Capítulo XXV

El desconocido

Amaneció. Dantès esperaba el amanecer desde hacía tiempo con los ojos abiertos. Con los primeros rayos de luz, se levantó, subió, como la víspera, a la roca más elevada de la isla, a fin de explorar los alrededores; como en la víspera, todo estaba desierto.

Edmond bajó, levantó la piedra, se llenó los bolsillos de piedras preciosas, volvió a colocar lo mejor que pudo las planchas y los herrajes del cofre, lo recubrió de tierra, la aplastó bien con los pies, echó arena por encima a fin de que esa parte removida no se diferenciara del resto del suelo; salió de la gruta, volvió a colocar la losa, amontonó sobre ella piedras de diferente grosor; recubrió de tierra los intersticios, plantó en ellos mirtos y brezos, regó esas nuevas plantaciones para que se asemejasen a las antiguas; borró la huella de las pisadas que había por todo alrededor, y esperó con impaciencia el regreso de sus compañeros. En efecto, no se trataba ya de pasar el tiempo contemplando el oro y los diamantes ni de quedarse en la isla como un dragón vigilando inútiles tesoros. Ahora había que volver a la vida, entre los hombres, y tomar en la sociedad el rango, la influencia y el poder que da en este mundo la riqueza, la primera y la mayor de las fuerzas de las que puede disponer el ser humano.

Los contrabandistas volvieron al cabo de seis días. Dantès reconoció de lejos el porte y la cadencia de la Jeune-Amélie; se arrastró hasta el puerto como Filoctetes herido, y cuando sus compañeros abordaron, les anunció, todavía quejándose, que había mejorado sensiblemente; después, escuchó a su vez el relato de los contrabandistas. Lo habían logrado, es cierto; pero en cuanto el cargamento fue depositado, recibieron el aviso de que una bricbarca de vigilancia de Toulon acababa de salir del puerto y se dirigía hacia ellos. Habían escapado a toda vela, lamentando que Dantès, que sabía imprimir al barco una velocidad mayor, no estuviera allí para pilotarlo. En efecto, enseguida avistaron el barco perseguidor; pero con la ayuda de la noche, y poniendo rumbo a Córcega, lo habían esquivado.

En suma, el viaje no había estado mal; y todos, sobre todo Jacopo, lamentaban que Dantès no hubiera estado con ellos, pudiendo obtener así la parte de beneficios que a cada uno le había tocado y que ascendía a cincuenta piastras.

Edmond permaneció impenetrable; ni siquiera sonrió ante la enumeración de las ventajas que hubiera conseguido si no hubiera permanecido en la isla; y como la Jeune-Amélie no había venido a Montecristo sino para recogerle, se embarcó aquella misma tarde y siguió al patrón a Livorno.

En Livorno fue a casa de un judío y vendió cuatro de los diamantes más pequeños que llevaba, a cinco mil francos cada uno. El judío podía haberse cuestionado cómo un marinero se hallaba en posesión de tales objetos; pero bien que se abstuvo de indagarlo, pues ganaba en el negocio mil francos en cada piedra.

Al día siguiente, Dantès compró una barca completamente nueva que dio a Jacopo, añadiendo a este regalo cien piastras, para que pudiera hacerse con una tripulación; y todo ello a condición de que Jacopo se dirigiera a Marsella y le trajera noticias de un anciano llamado Louis Dantès y que vivía en las Allées de Meilhan y de una joven que vivía en el pueblo de Les Catalans y que se llamaba Mercedes.

Ahora le tocaba a Jacopo pensar que estaba soñando; Edmond le contó entonces que se había hecho marinero por rebeldía y porque su familia le negaba el dinero necesario para su mantenimiento; pero que al llegar a Livorno había recibido la herencia de un tío que le había hecho su único heredero. La distinguida educación de Dantès daba a este relato tal verosimilitud que Jacopo no dudó ni un solo instante de que su antiguo compañero decía la verdad.

Por otra parte, como el compromiso de Edmond a bordo de la Jeune-Amélie había expirado, se despidió del patrón, que en principio trató de retenerle, pero que, al conocer como Jacopo la historia de la herencia, renunció a la esperanza de convencer a su antiguo marinero.

Al día siguiente, Jacopo puso rumbo a Marsella; se encontraría con Edmond en Montecristo.

Ese mismo día, Dantès partió sin decir adónde iba, despidiéndose de la tripulación de la Jeune-Amélie regalándole una espléndida gratificación, y del patrón con la promesa de que cualquier día recibiría noticias suyas.

Dantès se fue a Génova.

En el momento de su llegada, se estaba probando un pequeño yate pilotado por un inglés que, habiendo oído decir que los genoveses eran los mejores constructores del Mediterráneo, quería tener un barco construido en Génova. El inglés iba a pagar cuarenta mil francos: Dantès ofreció sesenta mil a condición de que le entregaran el navío ese mismo día. El inglés se había ido a dar una vuelta por Suiza, mientras terminaban su barco, y debía volver en tres semanas o un mes; el constructor pensó que tendría tiempo de tener otro barco en los astilleros; Dantès llevó al constructor a casa de un judío, pasó con él a la trastienda y el judío entregó sesenta mil francos al constructor.

Este ofreció sus servicios a Dantès para buscarle una tripulación; pero Dantès le dio las gracias diciendo que tenía la costumbre de navegar solo, y que lo único que deseaba era que le construyera en la cabina, en la cabecera de la cama, un armario secreto, en el que le hiciera tres compartimentos también secretos. Le dio las medidas de los compartimentos, que fueron hechos al día siguiente.

Dos horas después, Dantès zarpaba del puerto de Génova, escoltado por las miradas de un montón de curiosos que querían ver al señor español que tenía la costumbre de navegar solo.

Dantès se las arregló de maravilla; con la ayuda del timón, y sin tener necesidad de soltarlo, consiguió que el yate llevara a cabo todas las maniobras necesarias; se diría de un ser inteligente, dispuesto a obedecer al menor impulso que se le diera, y Dantès convino en que los genoveses merecían la fama de ser los mejores constructores de barcos del mundo.

Los curiosos siguieron con la mirada al pequeño navío hasta que lo perdieron de vista, y entonces se iniciaron las discusiones para saber adónde iba: unos se inclinaron por Córcega, otros, por la isla de Elba; aquellos apostaron por España, y estos sostuvieron que se dirigía a África; nadie pensó en nombrar la isla de Montecristo.

Sin embargo, era a Montecristo adonde se dirigía Dantès.

Llegó hacia el final del segundo día: el navío era un excelente velero y había recorrido la distancia en treinta y cinco horas. Dantès había reconocido el fondeadero de la costa y, en lugar de dirigirse al puerto habitual, fondeó en la pequeña caleta.

La isla estaba desierta; no parecía que alguien la hubiese abordado desde que Dantès partió; fue a buscar su tesoro: todo estaba en el mismo estado en el que lo había dejado.

Al día siguiente, trasladó toda su fortuna al yate y la guardó en los tres compartimentos del armario secreto.

Dantès esperó ocho días más. Mientras tanto hizo maniobrar el yate alrededor de la isla, estudiándolo como un escudero estudia a un caballo; al cabo de ese tiempo, conocía todas las cualidades y todos los defectos del yate. Dantès se prometió aumentar aquellas y remediar estos.

Al octavo día, Dantès vio una pequeña embarcación que venía hacia la isla con todas las velas desplegadas y reconoció la barca de Jacopo; le hizo una señal a la que Jacopo respondió y dos horas después la barca estaba junto al yate.

Jacopo tenía dos tristes respuestas que dar a los encargos de Edmond.

El anciano Dantès había muerto.

Mercedes había desaparecido.

Edmond escuchó ambas noticias con el rostro tranquilo; pero en cuanto bajó a tierra, prohibió que le siguiesen.

Dos horas después, volvió; dos hombres de la barca de Jacopo pasaron al yate para ayudar en la maniobra y Dantès dio la orden de poner rumbo a Marsella. Ya había previsto la muerte de su padre; pero Mercedes, ¿qué había sido de ella?

Sin divulgar su secreto Edmond no podía dar suficientes instrucciones a ningún agente; además, quería informarse también de otras cosas y para ello era preciso que lo hiciese él mismo. El espejo en Livorno ya le había demostrado que no corría ningún peligro de ser reconocido; además, ahora tenía a su disposición todos los medios para disfrazarse. Así pues, una mañana, el yate, seguido de la pequeña barca, entró valientemente al puerto de Marsella y fondeó justo enfrente del lugar en el que, aquella fatal noche, Edmond fue embarcado hacia el castillo de If.

En el bote, no sin cierto estremecimiento, Dantès vio venir hacia él a un gendarme. Pero Dantès, con esa perfecta seguridad en sí mismo que había adquirido, le presentó un pasaporte inglés que había comprado en Livorno; y con ese laissez-passer extranjero, mucho más respetado en Francia que el propio del país, bajó sin dificultades a tierra.

Lo primero que vio Dantès, al poner pie en La Canebière, fue a uno de los marineros del Pharaon. Ese hombre había servido bajo sus órdenes, y el verle allí, le sirvió para garantizar a Dantès los cambios operados en él: se fue derecho hacia ese hombre y le hizo varias preguntas a las que este respondió, sin ni siquiera sospechar ni por sus palabras, ni por su fisonomía, que alguna vez hubiera visto a quien le dirigía la palabra.

Dantès dio al marinero una moneda para agradecerle sus informaciones; un instante después, oyó al buen hombre que corría tras él.

Dantès se dio la vuelta.

—Perdón, señor —dijo el marinero—, pues sin duda se ha equivocado usted; tal vez creyó darme una moneda de cuarenta sous y me ha dado un doble napoleón.

—En efecto, amigo mío —dijo Dantès—, me había equivocado; pero como su honradez merece una recompensa, aquí tiene otro doble napoleón, que le ruego que acepte para beber a mi salud con sus compañeros.

El marinero miró a Edmond con tanto asombro que ni siquiera se le ocurrió darle las gracias, y murmuró mientras se alejaba:

—Este es algún nabab que llega de la India.

Dantès continuó su camino; cada paso que daba le oprimía el corazón con una nueva emoción: todos los recuerdos de su infancia, recuerdos indelebles, eternamente presentes en el pensamiento, estaban ahí, erigiéndose en cada rincón de la plaza, en cada esquina de la calle, en cada cruce de caminos. Al llegar al final de la calle de Noailles, y al ver las Allées de Meilhan, sintió que le flaqueaban las rodillas y a punto estuvo de caerse bajo las ruedas de un coche. Finalmente, llegó a la casa en la que había vivido su padre. Las aristoloquias y las capuchinas habían desaparecido de la buhardilla, donde antaño la mano del buen hombre las hacía crecer con tanto cuidado.

Se apoyó contra un árbol, y se quedó unos momentos pensativo mirando los últimos pisos de esa pobre casa; finalmente se dirigió hacia la puerta, franqueó el umbral, preguntó si había alguna vivienda vacía y, aunque estaba ocupada, insistió tanto en visitar la del quinto que la portera subió y pidió permiso, de parte de un desconocido, a las personas que la habitaban, para ver las dos habitaciones de las que constaba. Las personas que vivían en ese pequeño apartamento eran un muchacho y su joven esposa que acababan de casarse hacía ocho días solamente.

Al ver a los dos jóvenes, Dantès suspiró profundamente.

Por lo demás, nada recordaba ya a Dantès el apartamento de su padre: ya no tenía el mismo papel en las paredes; todos los viejos muebles, esos amigos de la infancia de Edmond, presentes en sus recuerdos con todos los detalles, habían desaparecido. Sólo quedaban las paredes.

Dantès se dirigió al lado de la cama, estaba en el mismo sitio que la de su antiguo inquilino; muy a su pesar, los ojos de Edmond se le llenaron de lágrimas: en ese mismo lugar, su anciano padre debió expirar llamando a su hijo.

Los dos jóvenes miraron con asombro a ese hombre, de frente severa, sobre cuyas mejillas rodaban dos gruesas lágrimas sin que su rostro se inmutase. Pero como todo dolor lleva consigo su liturgia, los jóvenes no preguntaron nada al desconocido; solamente se retiraron un poco para dejarle llorar tranquilo, y cuando salió de la habitación le acompañaron, diciéndole que podía volver cuando quisiera y que su pobre casa sería siempre hospitalaria.

Al pasar por el piso de abajo, Edmond se detuvo delante de una de las puertas y preguntó si el sastre Caderousse vivía aún ahí. Pero el portero le dijo que el hombre por el que preguntaba había hecho malos negocios y ahora llevaba una pequeña posada en la carretera de Bellegarde a Beaucaire.

Dantès bajó a la calle, pidió la dirección del propietario del inmueble de las Allées de Meilhan, se dirigió a su casa y se hizo anunciar con el nombre de lord Wilmore, era el nombre y el título que ostentaba en su pasaporte, y le compró la casa por la suma de veinticinco mil francos. Era, al menos, diez mil francos más de lo que valía. Pero Dantès, si le hubiera pedido medio millón, la hubiera pagado a ese precio.

El mismo día, los jóvenes del quinto piso recibieron el aviso del notario que había hecho el contrato, de que el nuevo propietario les daba a elegir cualquier otro apartamento de la casa sin aumentarles de ninguna manera el alquiler, a condición de que le cediesen las dos habitaciones que ocupaban.

Este extraño suceso ocupó durante más de ocho días a todos los vecinos de las Allées de Meilhan, y fue objeto de miles de conjeturas de las cuales ninguna era la acertada.

Pero lo que sobre todo turbó todos los espíritus y confundió todas las mentes fue que aquella misma tarde se vio al mismo hombre de la casa de las Allées de Meilhan pasearse por el pequeño pueblo de Les Catalans, y entrar en una pobre cabaña de pescadores donde se quedó más de una hora preguntando por varias personas que habían muerto o que habían desaparecido de allí desde hacía más de quince o dieciséis años.

Al día siguiente, las personas a las que había hecho todas esas preguntas, entrando en su casa, recibieron como regalo una barca catalana completamente nueva, provista de dos traínas y de una red barredera.

A esta buena gente le hubiese gustado dar las gracias al generoso interrogador; pero, al dejarles, le vieron montar a caballo y salir de Marsella por la puerta de Aix, después de haber dado algunas órdenes a un marino.