Era la segunda vez, desde hacía una hora, que invocaba el nombre de Dios; eso no le sucedía desde hacía diez años.
—Ecco —dijo el guía.
Y, empujando a Danglars dentro de la celda, cerró la puerta tras él.
Rechinó un cerrojo; Danglars estaba prisionero.
Además, aunque no hubiera habido cerrojo tendría que haber sido san Pedro, y tener como guía a un ángel, para pasar por el medio de la guarnición que defendía las catacumbas de San Sebastián, y que campaba alrededor de su jefe, a quien nuestros lectores habrán reconocido ya, y que no era otro que Luigi Vampa.
Danglars también le reconoció, aunque no quiso creer en su existencia cuando Morcerf intentaba neutralizarle en Francia. No solamente había reconocido al bandido, sino también la celda en la que Morcerf estuvo encerrado, y que según todas las probabilidades era la celda destinada a los extranjeros.
Esos recuerdos, sobre los que, por lo demás, Danglars se extendía con una cierta alegría, le daban tranquilidad. Desde el momento en el que no le habían matado de inmediato, los bandidos no tendrían, en absoluto, la intención de matarle.
Le habían retenido para robarle, y como sólo llevaba consigo algunos luises, lo pagaría como rescate.
Recordó que a Morcerf le habían tasado más o menos en cuatro mil escudos; como él se daba una apariencia mucho más importante que Morcerf, fijó él mismo en su mente su propio rescate en ocho mil escudos.
Ocho mil escudos eran cuarenta y ocho mil libras.
Le quedaba aún algo así como cinco millones cincuenta mil francos.
Con eso saldría adelante en cualquier sitio.
Así pues, más o menos seguro de resolver con éxito este asunto, dado que no hay antecedentes de que alguna vez tasaran a un hombre por cinco millones cincuenta mil libras, Danglars se acostó en esa cama, en la que, después de dar dos o tres vueltas, se durmió con la tranquilidad del héroe cuya historia Luigi Vampa estudiaba.