Capítulo LXVI
Proyectos de matrimonio
Al día siguiente de esa escena, a la hora en la que Debray tenía costumbre de venir, de camino a su despacho, a hacer una visita a la señora Danglars, su cupé no apareció en el patio.
A esa hora, es decir, hacia las doce y media, la señora Danglars pidió su coche y salió.
Danglars, situado tras los visillos de una de sus ventanas, había espiado esa salida que estaba esperando. Dio la orden de que le avisaran en cuanto la señora volviera, pero a las dos de la tarde aún no había regresado.
A las dos, pidió sus caballos y se dirigió a la Cámara y se inscribió para hablar contra el presupuesto.
Desde las doce hasta las dos, Danglars se había quedado en su gabinete, abriendo su correo, malhumorándose cada vez más, amontonando cifras y cifras y recibiendo, entre otras visitas, la del mayor Cavalcanti, que siempre tan de azul, tan rígido y tan exacto, se presentó a la hora acordada la víspera para concluir sus asuntos con el banquero.
Al salir de la Cámara, Danglars, que había dado violentas muestras de agitación durante la sesión parlamentaria, y que sobre todo había sido más ácido que nunca contra el Ministerio, volvió a subir a su coche y ordenó al cochero que le llevara a la Avenida de los Champs-Elysées, n.º 30.
Montecristo estaba en casa; pero estaba con alguien y rogaba a Danglars que esperase un instante en el salón.
Mientras que el banquero aguardaba, la puerta se abrió, y vio entrar a un hombre con la sotana de abate, que, en lugar de esperar como él, más habitual que él, sin duda, en la casa, le saludó, entró en el interior de los aposentos y desapareció.
Un instante después, la puerta por la que había entrado el sacerdote se volvió a abrir, y Montecristo entró.
—Perdón —dijo—, querido barón, pero uno de mis buenos amigos, el abate Busoni, a quien usted habrá visto pasar, acaba de llegar a París; hacía mucho tiempo que nos habíamos separado, y no he tenido el valor de dejarle tan pronto. Espero que, en honor del motivo, usted me disculpe por haberle hecho esperar.
—¡Claro que sí! —dijo Danglars—. Es muy sencillo, soy yo quien ha venido en mal momento, y voy a retirarme.
—En absoluto; al contrario, siéntese. Pero, ¡por Dios! ¿Qué le ocurre? Parece usted preocupado, de verdad que me asusta. Un capitalista disgustado es como la visión de un cometa, presagia siempre una gran desgracia en el mundo.
—Lo que me ocurre, mi querido señor —dijo Danglars—, es que la mala suerte se cierne sobre mí desde hace algunos días, y no me entero más que de un siniestro tras otro.
—¡Ah! ¡Dios mío! —dijo Montecristo—. ¿Es que ha sufrido otra recaída en la Bolsa?
—No, me he recuperado, al menos por algunos días; se trata pura y simplemente para mí de una bancarrota en Trieste.
—¿De verdad? ¿Es que su hombre de la bancarrota es por casualidad Jacopo Manfredi?
—¡Justamente! Figúrese, un hombre que, desde hace no sé cuanto tiempo, hacía, conmigo, unos ocho o nueve mil francos de volumen de negocio. Nunca hubo una mala cuenta, nunca hubo un retraso; un tipo que pagaba como un príncipe… que paga. Le adelanto un millón, ¡y he ahí que ese diablo de Jacopo Manfredi suspende pagos!
—¿De verdad?
—Es una fatalidad inaudita. Le presto seiscientas mil libras que me devuelven impagadas y, además, soy el portador de cuatrocientos mil francos de letras de cambio firmadas por él y pagaderas a finales de los corrientes por su corresponsal en París. Estamos a 30, envío a alguien a cobrar, ¡ah!, pues bien, sí, el corresponsal ha desaparecido. Con el asunto de España, se me está poniendo un bonito balance de fin de mes.
—¿Pero sufrió una gran pérdida, con ese asunto de España?
—Ciertamente; setecientos mil francos fuera de mis arcas, nada más que eso.
—¿Cómo diablos se hizo usted eco de esos rumores, usted, un viejo lince?
—¡Eh! La culpa fue de mi mujer. Soñó que don Carlos había regresado a España; ella cree en los sueños. Es magnetismo, dice ella, y cuando sueña una cosa, esa cosa, por lo que ella asegura, sucede infaliblemente. Siguiendo esa convicción, le permito jugar: ella tiene su cuenta y su agente de Bolsa: juega y pierde. Es cierto que no es mi dinero, sino el suyo el que se juega. Sin embargo, no importa, usted comprenderá que cuando setecientos mil francos salen del bolsillo de su mujer, el marido se resiente siempre un poco. ¡Cómo! ¿No sabía usted eso? Pues el asunto ha hecho un ruido enorme.
—Sí, claro, ya había oído hablar de ello, pero ignoraba los detalles, pues soy de lo más ignorante en asuntos de Bolsa.
—¿Usted no juega en Bolsa, entonces?
—¡Yo! ¿Cómo quiere usted que juegue? Yo, que tengo tantos problemas para gestionar mis rentas, me vería obligado a contratar, además de mi intendente, a un gerente y a un empleado de caja. Pero, a propósito de España, me parece que la baronesa no había soñado del todo esa historia del regreso de don Carlos. ¿No dijeron los periódicos algo al respecto?
—¿Y usted cree a los periódicos?
—Yo, en absoluto; pero me parece que ese honrado Le Messager es una excepción a la regla, y que decía que las noticias eran ciertas, las noticias telegráficas.
—Pues bien, eso es lo que es inexplicable —repuso Danglars—, que el regreso de don Carlos era efectivamente una noticia telegráfica.
—De manera —dijo Montecristo— que es un millón setecientos mil francos, poco más o menos, lo que pierde usted este mes.
—Nada de poco más o menos, es justo esa cantidad.
—¡Diablos! Para una fortuna de tercer orden —dijo Montecristo con compasión— es un golpe muy duro.
—¡De tercer orden! —dijo Danglars un poco humillado—. ¿Qué diablos entiende usted por eso?
—Sin duda —respondió Montecristo—, para mí hay tres clases de fortuna: fortuna de primer orden, fortuna de segundo orden y fortuna de tercer orden. Yo llamo fortuna de primer orden a la que se compone de tesoros que se tienen en mano, de tierras, de minas o de rentas de Estados como Francia, Austria e Inglaterra, con tal de que tesoros, minas y rentas formen un total de un centenar de millones; llamo fortuna de segundo orden a las explotaciones manufactureras, las empresas asociadas, los virreinatos y los principados que no sobrepasan un millón y medio de renta, siendo el capital de unos cincuenta millones; y llamo, en fin, fortuna de tercer orden a los capitales que fructifican por interés compuesto, cuyas ganancias dependen de la voluntad de terceros o de la suerte del azar, que empieza a quebrantarse por una bancarrota y que se quebranta del todo por una noticia telegráfica; las especulaciones eventuales, las operaciones sometidas, en fin, a las posibilidades de esa fatalidad que se podría llamar fuerza menor, comparándola con la fuerza mayor que es la fuerza de la naturaleza, formando el todo un capital ficticio o real de unos quince millones. Diga, ¿no es esa su situación, más o menos?
—¡Pues, hombre, sí! —respondió Danglars.
—Pues de ello resulta que con seis finales de mes más así —continuó imperturbable Montecristo—, una casa de tercer orden se vería en la agonía.
—¡Oh! —dijo Danglars con una muy pálida sonrisa—. ¡Qué deprisa va usted!
—Pongamos siete meses —replicó Montecristo en el mismo tono—. Dígame, ¿ha pensado usted a menudo que siete veces un millón setecientos son casi doce millones…? ¿No? Bien, tiene usted razón, pues, con reflexiones así, nunca comprometería uno su capital, capital que es al financiero lo que la piel es al hombre civilizado. Todos tenemos ropas más o menos suntuosas, es nuestra solvencia; pero cuando el hombre muere, no tiene más que su piel; igual pasa en los negocios, cuando deja de hacerlos a usted no le queda sino su bien real, cinco o seis millones, todo lo más, pues las fortunas de tercer orden apenas representan la tercera o la cuarta parte de lo que aparentan, como la locomotora de un ferrocarril no es, a veces, en medio del humo que la envuelve y que la engrandece, más que una máquina más o menos fuerte. Y bien, de esos cinco millones que forman su activo real, usted acaba de perder, más o menos, dos, que hacen menguar su fortuna ficticia o su solvencia; es decir, mi querido señor Danglars, que su piel acaba de abrirse por una sangría que, reiterada cuatro veces, le llevaría a la muerte. ¡Eh!, ¡eh! Tenga cuidado, mi querido señor Danglars. ¿Necesita usted dinero? ¿Quiere que yo se lo preste?
—¡Qué mal calculador es usted! —exclamó Danglars, solicitando en su ayuda toda la filosofía y todo el disimulo de la apariencia—. A esta hora, el dinero ha entrado en mis arcas por otras especulaciones que sí tuvieron éxito. La sangre perdida por la sangría, la recupero con la nutrición. He perdido una batalla en España, he sido batido en Trieste, pero mi armada naval de la India habrá recibido algunos galones; mis pioneros de México habrán descubierto alguna mina.
—¡Muy bien!, ¡muy bien! Pero la cicatriz queda y, a la primera pérdida, volverá a abrirse.
—No; pues yo camino sobre certezas —prosiguió Danglars, con la facundia banal del charlatán en estado de pregonar su solvencia—; para arruinarme tendrían que venirse abajo tres gobiernos.
—¡Hombre! Cosas así se han visto.
—Y que la tierra dejase de producir cosechas.
—Recuerde las siete vacas gordas y las siete vacas flacas.
—O que el mar se retirase —como en tiempos de los faraones—; y aún así, hay varios mares, y los navíos se salvarían para convertirlos en caravanas.
—Pues tanto mejor, mil veces tanto mejor, querido señor Danglars —dijo Montecristo—, veo que me había equivocado, ya que usted entraría en las fortunas de segundo orden.
—Creo poder aspirar a ese honor —dijo Danglars, con una de esas sonrisas estereotipadas que a Montecristo le producían el efecto de una de esas lunas pastosas con las que los malos pintores embadurnan sus paisajes con ruinas—; pero, puesto que hablamos de negocios —añadió, encantado de encontrar el motivo para cambiar de conversación—, dígame lo que puedo hacer por el señor Cavalcanti.
—Pues darle el dinero, si tiene un crédito abierto con usted y ese crédito le parece bueno.
—¡Excelente! Esta mañana se presentó con un bono de cuarenta mil francos, pagadero a la vista por usted, firmado Busoni y remitido a mí, endosado por usted. Comprenderá que al instante mismo le he contado sus categóricos cuarenta billetes.
Montecristo hizo un movimiento de cabeza que indicaba su total adhesión.
—Pero eso no es todo —continuó Danglars—, ha abierto a su hijo un crédito conmigo.
—¿Cuánto da a ese joven, si no es indiscreción?
—Cinco mil francos al mes.
—Sesenta mil francos al año. Ya me lo temía yo —dijo Montecristo encogiéndose de hombros—; estos Cavalcanti son muy rácanos. ¿Pero qué quiere que haga un joven con cinco mil francos al mes?
—Bueno, pero usted comprenderá que si el joven necesita otros cuatro mil más…
—No haga nada, el padre dejaría que corrieran a cuenta de usted; no conoce usted a los millonarios ultramontanos: son verdaderos avaros. ¿Y con quién tiene abierto el crédito?
—¡Oh! Con la casa Fenzi, una de las mejores de Florencia.
—Pues no quiero decir que usted perderá, ni mucho menos, pero manténgase en los términos del contrato.
—¿Es que usted no tiene confianza en ese Cavalcanti?
—¡Yo! Yo le daría diez millones sólo con su firma. Se trata de una fortuna de segundo orden, de las que le decía yo ahora, mi querido señor Danglars.
—¡Y, con todo, qué sencillo es! Yo le hubiera tomado por un simple mayor.
—Y le honraría con ello, pues tiene usted razón, no parece otra cosa por su aspecto. Cuando le vi por primera vez, me causó el efecto de un viejo teniente enmohecido bajo su capote militar. Pero todos los italianos son así, parecen viejos judíos, cuando no deslumbran como los Magos de Oriente.
—El joven está mejor —dijo Danglars.
—Sí, un poco tímido, quizá; pero, en suma, me parece conveniente. Yo estaba preocupado por él.
—¿Y eso por qué?
—Porque usted lo vio en mi casa poco más o menos en su debut en sociedad, al menos eso me han dicho. Viaja con un preceptor muy severo y nunca había venido a París.
—Todos esos italianos de calidad tienen la costumbre de casarse entre ellos, ¿no? —preguntó negligentemente Danglars—. Les gusta aunar sus fortunas.
—Por lo general, sí; es cierto. Pero Cavalcanti es muy original, no actúa como los demás. No me quitarán la idea de que envía a su hijo a Francia para que encuentre esposa.
—¿Usted cree?
—Estoy seguro.
—¿Y usted ha oído hablar de su fortuna?
—No se habla de otra cosa, sólo que unos le calculan millones y otros pretenden que no tiene ni un cuarto.
—¿Y usted qué opina?
—¡Oh! No se fíe de mi opinión: es totalmente personal.
—Pero, en fin…
—Mi opinión es que todos esos viejos potentados, todos esos antiguos condottieri, pues los Cavalcanti han comandado ejércitos, han gobernado provincias; mi opinión, digo, es que tienen enterrados millones en rincones que sólo sus antepasados conocen y que enseñan a sus primogénitos de generación en generación; y la prueba es que están todos secos y amarillos como sus florines del tiempo de la República, y conservan de ellos ese reflejo, a fuerza de contemplarlos.
—Perfecto —dijo Danglars—; y es tanto más cierto, en cuanto que no se les conoce ni un pulgar de tierra, a toda esa gente.
—Muy poco, al menos; yo sé que de Cavalcanti sólo conozco su palacio de Lucca.
—¡Ah! ¡Tiene un palacio! —dijo riendo Danglars—. Eso ya es algo.
—Sí, y además lo alquila al ministro de Finanzas, mientras que él vive en una casita. ¡Oh! Ya se lo he dicho, creo que el buen hombre es muy agarrado.
—Vamos, vamos, no le halaga usted mucho.
—Escuche, apenas le conozco, creo que le he visto dos o tres veces en mi vida. Lo que sé es por el abate Busoni y por él mismo; esta mañana me hablaba de los proyectos que tiene para su hijo, y me dejaba entrever que, cansado de ver dormir sus considerables fondos en Italia, que es un país muerto, quisiera encontrar la manera, ya en Francia, ya en Inglaterra, de hacer fructificar esos millones. Pero, observe que, aunque yo tenga la mayor confianza en el abate Busoni, personalmente, yo no respondo de nada.
—No importa, gracias por el cliente que me ha enviado; es un bonito nombre para estar inscrito en mis registros, y mi cajero, a quien le he explicado quiénes eran estos Cavalcanti, está todo orgulloso. A propósito, y esto es un simple detalle de turista, cuando esta gente casa a sus hijos, ¿les dan una dote?
—¡Eh! ¡Dios mío! Eso depende. Conocí a un príncipe italiano, rico como una mina de oro, uno de los primeros nombres de la Toscana, que cuando sus hijos se casaban con el beneplácito de sus padres, les daba millones, y cuando se casaban a disgusto, se contentaba con proporcionarles una renta de treinta escudos al mes. Admitamos que Andrea se casa con el beneplácito de su padre, le dará, tal vez, uno, dos o tres millones. Si fuera con la hija de un banquero, por ejemplo, quizá tomará un gran interés por el negocio del suegro de su hijo; suponga, por otra parte, que su nuera le disgusta: ¡adiós! Cavalcanti padre agarra la llave de sus arcas, cierra con doble vuelta, y ahí tendremos a maese Andrea, obligado a vivir como un hijo de cualquier familia parisina, marcando las cartas o haciendo fullerías con los dados.
—Ese muchacho buscará una princesa bávara o peruana; querrá una cabeza coronada, un Eldorado cruzado con un Potosí.
—No, todos esos señores del otro lado de los Alpes se casan frecuentemente con simples mortales; son como Júpiter, les gusta cruzar las razas. ¡Ah, vaya! ¿Es que quiere usted casar a Andrea, mi querido señor Danglars? ¿Por qué me hace usted todas esas preguntas?
—A fe mía —dijo Danglars—, no me parecería una mala especulación; y yo soy un especulador.
—¿No sería con la señorita Danglars, supongo? ¿No querrá usted atar a ese pobre Andrea en lugar de Albert?
—¿Albert? —dijo Danglars encogiéndose de hombros—. ¡Ah! Vaya, pues sí que le preocupa mucho a ese.
—Pero está prometido a su hija, creo.
—Es decir, que el señor de Morcerf y yo hemos hablado alguna vez de matrimonio; pero la señora de Morcerf y Albert…
—¿No va usted a decirme que Albert no es un buen partido?
—¡Eh!, ¡eh! ¡Que la señorita Danglars vale tanto como el señor de Morcerf, me parece!
—La dote de la señorita Danglars será estupenda, en efecto, no lo dudo, sobre todo si el telégrafo no le vuelve a jugar una mala pasada.
—¡Oh! No se trata sólo de la dote. Pero, dígame, a propósito…
—¿Qué?
—¿Por qué no invitó usted a Morcerf y a su familia a su cena?
—Lo hice, pero Albert objetó un viaje a Dieppe con la señora de Morcerf, a quien le habían recomendado la brisa del mar.
—Sí, sí —dijo Danglars riendo—, eso le hará bien.
—¿Y eso por qué?
—Porque es el aire que respiraba en su juventud.
Montecristo dejó pasar la ingeniosa frase sin parecer prestar atención.
—Pero, en fin —dijo el conde—, si Albert no es tan rico como la señorita Danglars, no podrá usted negar que lleva un hermoso nombre.
—De acuerdo, pero a mí me gusta también el mío —dijo Danglars.
—Ciertamente el nombre de usted es popular, y se ha adornado con el título que ha creído justo; pero usted es un hombre demasiado inteligente como para no darse cuenta de que, según ciertos prejuicios, demasiado poderosamente enraizados como para que se los extirpe, la nobleza de cinco siglos vale más que la nobleza de veinte años.
—Y por eso justamente —dijo Danglars, con una sonrisa que intentaba ser sardónica—, por eso preferiría al señor Andrea Cavalcanti que al señor Albert de Morcerf.
—Pero, sin embargo —dijo Montecristo—, supongo que los Morcerf no son menos que los Cavalcanti.
—Los Morcerf… mire, mi querido conde —repuso Danglars—, es usted un hombre cortés, ¿no es así?
—Eso creo.
—Y además, un entendido en blasones, ¿no?
—Un poco.
—Y bien, mire el color del mío; es un color más sólido que el del blasón de Morcerf.
—¿Y eso por qué?
—Porque yo, si no soy barón de nacimiento, al menos me sigo llamando Danglars.
—¿Y?
—Mientras que él no se llama Morcerf.
—¿Cómo que no se llama Morcerf?
—En absoluto.
—¡Vamos, hombre!
—A mí me hicieron barón, de modo que lo soy; él, él se hizo él solo, de manera que no lo es.
—Imposible.
—Escuche, mi querido conde —continuó Danglars—, el señor de Morcerf es amigo mío, o más bien conocido mío desde hace treinta años; yo, usted sabe que yo hago buen negocio con mis blasones, dado que nunca he olvidado de dónde vengo.
—Eso es prueba de una gran humildad o de un gran orgullo —dijo Montecristo.
—Y bien, cuando yo era un pequeño empleado de comercio, Morcerf era un simple pescador.
—¿Y entonces se llamaba?
—Fernand.
—¿Fernand sin más?
—Fernand Mondego.
—¿Está usted seguro?
—¡Pardiez! Me vendió bastante pescado como para que no le conozca.
—Entonces, ¿por qué le da usted a su hija?
—Porque Fernand y Danglars, al ser ambos simples nuevos ricos, ambos ennoblecidos, tanto valen uno como otro, en el fondo, salvo en ciertas cosas, sin embargo, que se dicen de él y que nunca dirán de mí.
—¿Qué cosas?
—Nada.
—¡Ah! Sí, comprendo; lo que me dice me refresca la memoria a propósito del nombre de Fernand Mondego; oí pronunciar ese nombre en Grecia.
—¿Por el asunto de Alí-Pachá?
—Justamente.
—Ese es el misterio —repuso Danglars—, y confieso que hubiese dado muchas cosas por descubrirlo.
—No era difícil, si hubiera usted tenido ganas de saberlo.
—¿Y cómo?
—¿Sin duda usted tiene algún corresponsal en Grecia?
—¡Pardiez!
—¿En Janina?
—Y por todas partes…
—Pues bien, escriba a su corresponsal en Janina y pregunte qué papel desempeñó un francés, llamado Fernand, en la catástrofe de Alí-Tebelin.
—¡Tiene usted razón! —exclamó Danglars levantándose rápidamente—. ¡Escribiré hoy mismo!
—Hágalo.
—Lo haré.
—Y si consigue alguna noticia escandalosa…
—Se la comunicaré.
—Se lo agradeceré.
Danglars salió fuera de la casa, y no tuvo más que dar un salto hasta su coche.