Capítulo LV

El mayor Cavalcanti

Ni el conde ni Baptistin habían mentido al anunciar a Morcerf la visita del mayor luqués, que servía a Montecristo de pretexto para rechazar la cena que el vizconde le ofrecía.

Acababan de dar las siete, y Bertuccio, obedeciendo la orden recibida, había salido desde hacía dos horas hacia Auteuil, cuando un coche de alquiler se detuvo ante la puerta del palacete, y pareció escabullirse todo vergonzoso en cuanto dejó cerca de la verja a un hombre de unos cincuenta y dos años, vestido con uno de esos redingotes verdes con galones negros cuya especie es imperecedera, por lo que parece, en Europa. Un amplio pantalón de paño azul, unas botas todavía bastante limpias, aunque de un brillo incierto y con suelas un poco demasiado gruesas, unos guantes de ante, un sombrero que se acercaba más a un gorro de gendarme, un cuello negro, bordado con una orla blanca que, si su propietario no la hubiera llevado por su propia y entera voluntad, hubiera podido pasar por un collarín de tortura; así era el pintoresco atuendo bajo el que se presentó el personaje que llamó a la verja preguntando si era ese el número 30 de la avenida de los Champs-Elysées, donde vivía el señor conde de Montecristo, y que, tras la respuesta afirmativa del portero, entró, cerró la puerta tras él y se dirigió hacia la escalinata.

La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canosos, su mostacho espeso y gris le hicieron ser reconocido por Baptistin, que había recibido la exacta descripción del visitante y que le esperaba a la puerta del vestíbulo. Además, apenas hubo pronunciado su nombre ante el inteligente sirviente, que Montecristo ya estaba avisado de su llegada.

Condujeron al desconocido hasta el salón más sencillo. El conde le esperaba allí, y vino hacia él sonriendo.

—¡Ah! Querido señor —dijo—, sea bienvenido. Le estaba esperando.

—¿De verdad —dijo el luqués—, Su Excelencia me esperaba?

—Sí; ya estaba al tanto de su llegada para hoy a las siete.

—¿De mi llegada? ¿Usted estaba avisado?

—Perfectamente.

—¡Ah! ¡Mejor que mejor! Confieso que temía que se hubieran olvidado de esa pequeña previsión.

—¿Qué previsión?

—La de avisarle.

—¡Oh! ¡No, no!

—¿Pero está usted seguro de no equivocarse?

—Estoy seguro.

—¿Seguro que es a mí a quien Su Excelencia esperaba hoy a las siete?

—Es exactamente a usted. Pero, verifiquémoslo.

—¡Oh! Si usted me esperaba —dijo el luqués—, no merece la pena.

—¡Sí, sí! —dijo Montecristo.

El luqués pareció ligeramente inquieto.

—Veamos —dijo Montecristo—, ¿no es usted el señor marqués Bartolomeo Cavalcanti?

—Bartolomeo Cavalcanti —repitió gozoso el luqués—, eso es.

—¿Ex mayor al servicio de Austria?

—¿Era mayor lo que yo era? —preguntó tímidamente el viejo militar.

—Sí —dijo Montecristo—, era mayor. Es el nombre que se da en Francia al grado que usted ocupaba en Italia.

—Bueno —dijo el luqués—, no pido nada mejor, yo, como usted comprenderá…

—Además, usted no viene aquí por sí mismo —repuso Montecristo.

—¡Oh! Claro, ciertamente.

—Usted viene enviado por alguien.

—Sí.

—¿Por ese excelente abate Busoni?

—¡Eso es! —exclamó el mayor todo contento.

—¿Y tiene usted una carta?

—Sí, aquí está.

—¡Eh! ¡Pardiez! ¿Lo ve? Démela.

Y Montecristo cogió la carta que abrió y leyó.

El mayor miraba al conde con enormes ojos asombrados que iban observando con curiosidad cada parte de la sala, pero que volvían irremediablemente a su propietario.

—Está bien…, este querido abate, «el mayor Cavalcanti, un digno profesional de Lucca, descendiente de los Cavalcanti de Florencia» —continuó Montecristo sin dejar de leer—, «que goza de una fortuna de medio millón de renta…».

Montecristo levantó la mirada por encima del papel y saludó.

—Medio millón —dijo—, ¡pestes!, mi querido señor Cavalcanti.

—¿Dice ahí medio millón? —preguntó el luqués.

—Con todas las letras; y debe ser así, pues el abate Busoni es el hombre que mejor conoce todas las grandes fortunas de Europa.

—De acuerdo con el medio millón —dijo el luqués—; pero, palabra de honor, no creía yo que ascendiese a tanto.

—Porque tiene usted un intendente que le roba; qué quiere usted, mi querido señor Cavalcanti, ¡no hay más remedio que aceptarlo!

—Acaba usted de aclarármelo —dijo seriamente el luqués—, despediré a ese desgraciado.

Montecristo continuó:

—«Y a quien sólo faltaría una cosa para ser feliz.»

—¡Oh! ¡Dios mío, sí! Una sola cosa —dijo el luqués con un suspiro.

—«La de encontrar a su adorado hijo.»

—¡Un hijo adorado!

—«Arrebatado en su juventud, ya fuera por un enemigo de su noble familia, o por unos gitanos.»

—A la edad de cinco años, señor —dijo el luqués con un profundo suspiro y elevando los ojos al cielo.

—¡Pobre padre! —dijo Montecristo.

El conde continuó:

—«Yo le devuelvo la esperanza, yo le devuelvo la vida, señor conde, al anunciarle que a ese hijo, al que busca en vano desde hace quince años, usted puede encontrarlo.»

El luqués miró a Montecristo con una indefinible expresión de inquietud.

—Sí, puedo —respondió Montecristo.

El mayor se enderezó.

—¡Ah!, ¡ah! —dijo—. ¿La carta era entonces verdadera de cabo a rabo?

—¿Es que lo había usted dudado, querido señor Bartolomeo?

—¡No, no, jamás! ¡Cómo iba a dudarlo! Un hombre serio, un hombre revestido del carácter religioso como el abate Busoni, no se permitiría una broma semejante; pero no ha leído usted todo, Excelencia.

—¡Ah! Es cierto —dijo Montecristo—, hay una posdata.

—Sí —repitió el luqués—…, hay…, hay una… posdata.

—«Para no causar al mayor Cavalcanti el inconveniente de desplazar fondos a su banquero, le envío una orden de pago de dos mil francos para sus gastos de viaje, y el crédito que usted le abonará de cuarenta y ocho mil francos que usted me debía.»

El mayor seguía con los ojos esa posdata con una visible ansiedad.

—¡Bien! —dijo solamente el conde.

—Dice bien —murmuró el luqués—. Así…, señor… —repuso.

—¿Así qué?… —preguntó Montecristo.

—Así que la posdata…

—¿Y bien, la posdata?…

—¿Que la acepta usted tan favorablemente como el resto de la carta?

—Por supuesto. El abate Busoni y yo tenemos nuestras cuentas; no sé si son cuarenta y ocho mil libras precisamente lo que me queda por pagarle, pero entre nosotros no discutimos por unos billetes de banco más o menos. ¡Ah, vaya! ¡Así que usted da una gran importancia a esa posdata!

—Le confesaré —respondió el luqués— que, totalmente confiado en la firma del abate Busoni, no me he provisto de otros fondos, de manera que si me falta ese recurso, me encontraría en un gran apuro en París.

—¿Es que un hombre como usted se encuentra apurado en algún sitio? —dijo Montecristo—. ¡Vamos, vamos!

—¡Hombre! ¡Sin conocer a nadie…! —dijo el luqués.

—Pero a usted le conocen.

—Sí, me conocen. ¿De manera que…?

—¡Acabe, acabe, mi querido señor Cavalcanti!

—¿De manera que usted me remitirá esas cuarenta y ocho mil libras?

—En cuanto me las pida.

El mayor abría los ojos de forma desmesurada.

—Pero, siéntese —dijo Montecristo—; de verdad que no sé lo que hago…, le tengo ahí, de pie, desde hace un cuarto de hora.

—No se preocupe.

El mayor arrimó un sillón y se sentó.

—Ahora —dijo el conde—, ¿quiere usted tomar algo? ¿Un vaso de jerez, de oporto, de alicante?

—De alicante, ya que usted me lo ofrece, es mi vino favorito.

—Lo tengo excelente. Con una galleta, ¿no?

—Con una galleta, ya que usted insiste.

Montecristo llamó; Baptistin apareció.

El conde fue a su encuentro.

—¿Y bien?… —preguntó en voz baja.

—El joven está ahí —respondió el ayuda de cámara en el mismo tono.

—Bien; ¿dónde lo ha llevado?

—Al salón azul, como había ordenado Su Excelencia.

—De maravilla. Traiga vino de alicante y galletas.

Baptistin salió.

—De verdad —dijo el luqués—, le doy un trabajo que me llena de confusión.

—¡Vamos, vamos! —dijo Montecristo.

Baptistin volvió con los vasos, el vino y las galletas.

El conde llenó un vaso y echó en un segundo vaso algunas gotas solamente del rubí líquido que contenía la botella, toda cubierta de telas de araña y de todos los demás signos que indican la vejez del vino con más seguridad de lo que lo hacen las arrugas en el hombre.

El mayor no se confundió en el reparto, cogió el vaso lleno y una galleta.

El conde ordenó a Baptistin que posara la bandeja al alcance de la mano de su invitado, que comenzó por degustar el alicante con la punta de los labios, hizo un gesto de satisfacción, y mojó con delicadeza la galleta en el vaso.

—Así, señor —dijo Montecristo—, que usted vivía en Lucca, era rico, es noble, gozaba de la consideración general, tenía todo lo que puede hacer feliz a un hombre.

—Todo, Excelencia —dijo el mayor tragando la galleta—, absolutamente todo.

—¿Y sólo le faltaba una cosa a su felicidad?

—Sólo una —dijo el luqués.

—¿Y era la de encontrar a su hijo?

—¡Ah! —dijo el mayor cogiendo una galleta más—. Pero me faltaba de verdad.

El digno luqués levantó los ojos e hizo un esfuerzo para suspirar.

—Ahora, veamos, querido señor Cavalcanti —dijo Montecristo— ¿cómo es eso de ese hijo tan ansiado? Pues me habían dicho que era usted soltero.

—Eso creían, señor —dijo el mayor—, incluso yo mismo…

—Sí —repuso Montecristo—, y usted mismo incluso acreditó ese rumor. Un pecado de juventud que quería usted ocultar a todo el mundo.

El luqués se incorporó, tomó el aspecto más tranquilo y más digno, al mismo tiempo que bajaba modestamente los ojos, sea para asegurar su aplomo, sea para ayudar a su imaginación, sin dejar de mirar por lo bajo al conde, cuya sonrisa estereotipada en los labios anunciaba siempre la más benévola curiosidad.

—Sí, señor —dijo—, yo quería ocultar esa falta a todo el mundo.

—Pero no por usted —dijo Montecristo—, pues un hombre está por encima de esas cosas.

—¡Oh! No por mí, ciertamente —dijo el mayor con una sonrisa moviendo la cabeza.

—Sino por su madre —dijo el conde.

—¡Por su madre! —exclamó el luqués cogiendo una tercera galleta—. ¡Por su pobre madre!

—Beba, beba, querido señor Cavalcanti —dijo Montecristo sirviéndole un segundo vaso de alicante—; la emoción le ahoga.

—¡Por su pobre madre! —murmuró el luqués intentando con toda la fuerza de su voluntad activar su glándula lacrimal para que sus ojos se humedeciesen con una falsa lágrima.

—Que pertenecía a una de las mejores familias de Italia, creo.

—¡De los patricios de Fiesole, señor conde, patricia de Fiesole!

—¿Y se llamaba?

—¿Usted quiere saber su nombre?

—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Montecristo—. No es necesario que me lo diga, yo lo sé.

—El señor conde sabe todo —dijo el luqués inclinándose.

—Olivia Corsinari, ¿no es eso?

—Olivia Corsinari.

—¿Marquesa?

—Marquesa.

—¿Pero usted acabó casándose con ella a pesar de la oposición de la familia?

—¡Dios mío, sí! Acabé casándome.

—Y —repuso Montecristo—, ¿trae usted sus papeles en regla?

—¿Qué papeles? —preguntó el luqués.

—Pues la partida de matrimonio con Olivia Corsinari, y la partida de nacimiento del niño.

—¿La partida de nacimiento del niño?

—La partida de nacimiento de Andrea Cavalcanti, su hijo; ¿no se llama Andrea?

—Creo que sí —dijo el luqués.

—¿Cómo que cree que sí?

—¡Hombre! No me atrevo a afirmarlo; ¡hace tanto tiempo que se lo llevaron!

—Se llama justamente así —dijo Montecristo—. En fin, ¿tiene usted esos papeles?

—Señor conde, siento mucho anunciarle que, como no estaba avisado de que tenía que traer esos papeles, no los he traído conmigo.

—¡Ah! Diablos —dijo Montecristo.

—¿Es que eran totalmente necesarios?

—¡Indispensables!

El luqués se rascó la frente.

—¡Ah! Per Baccho! —dijo—. ¡Indispensables!

—Sin duda; ¡si surge aquí alguna duda sobre la validez de su matrimonio, sobre la legitimidad de su hijo!

—Es justo —dijo el luqués—, podrían surgir dudas.

—Sería lamentable para ese joven.

—Sería fatal.

—Eso podría impedir algún buen matrimonio.

O peccato!

—En Francia, comprende usted, son muy severos; no basta, como en Italia, ir a un cura y decirle: «nos amamos, cásenos». En Francia hay un matrimonio civil, y para casarse por lo civil se necesitan documentos que constaten la identidad.

—Vaya una desgracia; esos papeles, no los tengo.

—Menos mal que los tengo yo —dijo Montecristo.

—¿Usted?

—Sí.

—¿Usted los tiene?

—Los tengo.

—¡Ah! ¡Caramba! —dijo el luqués, que, al ver que el objetivo del viaje le fallaba por la ausencia de esos papeles, temía que ese olvido arrastrase consigo alguna dificultad en el asunto de las cuarenta y ocho mil libras—. ¡Ah! ¡Caramba! ¡Menos mal! Sí —continuó—, ¡menos mal! Pues ni siquiera pensé en ello.

—¡Pardiez! Ya lo creo, uno no puede pensar en todo. Pero menos mal que el abate Busoni pensó por usted.

—¡Ya ve, ese querido abate!

—Es un hombre precavido.

—Es un hombre admirable —dijo el luqués—. ¿Y se los ha enviado él?

—Aquí están.

El luqués juntó las manos en señal de admiración.

—Usted esposó a Olivia Corsinari en la iglesia de Santa Paola de Monte-Catini; aquí tiene el certificado del sacerdote.

—¡Oh! ¡A fe mía! Aquí está —dijo el mayor mirando con asombro.

—Y aquí tiene la partida de bautismo de Andrea Cavalcanti, firmada por el párroco de Saravezza.

—Todo está en regla —dijo el mayor.

—Entonces, tome estos documentos, que yo no necesito; usted se los dará a su hijo que los guardará con cuidado.

—¡Ya lo creo que sí!… ¡Pero si los pierde…!

—Y bien, ¿si los pierde? —preguntó Montecristo.

—Y bien —repuso el luqués—, nos veríamos obligados a escribir allá, y sería muy largo y costoso procurarse otros.

—En efecto, sería difícil —dijo Montecristo.

—Casi imposible —respondió el luqués.

—Me alegra que usted comprenda el valor de estos documentos.

—Es decir, para mí son impagables.

—Ahora —dijo Montecristo—, ¿en cuanto a la madre del joven?…

—En cuanto a la madre del joven… —repitió el mayor con inquietud.

—¿En cuanto a la marquesa Corsinari?

—¡Dios mío! —dijo el luqués, que veía crecer las dificultades bajo sus pies—. ¿Es que la necesitaremos?

—No, señor —repuso Montecristo—; además, ¿es que no ha…?

—Sí, claro, sí —dijo el mayor—, ella ha…

—¿Pagado su tributo a la naturaleza…?

—¡Ay! Sí —dijo rápidamente el luqués.

—Yo me enteré —repuso Montecristo—; murió hace diez años.

—Y todavía lloro su muerte, señor —dijo el mayor sacando de su bolsillo un pañuelo de cuadros, secándose alternativamente el ojo izquierdo y el derecho.

—Qué quiere usted —dijo Montecristo—, todos somos mortales. Ahora, comprenda, querido señor Cavalcanti, comprenda que no es necesario que se sepa en Francia que usted estuvo separado de su hijo quince años. Todas esas historias de gitanos que raptan niños no están de moda entre nosotros. Usted le envió a hacer sus estudios a un colegio de provincias, y usted quiere que termine su educación entre la buena sociedad de París. Por esa razón usted ha dejado Viareggio, donde vivía desde la muerte de su esposa. Eso bastará.

—¿Usted cree?

—Ciertamente.

—Entonces, muy bien.

—Si se supiera algo de esa separación…

—¡Ah! Sí, ¿qué tendría que decir?

—Que un preceptor infiel, comprado por los enemigos de su familia de usted…

—¿Los Corsinari?

—Sí…, que ese felón se había llevado al niño para que su estirpe se extinguiese.

—Está bien, puesto que es hijo único.

—Y bien, ahora que está todo establecido, que sus recuerdos, ya remozados, no le van a traicionar, habrá usted adivinado, sin duda, que le tengo preparada una sorpresa.

—¿Agradable? —preguntó el luqués.

—¡Ah! —dijo Montecristo—. Ya veo que, aunque se engañe al ojo, no se engaña al corazón de un padre.

—¡Mmm! —dijo el mayor.

—O le han hecho alguna revelación indiscreta, o más bien usted ha adivinado que él estaba aquí.

—¿Quién está aquí?

—Pues su hijo, su hijo, su Andrea.

—Lo he adivinado —respondió el luqués con la mayor flema del mundo—; ¿así que está aquí?

—Aquí mismo —dijo Montecristo—; cuando entró ahora el ayuda de cámara me previno de su llegada.

—¡Ah! ¡Muy bien! ¡Ah! ¡Muy bien! —dijo el mayor, apretando en cada exclamación los galones negros del abrigo.

—Mi querido señor —dijo Montecristo—, comprendo toda su emoción, tendré que darle tiempo para reponerse; también quiero preparar al muchacho para este encuentro tan deseado, pues presumo que no está menos impaciente que usted.

—Ya lo creo que sí —dijo Cavalcanti.

—Y bien, dentro de un cuarto de hora estaremos con usted.

—¿Me lo trae, entonces? ¿Lleva usted su bondad hasta presentármelo usted mismo?

—No, no quiero colocarme entre un padre y su hijo, estarán ustedes solos, señor mayor; pero esté tranquilo, en el caso de que la voz de la sangre se quede muda, no se equivocará usted: el muchacho entrará por esa puerta. Es un apuesto joven rubio, un poco demasiado rubio, quizá, de modales muy solícitos; ya verá.

—A propósito —dijo el mayor—, usted sabe que yo no he traído más que dos mil francos que me hizo llegar el buen abate Busoni. Con eso he hecho el viaje, y…

—Y necesita usted dinero…, es muy justo, querido señor Cavalcanti. Mire, para hacer cuentas, aquí tiene ocho billetes de mil francos.

Los ojos del mayor brillaron como rubíes.

—Son cuarenta mil francos lo que le debo aún —dijo Montecristo.

—¿Su Excelencia quiere un recibí? —dijo el mayor deslizando los billetes en el bolsillo interior de su redingote.

—¿Para qué? —dijo el conde.

—Pues para justificarse ante el abate Busoni.

—Bueno, me dará usted un recibí general cuando le dé los cuarenta mil francos restantes. Entre gente honrada, esas precauciones no son necesarias.

—¡Ah! Sí, es cierto —dijo el mayor—, entre gente honrada.

—Ahora, una última cosa, marqués.

—Diga.

—¿Me permite una pequeña recomendación, no?

—¡Por supuesto! Se la pido.

—No habría nada de malo en que usted se apease de ese redingote.

—¿De verdad? —dijo el mayor mirando su prenda de abrigo con cierta complacencia.

—Sí; eso se lleva todavía en Viareggio, pero en París hace ya mucho tiempo que ese abrigo, por muy elegante que sea, está pasado de moda.

—Pues es una lástima —dijo el luqués.

—¡Oh! Si le gusta mucho, se lo llevará cuando regrese.

—¿Pero, qué me pondré?

—Lo que encuentre usted en sus baúles.

—¡Cómo en mis baúles! No llevo más que un portamantas.

—Durante el viaje, sin duda, ¿para qué llenarse de cosas? Además, a un viejo soldado le gusta andar ligero de equipaje.

—Por eso, justamente…

—Pero usted es hombre precavido, y envió sus baúles por adelantado. Llegaron ayer al Hôtel des Princes, calle Richelieu. Allí es donde reservó usted alojamiento.

—¿Entonces, en los baúles…?

—Presumo que usted tuvo la precaución de que su ayuda de cámara pusiese todo lo que va a necesitar: trajes de paisano, uniformes. En circunstancias importantes, póngase el uniforme, eso hace elegante. No olvide la medalla. En Francia se ríen pero se sigue llevando.

—¡Muy bien, muy bien, muy bien! —dijo el mayor, que iba de asombro en asombro.

—Y ahora —dijo Montecristo— que su corazón se ha fortalecido contra las emociones demasiado fuertes, prepárese, querido señor Cavalcanti, para volver a ver a su hijo Andrea.

Y haciendo un gentil saludo al maravillado, al extasiado luqués, Montecristo desapareció tras el tapiz.