Capítulo XIX

La tercera crisis

Ese tesoro, que durante tanto tiempo fue objeto de sus meditaciones y que ahora podía asegurar la felicidad futura de la persona a quien él amaba como a un hijo, cobraba doble valor ante sus ojos; todos los días insistía sobre la cuota parte del tesoro, explicando a Dantès todo el bien que, en nuestros tiempos modernos, un hombre podía hacer a sus amigos con una fortuna de trece o catorce millones; y entonces el rostro de Dantès se ensombrecía, pues el juramento de venganza que se había hecho se le venía a la mente, y en lo que él pensaba era en todo el mal que, en nuestros tiempos modernos, un hombre podía hacer a sus enemigos, con una fortuna de trece o catorce millones.

El abate no conocía la isla de Montecristo, pero Dantès sí la conocía: a menudo había pasado por delante de esa isla, situada a veinticinco millas de la Pianosa, entre Córcega y la isla de Elba, e incluso una vez había hecho escala en ella. Esa isla estaba totalmente desierta, lo ha estado siempre y lo está hoy; es una roca de forma casi cónica, que parece que hubiera surgido por algún cataclismo volcánico desde el fondo del abismo hasta la superficie del mar.

Dantès dibujaba el plano de la isla a Faria, y Faria daba consejos a Dantès sobre lo que tenía que hacer para encontrar el tesoro.

Pero Dantès estaba lejos de sentirse tan entusiasta, y sobre todo tan confiado como el anciano. Ciertamente que ahora estaba bastante seguro de que Faria no estaba loco, y la manera en la que había llegado al descubrimiento de lo que había sido la causa de que le creyeran loco doblaba su admiración por él; pero, sin embargo, él no podía creer que este tesoro, aún suponiendo que hubiera existido, existiese aún, y si ya no veía el tesoro como algo quimérico, sí al menos lo veía como algo ausente.

Sin embargo, como si el destino hubiera querido arrebatar a los prisioneros su última esperanza, y hacerles comprender que estaban condenados a cadena perpetua, les sobrevino una nueva desgracia: la galería que daba al mar, que desde hacía tiempo amenazaba ruina, había sido reconstruida; habían reparado los cimientos y taponado con enormes bloques de roca el agujero que ya casi había rellenado Dantès. Sin esa precaución, que le había sugerido, como recordamos, el abate, su desgracia hubiera sido mayor, pues se hubiera descubierto la tentativa de fuga, e indudablemente los hubieran separado; así pues, una nueva puerta, más fuerte, más inexorable que las otras, se había cerrado ante ellos.

—Ya ve —decía el joven con una dulce tristeza a Faria—, ya ve que Dios quiere arrebatarme hasta el mérito de lo que usted llama mi devoción por usted. Yo le había prometido quedarme eternamente con usted, y ahora ni siquiera soy ya libre de mantener mi promesa; ni usted ni yo obtendremos el tesoro, ni usted ni yo saldremos de aquí. Por lo demás, mi verdadero tesoro, mire usted, amigo mío, no es el que me esperaba bajo las sombrías rocas de Montecristo, mi verdadero tesoro es la presencia de usted, es nuestra cohabitación de cinco o seis horas al día, a pesar de nuestros carceleros; son esos rayos de inteligencia que usted ha vertido en mi cerebro, esas lenguas que ha implantado en mi memoria y que crecen en ella con todas sus ramificaciones filológicas. Esas diversas ciencias que usted ha hecho fáciles para mí, por la profundidad de los conocimientos que usted posee y la claridad de los principios a los que las ha reducido: ese es mi tesoro, amigo, en eso me ha hecho usted rico y dichoso. Créame, consuélese, todo esto vale para mí más que toneladas de oro y cofres de diamantes, aunque no fueran quiméricos como esas nubes que se ven por la mañana flotando en el mar, que uno confunde con la tierra firme, y que se evaporan, se volatilizan y se desvanecen a medida que uno se acerca. Tenerlo junto a mí el mayor tiempo posible, escuchar su elocuente voz adornando mi mente, fortaleciendo mi alma, transformando todo mi organismo en algo capaz de grandes y terribles cosas si alguna vez soy libre; llenar mi mente y mi alma tanto y tan bien que la desesperación, en la que estaba dispuesto a dejarme llevar cuando le conocí, ya no encuentra cabida en mí: esa es mi fortuna, mi verdadera fortuna, y no es quimérica; se la debo realmente, y ni todos los soberanos de la tierra, aunque fuesen Cesar Borgia, conseguirían arrebatármela.

De este modo, los días que siguieron fueron para los dos infortunados, si no días felices, sí, al menos, días que pasaban con bastante celeridad. Faria, que a lo largo de tantos años había guardado silencio sobre el tesoro, hablaba ahora de él sin parar. Como había previsto, se había quedado paralizado del brazo derecho y de la pierna izquierda, y poco más o menos había perdido cualquier esperanza de disfrutar ese tesoro él mismo; pero seguía soñando para su joven compañero con una liberación o una fuga, y disfrutaba por él. Por temor a que la carta un día se extraviara o se perdiera, había obligado a Dantès a aprenderla de memoria, y Dantès la sabía desde la primera palabra a la última. Entonces, había destruido la segunda parte, seguro de que podrían encontrar o arrebatar la primera parte sin lograr adivinar su verdadero sentido. Algunas veces, Faria se pasaba horas enteras dando instrucciones a Dantès, instrucciones que debían serle útiles en el día de su libertad. Entonces, una vez libre, en el día, en la hora, en el momento en el que fuera libre, sólo debía tener un único pensamiento: llegar a Montecristo por el medio que fuera, quedarse allí solo, bajo cualquier pretexto que no levantara sospechas, y una vez allí, una vez solo, tratar de encontrar las maravillosas grutas y excavar en el lugar indicado. El lugar indicado, recordamos, era la parte más alejada de la segunda abertura.

Mientras tanto, las horas pasaban, si no rápidas, sí, al menos, soportables. Faria, como hemos dicho, sin haber recuperado el movimiento de la mano y del pie, había vuelto a conquistar toda la claridad de su inteligencia, y poco a poco, además de los conocimientos morales que hemos detallado, había ido enseñando a su compañero ese oficio paciente y sublime del prisionero, que siempre sabe sacar algo de nada. Estaban, pues, constantemente ocupados, Faria por temor a verse envejecer, Dantès, por temor a recordar su pasado casi extinto, y que ya no flotaba en lo más profundo de su memoria sino como una luz lejana perdida en la noche; todo marchaba como en esas existencias en las que la desgracia no ha hecho mella alguna, y que transcurren maquinales y tranquilas bajo la mirada de la Providencia.

Pero bajo esa superficial calma, había en el corazón del joven, y quizá también en el del anciano, muchos impulsos retenidos, muchos suspiros ahogados que salían a la luz cuando Faria se quedaba solo y cuando Edmond regresaba a su celda.

Una noche, Edmond se despertó sobresaltado creyendo que le llamaban.

Abrió los ojos e intentó ahondar en el espesor de la oscuridad.

Su nombre, o más bien una quejumbrosa voz que intentaba articular su nombre, llegó hasta él.

Se levantó de la cama, con el sudor de la angustia en la frente, y escuchó. No había duda, la queja venía del calabozo de su compañero.

—¡Oh, gran Dios! —murmuró Dantès—. ¿Será…?

Desplazó el camastro, sacó la piedra, se lanzó a través del pasadizo y llegó al extremo opuesto; la losa estaba levantada.

Al resplandor de esa lámpara informe y vacilante de la que hemos hablado, Edmond vio al anciano pálido, aún de pie y sujetándose a las maderas de su cama. Sus rasgos estaban deformados por los horribles síntomas que él ya conocía, y que tanto le habían espantado cuando los vio por primera vez.

—Y bien, amigo mío —dijo Faria resignado—, ¿lo comprende, no? ¡No necesito explicarle nada!

Edmond dio un grito lleno de dolor, y perdiendo totalmente la cabeza se fue hacia la puerta gritando:

—¡Socorro! ¡Socorro!

Faria tuvo aún fuerzas para sujetarle por el brazo.

—¡Silencio! —dijo—, o estará perdido. No pensemos más que en usted, querido amigo, pensemos en que su cautiverio sea soportable o su fuga posible. Necesitaría años para rehacer usted solo lo que yo he hecho aquí, y que será destruido al instante mismo en el que nuestros contactos sean conocidos por los carceleros. Además, tranquilo, amigo mío, la celda que voy a dejar no estará mucho tiempo vacía: otro desgraciado vendrá a ocupar mi lugar. Y para ese otro, usted será un ángel salvador. Quizá el nuevo preso sea joven, fuerte y paciente como usted, podrá ayudarle en la fuga, mientras que yo se lo impedía. Ya no tendrá un medio cadáver atado a usted para paralizarle sus movimientos. Decididamente Dios hace por fin algo por usted: le da más de lo que le quita, ya es hora de que yo muera.

Edmond sólo pudo juntar sus manos y exclamar:

—¡Oh! Amigo mío, amigo mío, ¡cállese!

Después, recuperando las fuerzas, rotas por un instante ante ese golpe imprevisto, y su coraje, doblegado por las palabras del anciano:

—¡Oh! —dijo—. ¡Ya le salvé una vez, le salvaré ahora también!

Y levantó la pata del camastro sacando el frasco que tenía aún casi un tercio de ese licor rojo.

—Tenga —dijo—; todavía queda de ese brebaje salvador. Deprisa, deprisa, dígame lo que tengo que hacer esta vez; ¿hay nuevas instrucciones? Hable, amigo mío, le escucho.

—No hay esperanza —respondió Faria moviendo la cabeza—; pero no importa; Dios quiere que el hombre creado por Él, y en cuyo corazón ha enraizado tan profundamente el amor por la vida, haga todo lo que pueda por conservar esa existencia, tan penosa a veces, tan querida siempre.

—¡Oh! Sí, sí —exclamó Dantès—, ¡y yo le salvaré, le digo!

—Pues bien, ¡inténtelo! El frío está subiendo por mi cuerpo; la sangre me afluye al cerebro; este horrible temblor que me hace castañear los dientes y que parece descoyuntarme los huesos comienza a mover todos mis miembros; dentro de cinco minutos estallará la crisis, en un cuarto de hora no quedará de mí más que un cadáver.

—¡Oh! —exclamó Dantès con el corazón roto de dolor.

—Haga como la primera vez, pero no espere tanto tiempo. Todos los resortes de la vida están ya muy gastados, y la muerte —continuó mostrando su brazo y su pierna paralizados— no tendrá que hacer más que la mitad de su trabajo. Si después de ponerme doce gotas en la boca, en lugar de diez, ve que no vuelvo en mí, entonces écheme todo el frasco. Ahora, lléveme a la cama, pues no puedo mantenerme en pie.

Edmond cogió al anciano en brazos y lo llevó a la cama.

—Ahora, amigo —dijo Faria—, único consuelo de mi miserable vida que el Cielo me dio un poco tarde, pero que al menos me dio, un don tan preciado y que agradezco; en el momento de separarme de usted para siempre, le deseo toda la felicidad, toda la prosperidad que merece: ¡hijo mío, yo le bendigo!

El joven se hincó de rodillas, con la cabeza apoyada en el lecho de muerte del anciano.

—Pero sobre todo, escúcheme bien lo que le digo en este momento supremo: el tesoro de los Spada existe; Dios permite que yo ya no tenga ni distancias ni obstáculos. Lo veo en el fondo de la segunda gruta; mis ojos se clavan en las profundidades de la tierra y se deslumbran ante tantas riquezas. Si consigue fugarse, recuerde que el pobre abate, a quien todo el mundo tenía por loco, no lo estaba en absoluto. Corra a Montecristo, aproveche nuestra fortuna, aprovéchela, ya ha sufrido usted bastante.

Una violenta sacudida interrumpió al anciano; Dantès levantó la cabeza y vio los ojos inyectados de rojo: se diría que una ola de sangre le subía desde el pecho hasta la frente.

—¡Adiós! ¡Adiós! —murmuró el anciano apretando convulsivamente la mano del joven—. ¡Adiós!

—¡Oh! ¡Todavía no, todavía no! —exclamó Dantès—. ¡Oh, Dios mío, no nos abandones! ¡Socórrele!…, ¡ayúdale!…, ¡socorro!…

—¡Silencio!, ¡silencio! —murmuró el moribundo—. ¡Que no nos separen, si logra salvarme!

—Tiene usted razón. ¡Oh! Sí, sí, esté tranquilo, ¡yo le salvaré! Además, aunque le veo sufrir mucho, parece sufrir menos que la primera vez.

—¡Oh! ¡Desengáñese! Sufro menos porque tengo menos fuerza para sufrir. A su edad, se tiene fe en la vida, es el privilegio de la juventud: creer y esperar; pero los viejos ven con más claridad la muerte. ¡Oh! Aquí está…, ya viene…, se acabó…, me falta la vista…, la razón…, su mano, ¡Dantès!… ¡Adiós!… ¡Adiós!

E incorporándose en un último esfuerzo en el que parecía hacer acopio de todas sus facultades.

—¡Montecristo! —dijo—. ¡No olvide Montecristo!

Y volvió a caer sobre el lecho.

La crisis fue terrible: los miembros retorcidos, los párpados hinchados, una espuma sanguinolenta, un cuerpo sin movimiento, eso es lo que quedaba sobre ese lecho de dolor en el lugar del ser inteligente que estaba acostado un poco antes.

Dantès cogió la lámpara, la puso a la cabecera de la cama sobre una piedra que sobresalía del muro y desde donde su resplandor tembloroso iluminaba con un reflejo extraño y fantasmagórico ese rostro descompuesto y ese cuerpo inerte y rígido.

Con los ojos fijos, Dantès esperó denodadamente el momento de administrar el remedio salvador.

Cuando creyó que el momento había llegado, cogió el cuchillo, le separó los dientes que ofrecieron menos resistencia que la primera vez, contó de una en una diez gotas y esperó; el frasco contenía aún aproximadamente el doble de lo que le había instilado.

Esperó diez minutos, cuarto de hora, media hora: nada se movía. Temblando, con el vello erizado y un sudor helado en la frente, contaba los segundos por los latidos de su corazón.

Entonces pensó que era el momento de intentar la última prueba: acercó el frasco a los labios morados de Faria, y sin tener que abrir sus mandíbulas, que se le habían quedado abiertas, le echó el resto del brebaje.

El remedio produjo un efecto galvánico, un violento temblor sacudió los miembros del anciano, sus ojos, que causaban espanto, se abrieron, lanzó un suspiro que parecía más un grito, y después todo ese cuerpo tembloroso entró poco a poco en la inmovilidad.

Sólo los ojos permanecieron abiertos.

Pasó media hora, una hora, hora y media. Durante esa hora y media de angustia, Edmond, inclinado sobre su amigo, aplicando la mano en el corazón del anciano, sintió sucesivamente que ese cuerpo se iba enfriando y que los latidos de ese corazón se iban apagando cada vez más sordos y profundos.

Finalmente nada tuvo vida: el último gemido del corazón cesó, el rostro se puso lívido, los ojos quedaron abiertos, pero la mirada huyó.

Eran las seis de la mañana, el día comenzaba a clarear y su luz macilenta, invadiendo la celda, hacía palidecer la luz mortecina de la lámpara. Reflejos extraños pasaban sobre el rostro del cadáver, dándole de vez en cuando una apariencia de vida. Mientras duró esta lucha del día y de la noche, Dantès pudo todavía dudar; pero cuando el día venció a la noche, comprendió que estaba solo con un cadáver.

Entonces un profundo e invencible terror se amparó de él; no pudo estrechar esa mano que caía fuera del lecho, no pudo detener sus ojos sobre esos ojos fijos y blancos que varias veces intentó inútilmente cerrar y que se volvían a abrir. Apagó la lámpara, la escondió cuidadosamente y se fue, colocando lo mejor que pudo la baldosa por encima de su cabeza.

Además, era la hora, el carcelero iba a llegar.

Esta vez, comenzó su recorrido por Dantès; al salir de su calabozo, pasaría por el de Faria, a quien llevaba el desayuno y ropa limpia.

Además, nada indicaba en este hombre que tuviera conocimiento de lo que había sucedido. Salió.

Dantès entonces fue presa de una indecible impaciencia por saber lo que iba a pasar en la celda de su desgraciado amigo; así que entró en el pasadizo subterráneo y llegó a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero que pedía ayuda.

Enseguida los otros guardianes entraron; después se oyó ese paso recio y regular propio de los soldados, incluso fuera de servicio. Detrás de los soldados llegó el gobernador de la prisión.

Edmond oyó el ruido que producía la cama al agitar al cadáver; oyó la voz del gobernador que ordenaba que le echasen agua en la cara, y que, al ver que a pesar de eso el preso no volvía en sí, mandó llamar al médico.

El gobernador salió; y algunas palabras de compasión llegaron hasta los oídos de Dantès, mezcladas con risas de burla.

—Vamos, vamos —decía uno—, el loco ha ido a reunirse con sus tesoros, ¡buen viaje!

—Con todos esos millones no tendrá con qué pagarse la mortaja —decía otro.

—¡Oh! —repuso una tercera voz—. Las mortajas del castillo de If no son caras.

—Quizá —dijo uno de los primeros interlocutores—, como es un hombre de Iglesia se hagan algunos gastos en su favor.

—Entonces tendrá los honores del saco.

Edmond seguía escuchando, no se perdía ni una sola palabra, pero no comprendía gran cosa. Enseguida las voces se fueron extinguiendo, y le pareció que los asistentes se iban de la celda.

Sin embargo, no se atrevió a entrar: podían haber dejado a algún carcelero para velar al muerto.

Se quedó, pues, mudo, inmóvil y conteniendo la respiración.

Al cabo de una hora, poco más o menos, el silenció se animó con un débil ruido que iba creciendo.

Era el gobernador que volvía, seguido del médico y de varios oficiales.

Se hizo el silencio un instante: era evidente que el médico se acercaba al lecho y examinaba el cadáver.

Pronto empezaron las preguntas.

El médico analizó el mal por el que el preso había sucumbido y declaró que estaba muerto.

Las preguntas y las respuestas se hacían con una indolencia que indignaba a Dantès; le parecía que todo el mundo debía sentir por el pobre abate al menos una parte del cariño que él sentía.

—Me disgusta lo que me anuncia usted —dijo el gobernador, respondiendo a la certeza manifestada por el médico de que el anciano estaba realmente muerto—; era un preso dulce, inofensivo, alegre en su locura, y sobre todo fácil de vigilar.

—¡Oh! —repuso un carcelero—. Incluso aunque no le vigiláramos en absoluto, se habría quedado cincuenta años aquí, se lo aseguro, sin una sola tentativa de evasión.

—Sin embargo —repuso el gobernador—, creo que sería urgente, a pesar de su convicción, y no es que dude de su ciencia, pero por mi propia responsabilidad, sería urgente asegurarnos de si el preso está realmente muerto.

Hubo un instante de un silencio absoluto durante el cual, Dantès, que seguía escuchando, estimó que el médico examinaba y palpaba por segunda vez el cadáver.

—Puede estar usted tranquilo —dijo entonces el médico—, está muerto, soy yo quien responde de ello.

—Usted sabe, señor —repuso el gobernador insistiendo—, que nosotros no nos conformamos, en un caso así, con un simple examen; a pesar de todas las apariencias, debe usted terminar la tarea cumpliendo con todas las formalidades prescritas por la ley.

—Que calienten un hierro —dijo el médico—; pero de verdad que es una precaución innecesaria.

Esa orden de calentar un hierro hizo estremecer a Dantès.

Se oyeron pasos apresurados, el chirrido de una puerta, algunas idas y venidas interiores, y unos instantes después entró un guardián diciendo:

—Aquí tiene el brasero y el hierro.

Se hizo entonces un silencio de un instante, después se oyó el chisporrotear de carne que se quema y cuyo olor espeso y nauseabundo atravesó incluso el muro tras del cual Dantès escuchaba con terror.

Al oler la carne humana carbonizada, el sudor le brotó en la frente y estuvo a punto de desmayarse.

—Ya ve, señor, que está muerto —dijo el médico—; esa quemadura en la planta del pie es decisiva: el pobre loco está curado de su locura y libre de su cautiverio.

—¿No se llamaba Faria? —preguntó uno de los oficiales que acompañaban al gobernador.

—Sí, señor, o así lo pretendía, es un nombre antiguo; además, era muy erudito y incluso bastante razonable, siempre que no se tratase de su tesoro; sobre eso, hay que confesarlo, se mostraba intratable.

—Eso es una afección que llamamos monomanía —dijo el médico.

—¿Nunca ha tenido usted queja de él? —preguntó el gobernador al carcelero encargado de traerle los víveres al abate.

—Nunca, señor gobernador —respondió el carcelero—, ¡nunca jamás! Al contrario, hace tiempo incluso me divertía mucho contándome historias; un día que mi mujer estaba enferma, hasta me dio una receta que la curó.

—¡Ah!, ¡ah! —dijo el médico—. Ignoraba que me encontraba ante un colega; espero, señor gobernador —añadió riendo—, que le trate usted en consecuencia.

—Sí, sí, esté tranquilo; será decentemente amortajado en el saco más nuevo que podamos encontrar; ¿está usted contento?

—¿Tenemos que cumplir con esta última formalidad delante de usted, señor? —preguntó un guardián.

—Sin duda, pero dense prisa, no puedo quedarme en esta celda todo el día.

Se oyeron nuevas idas y venidas; un instante después, el ruido de una lona que se arruga llegó hasta los oídos de Dantès, el camastro crujió, un paso firme como el de un hombre que levanta un fardo se sintió sobre la baldosa, después la cama crujió de nuevo bajo el peso que depositaban en ella.

—Hasta la noche —dijo el gobernador.

—¿Habrá una misa? —preguntó uno de los oficiales.

—Imposible —respondió el gobernador—; el capellán del castillo vino ayer a pedirme un permiso para hacer un corto viaje de ocho días a Hyères; yo respondí por todos mis presos durante ese tiempo; el pobre abate no tendría que haberse dado tanta prisa, hubiera tenido su réquiem.

—¡Bah!, ¡bah! —dijo el médico con la impiedad propia de la gente de su profesión—. Es un hombre de Iglesia: Dios tendrá algún miramiento por su estado, y no dará al Infierno el malvado placer de enviarle a un sacerdote.

Una carcajada surgió tras esa burda broma.

Mientras tanto, la operación de amortajamiento proseguía.

—¡Hasta la noche! —dijo el gobernador cuando acabaron.

—¿A qué hora? —preguntó un guardián.

—Hacia las diez o las once.

—¿Se va a velar al muerto?

—No, ¿para qué? Cerraremos la celda como si estuviera vivo, eso es todo.

Entonces los pasos se alejaron, las voces fueron debilitándose, se oyó el ruido de la puerta con su estridente cerradura y sus crujientes cerrojos, un silencio más tétrico que el de la soledad, el silencio de la muerte invadió todo, hasta el alma helada del joven.

Después, Dantès levantó lentamente la baldosa de su cabeza y echó una mirada escrutadora por la celda.

La celda estaba vacía: Dantès salió del pasadizo.