Capítulo LXXVII

Haydée

Apenas los caballos del conde habían dado la vuelta a la esquina del bulevar, cuando Albert se volvió hacia el conde y estalló en una carcajada demasiado ruidosa como para que no fuera un poco forzada.

—Y bien —le dijo—, le preguntaré, como el rey Carlos IX preguntó a Catalina de Médicis después de la noche de San Bartolomé: «¿qué tal he representado mi papel?».

—¿En relación con qué? —preguntó Montecristo.

—Pues en relación con la instalación de mi rival en casa del señor Danglars.

—¿Qué rival?

—¡Pardiez! ¿Qué rival? Pues su protegido, ¡el señor Andrea Cavalcanti!

—¡Oh! Nada de bromas pesadas, vizconde; yo no protejo en absoluto al señor Andrea, al menos, no ante el señor Danglars.

—Pues es el reproche que yo le haría si el joven necesitase protección. Pero, felizmente para mí, no la necesita.

—¡Cómo! ¿Cree usted que está haciendo la corte?

—Estoy seguro de ello; pone ojos de pretendiente y modula una voz de enamorado; aspira a la mano de la altiva Eugénie. ¡Mire, acabo de hacer casi un verso! Palabra de honor, no es culpa mía. No importa, lo repito: aspira a la mano de la altiva Eugénie o lo que es lo mismo: A la mano aspira / de Eugénie la altiva.

—¿Qué importa, si sólo piensan en usted?

—No me diga usted eso, mi querido conde, pues me maltratan por los dos lados.

—¿Cómo qué por los dos lados?

—Sin duda; la señorita Eugénie apenas me habla, y la d’Armilly, su confidente, no me habla en absoluto.

—Sí, pero el padre le adora —dijo Montecristo.

—¿Él? Al contrario, me ha clavado mil puñales en el corazón; puñales como en el teatro, es cierto, de esos que se retraen en la misma empuñadura, pero que él creía que eran auténticos

—Los celos indican amor.

—Sí, pero yo no estoy celoso.

—Pero él si lo está.

—¿De quién? ¿De Debray?

—No, de usted.

—¿De mí? Apuesto a que antes de ocho días me da con la puerta en las narices.

—Se equivoca, mi querido vizconde.

—¿Una prueba?

—¿La quiere usted?

—Sí.

—Me ha encargado que ruegue al señor conde de Morcerf que haga una oferta definitiva al barón.

—¿Y quién se lo ha encargado?

—El barón Danglars mismo.

—¡Oh! —dijo Albert con toda la zalamería de la que era capaz—. ¿Usted no hará eso, no, mi querido conde?

—Se equivoca, Albert, lo haré, puesto que lo he prometido.

—Vamos —dijo Albert con un suspiro—, parece que usted quiere casarme a toda costa.

—Yo quiero llevarme bien con todo el mundo; pero, a propósito de Debray, ya no le veo en casa de la baronesa.

—Hay enfado.

—¿Con la señora?

—No, con el señor.

—¿Es que se ha dado cuenta de algo?

—¡Ah! ¡Vaya una broma!

—¿Cree usted que tenía alguna sospecha? —dijo Montecristo con una ingenuidad encantadora.

—¡Ah! ¡Vamos! ¿Pero de dónde viene usted, mi querido conde?

—Del Congo, si usted quiere.

—¡Ni siquiera el Congo es lo suficientemente lejos!

—¿Acaso conozco yo a los maridos parisinos?

—¡Eh! Mi querido conde, los maridos son iguales en todas partes; si ha estudiado usted al individuo de cualquier país, ya conoce la especie.

—Pero, entonces, ¿cuál ha podido ser la causa de un enfado entre Danglars y Debray? Parecían entenderse muy bien —dijo Montecristo con una renovada ingenuidad.

—¡Ah! Bueno, ahí entramos en los misterios de Isis, y yo no soy un iniciado. Cuando el señor Cavalcanti hijo forme parte de la familia, usted podrá preguntárselo.

El coche se detuvo.

—Ya hemos llegado —dijo Montecristo—; no son más que las diez y media, suba, si quiere.

—Con mucho gusto.

—Mi coche le llevará después a su casa.

—No, gracias, mi cupé ha debido seguirnos.

—En efecto, ahí está —dijo Montecristo apeándose de un salto.

Ambos entraron en la casa; el salón estaba iluminado y entraron.

—Vaya a hacernos un té, Baptistin —dijo Montecristo.

Baptistin salió sin decir una palabra. Dos segundos después, reapareció con una bandeja con todo servido, y que, como las colaciones de esas comedias de magia, parecía salir de la tierra misma.

—De verdad —dijo Morcerf—, lo que más admiro de usted, mi querido conde, no es su riqueza, quizá haya alguien más rico que usted; no es su ingenio, Beaumarchais no tenía más, pero tampoco menos; lo que más admiro de usted es la manera que tiene de hacerse servir, sin que le contesten una palabra, al minuto, al segundo, como si le adivinaran por la manera de llamar lo que desea tener, y como si lo que desea estuviera ya preparado de antemano.

—Lo que dice es un poco cierto. Conocen mis costumbres. Por ejemplo; va a verlo usted: ¿no desea usted algo tomando el té?

—¡Pardiez! Deseo fumar.

Montecristo se acercó al timbre y llamó una sola vez.

Al cabo de un segundo, se abrió una puerta particular y apareció Alí con dos chibuquíes llenos de excelente tabaco sirio latakia.

—Es maravilloso —dijo Morcerf.

—Pues no, es muy simple —repuso Montecristo—; Alí sabe que cuando tomo té o café, normalmente fumo; sabe que he pedido té, sabe que he vuelto a casa con usted, oye que le llamo, sospecha para qué, y como es de un país donde la hospitalidad se ejerce sobre todo con una pipa, pues en lugar de un chibuquí, trae dos.

—Ciertamente es una explicación como cualquier otra, pero no es menos cierto que solamente usted… ¡oh! ¿Pero, qué es lo que oigo?

Y Morcerf se inclinó hacia la puerta por la que, efectivamente, entraban los sonidos correspondientes a una guitarra.

—A fe mía, mi querido vizconde, está usted destinado a la música, esta velada; no acaba usted de escapar del piano de la señorita Danglars para caer en la guzla de Haydée.

—¡Haydée! ¡Qué nombre tan adorable! ¿Así que hay mujeres que realmente se llaman Haydée, en otras partes que no sean los poemas de lord Byron?

—Ciertamente, Haydée es un nombre muy raro en Francia, pero bastante común en Albania y en el Epiro; es como si usted dijese, por ejemplo, castidad, pudor, inocencia; es una especie de nombre de pila, como dicen sus parisinos.

—¡Oh! ¡Es encantador! —dijo Albert—. ¡Cómo me gustaría ver a nuestras francesas llamarse señorita Bondad, señorita Silencio, señorita Caridad Cristiana! Caramba, si la señorita Danglars, en lugar de llamarse Claire-Marie-Eugénie como se llama, se llamase señorita Castidad-Pudor-Inocencia Danglars; ¡pestes! ¡Vaya efecto que causaría cuando leyeran las amonestaciones!

—¡Qué loco es usted! —dijo el conde—. No bromee en voz tan alta, Haydée podría oírle.

—¿Y se enfadaría?

—No, no —dijo el conde con su aire altivo.

—¿La joven es buena persona? —preguntó Albert.

—No es bondad, es deber: una esclava no se enfada con su amo.

—¡Vamos, vamos! No bromee usted tampoco. ¿Es que todavía hay esclavas?

—Sin duda, puesto que Haydée es la mía.

—En efecto, usted no hace nada como los demás, ni tiene nada como los demás. ¡Esclava del señor conde de Montecristo! Es una posición, en Francia. Tal como usted mueve el oro, es una posición que debe valer cien mil escudos al año.

—¡Cien mil escudos! La pobre niña poseía más que eso; vino al mundo sobre una cuna en la que los tesoros de Las mil y una noches son poca cosa al lado de los suyos.

—¿Es entonces realmente una princesa?

—Usted lo ha dicho, e incluso una de las más grandes de su país.

—Ya lo sospechaba. ¿Pero, cómo una gran princesa se convirtió en esclava?

—¿Cómo Dionisio el Tirano se convirtió en maestro de escuela? El azar de la guerra, mi querido vizconde, el capricho de la fortuna.

—¿Y su nombre es un secreto?

—Para todo el mundo, sí; pero para usted, querido vizconde, a quien tengo por amigo, y que guardará el secreto, ¿no es eso?, ¿me promete usted guardar el secreto?

—¡Oh! ¡Palabra de honor!

—¿Conoce la historia del pachá de Janina?

—¿De Alí-Tebelin? Sin duda, puesto que fue a su servicio donde mi padre hizo fortuna.

—Es cierto, lo había olvidado.

—Y bien, ¿qué parentesco tiene Haydée con Alí-Tebelin?

—Sencillamente es su hija.

—¡Cómo! ¿La hija de Alí-Pachá?

—Y de la hermosa Vasiliki.

—¿Y es su esclava?

—¡Oh! ¡Dios mío, sí!

—¿Cómo es eso?

—¡Hombre! Un día pasaba yo por el mercado de Constantinopla, y la compré.

—¡Es espléndido! Con usted, mi querido conde, no se vive, se sueña. Ahora, escuche, es muy indiscreto lo que voy a preguntarle.

—Dígalo de todas formas.

—Pues, que puesto que sale con ella, puesto que la lleva a la Ópera…

—¿Sí?

—¿Puedo arriesgarme a pedirle esto?

—Usted puede arriesgarse a pedirme lo que sea.

—Pues bien, mi querido conde, presénteme a su princesa.

—Con mucho gusto; pero con dos condiciones.

—Las acepto por adelantado.

—La primera es que no confíe a nadie esta presentación.

—Muy bien —Morcerf extendiendo la mano—. Lo juro.

—La segunda es que no le diga que su padre de usted sirvió al suyo.

—Lo juro también.

—De maravilla, vizconde, recordará los dos juramentos, ¿no?

—¡Oh! —dijo Albert.

—Muy bien. Sé que es usted un hombre de honor.

El conde llamó de nuevo con un solo timbrazo; Alí reapareció.

—Avisa a Haydée —le dijo— que voy a ir a tomar café con ella, y hazle comprender que llevo conmigo a un amigo.

Alí se inclinó y salió.

—Así que está convenido, nada de preguntas directas, querido vizconde. Si usted desea saber algo, pregúntemelo a mí, y yo se lo preguntaré a ella.

—Convenido.

Alí se presentó por tercera vez y mantuvo la tapicería de la puerta levantada para indicar a su amo y a Albert que podían pasar.

—Entremos —dijo Montecristo.

Albert se pasó la mano por los cabellos y se atusó el bigote, el conde cogió el sombrero, se puso los guantes y precedió a Albert hacia el apartamento que vigilaba, como un centinela de avanzadilla, Alí, y que protegían, como una plaza fuerte, las tres doncellas francesas dirigidas por Myrto.

Haydée esperaba en la primera estancia, que era el salón, con los ojos abiertos como platos por la sorpresa, pues era la primera vez que otro hombre, que no fuera Montecristo, entrara en sus aposentos; estaba sentada en un sofá, en una esquina, con las piernas cruzadas bajo ella, y se había hecho, por así decir, un nido entre las telas de seda rayada y bordada, telas de lo más ricas de Oriente. Junto a ella estaba el instrumento cuyos sonidos habían delatado su presencia; estaba encantadora.

Al ver a Montecristo, se levantó con esa doble sonrisa de hija y de amante que le era tan propia; Montecristo fue hacia ella y le tendió la mano, sobre la que, como de costumbre, ella posó sus labios.

Albert se había quedado cerca de la puerta, bajo el imperio de esa extraña belleza que veía por primera vez, y de la que no podía hacerse ni idea en Francia.

—¿Qué me traes? —preguntó en romaico la joven a Montecristo—. ¿Un hermano, un amigo, un simple conocido, o un enemigo?

—Un amigo —dijo Montecristo en la misma lengua.

—¿Su nombre?

—El conde Albert; es aquel a quien saqué de las garras de los bandidos en Roma.

—¿En qué lengua quieres que le hable?

Montecristo se volvió hacia Albert:

—¿Sabe usted griego moderno? —le preguntó al joven.

—¡Ay! —dijo Albert—. Ni siquiera el griego antiguo, mi querido conde; jamás Homero y Platón tuvieron un escolar más pobre, y yo diría incluso más desdeñoso hacia ellos.

—Entonces —dijo Haydée, demostrando con la petición que ella misma acababa de hacer que había comprendido la pregunta de Montecristo y la respuesta de Albert—, hablaré en francés o en italiano, si mi señor quiere que yo hable.

Montecristo reflexionó un instante:

—Hablarás en italiano —dijo.

Después, dirigiéndose a Albert:

—Es una pena que no entienda usted el griego moderno, o el clásico, ya que Haydée habla ambos admirablemente; la pobre muchacha se verá forzada a hablar en italiano, lo que le dará, quizá, una falsa idea de ella.

Dio una señal a Haydée.

—Sé bienvenido, amigo, que vienes con mi amo y señor —dijo la joven en excelente toscano, con ese dulce acento romano que hace a la lengua de Dante tan sonora como la lengua de Homero—; ¡Alí! ¡Café y pipas!

Y Haydée, con la mano, indicó a Albert que se acercara, mientras que Alí se retiraba para ejecutar las órdenes de su joven señora.

Montecristo mostró a Albert dos asientos plegables y ambos fueron a acercar cada uno el suyo a una especie de velador, con un narguile en el centro y rodeado de flores naturales, de dibujos, de cuadernillos de música.

Alí volvió trayendo el café y los chibuquíes; en cuanto al señor Baptistin, la entrada a esa parte del apartamento le estaba prohibida.

Albert rechazó la pipa que le ofrecía el nubio.

—¡Oh! Cójala, cójala —dijo Montecristo—; Haydée es casi tan civilizada como una parisina: el habano le resulta desagradable, porque detesta los malos olores, pero el tabaco de Oriente es un perfume, usted lo sabe.

Alí salió.

Las tazas de café estaban preparadas, sólo que para Albert añadió un azucarero. Montecristo y Haydée tomaban este licor árabe a la manera de los árabes, es decir, sin azúcar.

Haydée tendió la mano y cogió, con la punta de esos dedos rosas y estilizados, la taza de porcelana de Japón, que se llevó a los labios con el cándido placer de un niño que bebe o que come algo que le gusta.

Al mismo tiempo, entraron dos doncellas, trayendo sendas bandejas de helados y sorbetes, que dejaron en dos mesitas destinadas al efecto.

—Mi querido anfitrión, y usted, signora —dijo Albert en italiano—, disculpen mi estupefacción. Me siento totalmente aturdido, y tengo razones para ello: resulta que me encuentro aquí con el Oriente, el Oriente verdadero, no ese que desgraciadamente vi anteriormente, sino tal como lo soñé, en el seno de París; ahora mismo oía el ruido de los ómnibus y el tintineo de las campanillas de los vendedores de limonadas. ¡Oh, signora…! Lamento no saber hablar griego, su conversación, unida a este ambiente mágico, formarían una velada que recordaría siempre.

—Hablo lo suficientemente bien el italiano como para hablar con usted, señor —dijo tranquilamente Haydée—; y haré lo que pueda, si a usted le gusta Oriente, para que lo encuentre aquí.

—¿De qué puedo hablar? —preguntó en voz baja Albert a Montecristo.

—Pues de lo que usted quiera: de su país, de su juventud, de sus recuerdos; o si usted lo prefiere, de Roma, de Nápoles o de Florencia.

—¡Oh! —dijo Albert—. No merecería la pena tener delante a una mujer griega para hablar de lo que hablaría con una parisina; déjeme hablar del Oriente.

—Hágalo, mi querido Albert, es la conversación que le resulta más agradable.

Albert se dirigió a Haydée.

—¿A qué edad, signora, salió usted de Grecia? —preguntó.

—A los cinco años —respondió Haydée.

—¿Y recuerda usted su patria? —preguntó Albert.

—Cuando cierro los ojos, vuelvo a ver todo lo que vi. Hay dos miradas: la mirada del cuerpo y la mirada del alma. La mirada del cuerpo a veces olvida, pero la del alma recuerda siempre.

—¿Y desde qué tiempo atrás llega a recordar?

—Apenas sabía andar; mi madre, que se llama Vasiliki. Vasiliki quiere decir de sangre real —añadió la joven levantando la cabeza—, mi madre me llevaba de la mano, y las dos, cubiertas con un velo, después de poner en el fondo de una bolsa el oro que teníamos, íbamos a pedir limosna para los presos, diciendo: «el que da a los pobres, presta al Eterno». Después, cuando la bolsa estaba llena, volvíamos al palacio y, sin decir nada a mi padre, enviábamos todo el dinero que nos habían dado, creyendo que éramos dos pobres mujeres, al egoumenos del convento que lo repartía entre los prisioneros.

—Y en esa época, ¿qué edad tenía usted?

—Tres años —dijo Haydée.

—¿Entonces, recuerda todo lo que le ocurrió desde que tenía tres años?

—Recuerdo todo.

—Conde —dijo en voz baja Morcerf a Montecristo—, debería permitirle a la signora contarnos algo de su historia. Usted me prohibió hablarle de mi padre, pero quizás ella me hable de él, y no tiene usted idea de lo feliz que me haría oír su nombre de una hermosa boca como la suya.

Montecristo se volvió hacia Haydée, y con un gesto de cejas que le indicaba que pusiese una gran atención a la recomendación que iba a hacerle, le dijo en griego:

«Πατρòς μὲν ἀτην, μή δέ ὂνμα προδότου χαὶ πρδοσὶαυ εἰπέ ἡμȋυ[1]

Haydée emitió un largo suspiro, y una oscura nube pasó por su frente tan pura.

—¿Qué le está diciendo? —preguntó en voz baja Morcerf.

—Le repito que es usted un amigo, y que no tiene que ocultarse con usted.

—¿Así —dijo Albert— que ese antiguo peregrinaje para los prisioneros es su primer recuerdo? ¿Y cuál es el segundo?

—¿El segundo? Me veo a las sombras de los sicomoros, junto a un lago, cuyo espejo tembloroso veo aún entre las ramas; mi padre estaba sentado sobre unos cojines, recostado en el sicomoro más viejo y más frondoso, y yo, mientras que mi madre se reclinaba a sus pies, yo jugaba con su barba blanca que le llegaba hasta el pecho, y con el cangiar de empuñadura de diamante que llevaba a la cintura; después, de vez en cuando venía hasta él un albanés que le decía algunas palabras a las que yo no prestaba atención, y a las que mi padre respondía en el mismo tono de voz: «matadlos» o, «perdonadles la vida».

—Es extraño —dijo Albert—, oír tales cosas de boca de una joven, a no ser en el teatro, y diciéndose uno mismo: esto no es una ficción. ¿Y cómo —preguntó Albert—, con ese horizonte tan poético, con ese pasado maravilloso, cómo encuentra usted Francia?

—Creo que es un hermoso país —dijo Haydée—, aunque veo Francia tal cual es, la veo con ojos de mujer, mientras que, me parece, por el contrario, que mi país, al que sólo he visto con ojos de niña, está siempre envuelto en una bruma luminosa o sombría, según que mis ojos la vean como una dulce patria, o como un lugar de amargos sufrimientos.

—Tan joven, signora —dijo Albert, cediendo a su pesar al poder de la banalidad—, ¿cómo ha podido sufrir?

Haydée volvió los ojos hacia Montecristo, que con un imperceptible gesto murmuró:

Eỉπἑ[2].

—Nada forma tanto el alma como los primeros recuerdos, y aparte de los que acabo de contarle, todos los recuerdos de mi juventud son tristes.

—Hable, hable, signora —dijo Albert—, le juro que la escucho con un inexplicable placer.

Haydée sonrió con tristeza.

—¿Quiere entonces que pase a mis siguientes recuerdos? —dijo ella.

—Se lo suplico —dijo Albert.

—Y bien, yo tenía cuatro años cuando una noche mi madre me despertó. Estábamos en el palacio de Janina; me cogió de los almohadones en los que dormía, y al abrir los ojos, vi los suyos llenos de gruesas lágrimas. Me cogió en sus brazos. Al verla llorar yo iba a llorar también.

»“¡Silencio, mi niña!”, me dijo.

»A veces, a pesar del consuelo o de las amenazas maternas, caprichosa, como todos los niños, había seguido llorando; pero, esta vez, había en la voz de mi pobre madre el tono de un terror tal que me callé al instante.

»Me sacó de allí rápidamente.

»Vi entonces que bajábamos una amplia escalera; delante de nosotras, todas las doncellas de mi madre, llevando cofres, bolsas, objetos de adorno, joyas, bolsas llenas de oro, bajaban por la misma escalera, o más bien se precipitaban por ella.

»Detrás de las mujeres venía una guardia de veinte hombres, armados con largos fusiles y con pistolas, vestidos con ese traje que ustedes conocen en Francia desde que Grecia volvió a ser una nación.

»Había algo siniestro, créame —añadió Haydée moviendo la cabeza y palideciendo al recordarlo—, en esa larga fila de esclavos y de mujeres medio paralizadas por el sueño, o al menos yo lo imaginaba así, yo, que quizá veía a los demás adormecidos porque yo no estaba bien despierta.

»Por la escalera corrían gigantescas sombras, que las antorchas de pino hacían temblar, reflejadas en las bóvedas.

»“¡Deprisa, deprisa!”, dijo una voz al fondo de la galería.

»Esa voz hizo que se inclinara todo el mundo, como las espigas de los campos se inclinan por el paso del viento sobre la llanura.

»A mí me hizo temblar.

»Esa voz era la voz de mi padre.

»Iba el último, vestido con sus esplendidos ropajes, llevando en la mano la carabina que le regaló el emperador de Francia; y, apoyado en su favorito, Selim, nos empujaba por delante de él, como hace el pastor con un rebaño desperdigado.

»Mi padre —dijo Haydée levantando la cabeza— era un hombre ilustre que Europa conoció bajo el nombre de Alí-Tebelin, pachá de Janina, y ante el cual Turquía tembló.

Albert, sin saber por qué, se estremeció al oír esas palabras pronunciadas con un indefinible acento de altivez y de dignidad; le pareció que algo sombrío y espantoso se desprendía de los ojos de la joven, cuando, cual pitonisa que evoca un espectro, despertó el recuerdo de ese sangrante rostro, cuya terrible muerte transformó en gigantesco, a ojos de nuestra Europa contemporánea.

—Enseguida —continuó Haydée— la marcha se detuvo; estábamos al final de la escalera y al borde de un lago. Mi madre me estrechaba contra su pecho palpitante, y vi, a dos pasos por detrás, a mi padre que miraba inquieto a un lado y a otro.

»Delante de nosotros se extendían cuatro gradas de mármol, y al final de la última grada ondeaba una barca.

»Desde donde estábamos, se veía en medio del lago una masa negra; era el pabellón hacia el que nos dirigíamos.

»El pabellón me parecía que estaba a una distancia considerable, quizás a causa de la oscuridad.

»Bajamos a la barca. Recuerdo que los remos no hacían ningún ruido al tocar el agua; me incliné para mirar esos remos: estaban envueltos en los cinturones de nuestros palícaros.

»En la barca, aparte de los remeros, no había más que mujeres, mi padre, mi madre, Selim y yo.

»Los palícaros se habían quedado a la orilla del lago, arrodillados en la última grada, y formando, en caso de ser perseguidos, una muralla con otros tres.

»Nuestra barca navegaba tan deprisa como el viento.

»“¿Por qué vamos tan deprisa?”, pregunté a mi madre.

»“¡Chsss! Hija mía”, dijo, “es que estamos huyendo”.

»Yo no entendí. ¿Por qué mi padre huía, él, el todopoderoso, él, ante quien normalmente huían todos los demás, él, que había tomado como suya la divisa: “Me odian, así pues, me temen”[3]?

»En efecto, era una huida lo que mi padre llevaba a cabo en el lago. Me dijo después que la guarnición del castillo de Janina, cansada de un largo servicio…

Aquí Haydée detuvo su expresiva mirada en Montecristo, que permanecía con la mirada fija en los ojos de la joven. Haydée continuó, pues, lentamente, como quien inventa o suprime algo del relato real.

—Decía usted, signora —repuso Albert, que escuchaba con la mayor atención el relato—, que la guarnición de Janina, cansada de un largo servicio…

—Había hecho tratos con el seraskier Kourchid, enviado por el sultán para apresar a mi padre; fue entonces cuando mi padre tomó la resolución de retirarse, después de enviar a parlamentar con el sultán a un oficial francés, en quien había depositado toda su confianza, de retirarse a un asilo que él mismo se había preparado desde hacía tiempo, y que él llamaba kataphygion, es decir, su refugio.

—Y ese oficial —preguntó Albert—, ¿recuerda usted su nombre, signora?

Montecristo intercambió con la joven una mirada rápida como un relámpago, desapercibida por Morcerf.

—No —dijo—, no lo recuerdo; pero quizá más tarde lo recuerde, y se lo diga.

Albert iba a pronunciar el nombre de su padre, cuando Montecristo se llevó despacio el dedo a los labios en señal de silencio; el joven recordó el juramento hecho y se calló.

—Era hacia ese pabellón donde nos dirigíamos.

»La parte baja adornada con arabescos, bañando las terrazas de agua, y una primera planta que daba al lago, era todo lo que ese palacio ofrecía a la vista.

»Pero, por debajo de la planta baja, prolongándose por la isla, era un subterráneo, una vasta caverna hacia donde nos llevó, a mi madre a mí y a las doncellas, y donde yacían, formando un solo montón, sesenta mil bolsas y doscientos toneles; había en esas bolsas veinticinco millones en oro, y en los barriles, treinta mil libras de pólvora. Junto a los barriles se mantenía Selim, el favorito de mi padre del que ya le he hablado; vigilaba día y noche, con una lanza en cuyo extremo ardía una mecha encendida con la mano; tenía la orden de hacer saltar todo por los aires, pabellón, pachá, mujeres y oro, a la primera señal de mi padre.

»Recuerdo que nuestras esclavas, conociendo esa temida cercanía de la pólvora, se pasaban los días y las noches rezando, llorando, gimiendo.

»En cuanto a mí, sigo viendo al joven soldado, de tez pálida y ojos negros; y en cuanto el ángel de la muerte descienda sobre mí, estoy segura de que reconoceré en él a Selim.

»No podría decir cuánto tiempo permanecimos así; en esa época yo ignoraba aún lo que era el tiempo; algunas veces, pero raramente, mi padre nos hacía venir a mi madre y a mí a la terraza del palacio; eran mis horas de alegría, pues en el subterráneo no veía más que sombras quejumbrosas y la lanza ardiendo de Selim. Mi padre, sentado ante una gran abertura, fijaba tristemente su mirada en las profundidades del horizonte, interrogando cada punto negro que aparecía sobre el lago, mientras que mi madre, recostada junto a él, apoyaba la cabeza sobre su hombro, y yo jugaba a sus pies, admirando con ese asombro infantil, que engrandece más aún los objetos, las escarpadas laderas del monte Pindo que se eleva en el horizonte, los castillos de Janina, destacándose blancos y angulosos de las aguas azules del lago, y las inmensas masas arbóreas negras, pegadas como líquenes a las rocas de la montaña, que de lejos parecían musgo pero que de cerca son gigantescos abetos y mirtos inmensos.

»Una mañana, mi padre envió a alguien a buscarnos; le encontramos bastante tranquilo, pero más pálido que de costumbre.

»“Ten paciencia, Vasiliki, hoy habrá acabado todo; hoy llega el firmán del sultán, y se decidirá mi suerte. Si me concede la gracia total, volveremos triunfantes a Janina; si la noticia es mala, huiremos esta misma noche.”

»“¿Pero, si no nos dejan huir?”, dijo mi madre.

»“¡Oh! Estate tranquila”, respondió Alí sonriendo; “Selim y su lanza encendida responden de ello. Querrán que yo muera, pero a condición de no morir conmigo”.

»Mi madre sólo respondió con suspiros a todo ese consuelo que no salía del corazón de mi padre.

»Ella le preparó el agua helada que bebía a cada instante, pues, desde nuestra retirada al pabellón ardía de fiebre; mi madre perfumó su blanca barba y encendió el chibuquí, del que algunas veces, durante horas enteras, seguía distraídamente el humo volatilizándose en el aire.

»De repente, hizo un movimiento tan brusco que me sobresaltó de miedo.

»Después, sin dejar de mirar el punto que atraía su atención, pidió su catalejo.

»Mi madre se lo dio, más blanca que el estuco contra el que se apoyaba.

»Vi temblar la mano de mi padre.

»“¡Una barca…! ¡Dos…! ¡Tres…!”, murmuró mi padre. “¡Cuatro…!”

»Se levantó, cogiendo las armas y cargando —lo recuerdo bien— la pólvora en el cañón de las pistolas.

»“Vasiliki”, dijo a mi madre con un visible estremecimiento, “este es el momento decisivo para nosotros; dentro de media hora sabremos la respuesta del Sublime Emperador, retírate al subterráneo con Haydée”.

»“Yo no quiero dejaros”, dijo Vasiliki; “si vos morís, mi señor, yo quiero morir con vos”.

»“¡Id con Selim!”, gritó mi padre.

»“¡Adiós, mi señor!”, murmuró mi madre obediente y doblada en dos por la cercanía de la muerte.

»“Llévense a Vasiliki”, dijo mi padre a sus palícaros.

»Pero a mí, que me olvidaban, corrí hasta él con las manos extendidas; mi padre me vio e inclinándose me besó en la frente.

»¡Oh! Ese beso fue el último, y aún está ahí, en mi frente.

»Al bajar, distinguíamos, a través del emparrado de la terraza, las barcas que se iban haciendo más grandes en el lago, y que, si antes eran puntos negros, parecían ahora aves rasando la superficie de las olas.

»Mientras tanto, en el pabellón, veinte, sentados a los pies de mi padre y ocultos con el maderaje, espiaban con la mirada inyectada en sangre la llegada de esos barcos, y tenían prestos sus largos fusiles incrustados de nácar y de plata; gran número de cartuchos estaban diseminados por el suelo; mi padre miraba el reloj y se paseaba con angustia.

»Esto es lo que me impresionó cuando dejé a mi padre, después del último beso que recibí de él.

»Mi madre y yo atravesamos el subterráneo. Selim seguía en su puesto; nos sonrió tristemente. Fuimos a buscar unos almohadones al otro lado de la caverna y vinimos a sentarnos junto a Selim: en los grandes peligros los corazones amados se buscan y, aunque yo era muy niña, sentía instintivamente que una gran desgracia planeaba sobre nuestras cabezas.

Albert había oído contar muchas veces, no a su padre, que nunca hablaba de ello, sino a otros, los últimos momentos del visir de Janina; había leído relatos diferentes sobre su muerte; pero esta historia, hecha viva en la persona y en la voz de la joven, ese acento vivo y esa asombrosa elegía, dotaban a la historia de gran encanto y a la vez de un horror indescriptible.

En cuanto a Haydée, entregada a esos terribles recuerdos, había dejado un instante de hablar; su frente, como una flor que se inclina en un día de tempestad, se había inclinado sobre su mano, y sus ojos, vagamente perdidos, parecían ver aún en el horizonte el Pindo verde y las aguas azules del lago de Janina, espejo mágico que reflejaba el sombrío cuadro que había dibujado.

Montecristo la miraba con una indefinible expresión de interés y de piedad.

—Continúa, hija mía —le dijo el conde en lengua romaica.

Haydée levantó la frente, como si las palabras sonoras que acababa de pronunciar Montecristo la hubiesen sacado de un sueño, y prosiguió:

—Eran las cuatro de la tarde; pero aunque el día fuera puro y brillante afuera, nosotros estábamos sumidas en la oscuridad del subterráneo.

»Un solo resplandor brillaba en la caverna, igual a una estrella temblando en un cielo oscuro: era la mecha de Selim. Mi madre era cristiana y rezaba.

»Selim repetía de vez en cuando las palabras sagradas: “¡Dios es grande!”.

»Sin embargo, mi madre albergaba aún alguna esperanza. Al bajar, creyó haber reconocido al francés que había sido enviado a Constantinopla, y en el que mi padre confiaba por entero, pues sabía que los soldados del sultán francés son, de ordinario, nobles y generosos. Mi madre avanzó algunos pasos hacia la escalera y escuchó.

»“Se acercan”, dijo; “¡con tal de que nos traigan la paz y la vida!”.

»“¿Qué temes, Vasiliki?”, le dijo Selim con su voz tan suave y a la vez tan altiva; “si no traen paz, les daremos muerte”.

»Y reavivaba la llama de la lanza con un gesto semejante al de Dionisios de la antigua Creta.

»Pero yo, que era tan niña y tan ingenua, yo sentía miedo de ese coraje que me parecía feroz e insensato, y me asustaba de esa muerte espantosa en el aire y en la llama.

»Mi madre tenía las mismas sensaciones, pues la sentía temblar.

»“¡Dios mío! ¡Dios mío, mamá!”, le gritaba, “¿es que vamos a morir?”.

»Y al oírme, los llantos y los rezos de las esclavas redoblaron.

»“Hija mía”, me dijo Vasiliki, “¡que Dios te libre de llegar a desear la muerte que temes hoy!”.

»Y después dijo en voz baja:

»“Selim”, dijo, “¿cuál es la orden del visir?”.

»“Si me envía su puñal, es que el sultán rechaza concederle su gracia, y entonces yo tengo que hacer fuego; si me envía su anillo, es que el sultán le perdona, y entrego la pólvora.”

»“Amigo”, repuso mi madre, “cuando llegue la orden del visir, si es el puñal lo que nos envía, en lugar de morir las dos de esa espantosa muerte, te ofreceremos nuestras gargantas, y tú nos matarás con el puñal”.

»“Sí, Vasiliki”, respondió tranquilamente Selim.

»De repente, oímos un gran griterío; escuchamos: eran gritos de júbilo; el nombre del franco que había sido enviado a Constantinopla resonaba repetido por nuestros palícaros; era evidente que traía la respuesta del Sublime Emperador, y que esa respuesta era favorable.

—¿Y no recuerda ese nombre? —dijo Morcerf, dispuesto a venir en ayuda de la memoria de la narradora.

Montecristo hizo un gesto.

—No lo recuerdo —respondió Haydée.

»El ruido iba en aumento; se oían los pasos cada vez más próximos; estaban bajando al subterráneo.

»Selim preparó la lanza.

»Enseguida apareció una sombra en el crepúsculo azulado que formaban los rayos de luz penetrando hasta la entrada del subterráneo.

»“¿Quién eres?”, gritó Selim, “seas quien seas, no des un paso más”.

»“¡Gloria al sultán!”, dijo la sombra. “La gracia al visir Alí le ha sido concedida; y no solamente salva la vida, sino que también le devuelve su fortuna y sus bienes.”

»Mi madre dio un grito de alegría y me estrechó contra su corazón.

»“¡Espera!”, le dijo Selim a mi madre, viendo que ya estaba dispuesta a salir; “sabes que necesito el anillo”.

»“Está bien”, dijo mi madre, y cayó de rodillas levantándome hacia el cielo, como si, al mismo tiempo que rogaba a Dios por mí, quisiera además elevarme hacia Él.

Y por segunda vez, Haydée se detuvo, vencida por una emoción tal que el sudor le caía por la frente palidecida ahora, y su voz cortada parecía incapaz de salir de su árida garganta.

Montecristo le echó un poco de agua helada en un vaso y se lo ofreció, diciendo con una dulzura mezclada de un cierto matiz impositivo:

—¡Valor, hija mía!

Haydée enjugó sus ojos y su frente, y continuó:

—Mientras tanto, nuestros ojos, habituados a la oscuridad, reconocieron al enviado del pachá: era un amigo.

»Selim lo reconoció; pero el valiente muchacho no sabía más que una cosa: ¡obedecer!

»“¿En nombre de quién vienes?”, dijo.

»“Vengo en nombre de nuestro señor, Alí-Tebelin.”

»“Si vienes en nombre de Alí, ¿sabes lo que debes traerme?”

»“Sí”, dijo el enviado, “te traigo su anillo”.

»Al mismo tiempo levantó la mano por encima de su cabeza; pero estaba demasiado lejos y no había suficiente luz como para que Selim, desde donde estábamos, pudiera reconocer el objeto que mostraba en la mano”.

»“No veo lo que llevas en la mano”, dijo Selim.

»“Acércate”, dijo el mensajero, “o me acerco yo”.

»“Ni uno ni otro”, respondió el joven soldado; “pon debajo de ese rayo de luz, ahí mismo donde estás, el objeto que llevas y retírate hasta que yo lo haya visto”.

»“De acuerdo”, dijo el mensajero.

»Y se retiró después de depositar la señal convenida en el lugar indicado.

»Y nuestro corazón palpitaba, pues el objeto nos parecía, efectivamente, un anillo. Solamente que ¿sería realmente el anillo de mi padre?

»Selim, manteniendo en la mano la mecha encendida, fue hasta la abertura, se inclinó iluminado por el rayo de luz y recogió la señal.

»“¡El anillo del visir!”, dijo besándolo, “¡está bien!”.

»Y apretando la mecha contra el suelo, la pisoteó y la apagó.

»El mensajero dio un grito de alegría y dio unas palmas con las manos. Al oír esa señal, cuatro soldados del seraskier Kourchid acudieron, y Selim cayó traspasado por cinco puñaladas. Cada uno de ellos le había clavado el correspondiente puñal.

»Y mientras tanto, ebrios por el crimen, aunque pálidos aún de miedo, entraron a saco en el subterráneo, buscando por todas partes si había fuego, y precipitándose sobre los sacos de oro.

»Durante ese tiempo, mi madre me cogió en brazos, y ágil, saltando por encima de los obstáculos, conocidos sólo por nosotras, llegó hasta una escalera disimulada del pabellón en el que reinaba un espantoso tumulto.

»Las salas de la parte baja estaban enteramente ocupadas por los tchodoars de Kourchid, es decir, por nuestros enemigos.

»En el momento en el que mi madre iba a abrir la puertecilla disimulada, oímos, terrible y amenazante, la voz del pachá.

»Mi madre pegó el ojo en una de las ranuras de la puerta; yo también pude mirar por otra.

»“¿Qué queréis?”, decía mi padre a unas personas que blandían en la mano un papel escrito con caracteres de oro.

»“Lo que queremos”, respondió uno de ellos, “es comunicar la voluntad de Su Alteza. ¿Ves este firmán?”.

»“Lo veo”, dijo mi padre.

»“Pues bien, lee; reclama tu cabeza.”

»Mi padre soltó una sonora carcajada más espantosa aún de lo que hubiera sido una amenaza; no había dejado aún de reír cuando dos tiros de pistola salieron de sus manos matando a dos hombres.

»Los palícaros, que estaban tumbados cara al suelo rodeando a mi padre, se levantaron entonces incendiándolo todo; la sala se llenó de ruido, de llamas y de humo.

»En el mismo instante el fuego comenzó del otro lado, y las balas vinieron a acribillar la madera alrededor de nosotras.

»¡Oh! ¡Qué hermoso, qué grande era el visir Alí-Tebelin, mi padre, en medio de las balas, empuñando la cimitarra, con el rostro negro por la pólvora! ¡Cómo huían sus enemigos!

»“¡Selim! ¡Selim!”, gritaba, “¡guardián del fuego! ¡Cumple con tu deber!”.

»“¡Selim está muerto!”, respondió una voz que parecía salir de las profundidades de la caverna, “¡y tú, mi señor Alí, tú estás perdido!”.

»Al mismo tiempo, se oyó una sorda detonación y todo el suelo de la sala saltó por los aires alrededor de mi padre.

»Los tchodoars disparaban a través de las tablas de madera. Tres o cuatro palícaros cayeron, acribillados de abajo a arriba con heridas que les recorrían todo el cuerpo.

»Mi padre rugió, metió las manos por los agujeros que habían abierto las balas y arrancó por entero la madera.

»Pero, al mismo tiempo, por esa abertura, estallaron veinte disparos, y las llamas, saliendo como del cráter de un volcán, alcanzaron las colgaduras y las tapicerías devorándolas.

»En medio de todo ese espantoso tumulto, en medio de esos horribles gritos, dos disparos se diferenciaron entre todos, dos gritos más desgarradores que todos los demás gritos me helaron de terror. Esas dos explosiones habían alcanzado mortalmente a mi padre, y era él quien había emitido esos dos gritos.

»Sin embargo, se había quedado en pie, agarrado a una ventana. Mi madre golpeaba con fuerza la puerta para ir a morir junto a él; pero la puerta estaba cerrada por dentro.

»Alrededor de mi padre los palícaros se retorcían en convulsiones de agonía; dos o tres de ellos, que estaban ilesos o con heridas leves, salieron por las ventanas. Al mismo tiempo, el suelo entero crujió viniéndose abajo. Mi padre cayó sobre una rodilla; al mismo tiempo veinte brazos vinieron hacia él, armados con sables, con pistolas, con puñales, veinte atacantes golpeaban a la vez a un solo hombre, y mi padre desapareció en un torbellino de fuego, atizado por esos demonios rugientes como si el Infierno se hubiera abierto bajo sus pies.

»Yo me vi rodando por el suelo; era mi madre que caía desvanecida.

Haydée dejó caer sus brazos emitiendo un gemido y mirando al conde como para preguntarle si estaba satisfecho de su obediencia.

El conde se levantó, vino hasta ella, le cogió la mano y le dijo en romaico:

—Descansa, mi querida niña, y anímate pensando que hay un Dios que castiga a los traidores.

—Es una historia espantosa, conde —dijo Albert, asustado de la palidez de Haydée—, y me reprocho ahora haber sido cruelmente indiscreto.

—No es nada —dijo Montecristo.

Después, poniendo su mano sobre la cabeza de la joven:

—Haydée —continuó— es una mujer valiente, a veces ha encontrado consuelo relatando sus penas.

—Porque, mi señor —dijo con viveza la joven—, porque mis penas me recuerdan tus bondades.

Albert la miró con curiosidad, pues aún no le había contado lo que él deseaba saber antes de nada, es decir, cómo había llegado a ser esclava del conde.

Haydée vio a la vez, en la mirada de los dos hombres, de Albert y del conde, reflejado el mismo deseo.

Continuó:

—Cuando mi madre volvió en sí, estábamos ambas delante del seraskier.

»“Matadme”, dijo, “pero haced que la viuda de Alí conserve su honor”.

»“No es a mí a quien tienes que dirigirte”, dijo Kourchid.

»“¿A quién, entonces?”

»“A tu nuevo dueño.”

»“¿Quién es?”

»“Ahí lo tienes.”

»Y Kourchid señaló a uno de los que más habían contribuido a la muerte de mi padre —continuó la joven con una cólera sorda.

—Entonces —preguntó Albert—, ¿os convertisteis en la propiedad de ese hombre?

—No —respondió Haydée—; no se atrevió a quedarse con nosotras, nos vendió a unos mercaderes de esclavos que iban a Constantinopla. Atravesamos Grecia y llegamos agonizantes a la puerta imperial, llena de curiosos que se apartaban para dejarnos pasar, cuando de repente mi madre sigue la dirección de sus miradas, da un grito y cae señalándome una cabeza colgada por encima de esa puerta.

»Debajo de esa cabeza estaban escritas estas palabras: Esta es la cabeza de Alí-Tebelin, pachá de Janina.

»Llorando, intenté levantar a mi madre: ¡fue inútil, mi madre estaba muerta!

»Me llevaron al bazar; un armenio rico me compró, me dio una educación, me dio unos maestros, y cuando tuve trece años me vendió al sultán Mahamoud.

—Al cual —añadió Montecristo—, yo se la compré, como ya le dije, Albert, a cambio de una esmeralda igual a la que uso para guardar mis pastillas de hachís.

—¡Oh! Tú eres bueno, tú eres grande, mi señor —dijo Haydée besando la mano de Montecristo—, y soy muy dichosa al pertenecerte.

Albert estaba totalmente aturdido por lo que acababa de oír.

—Vamos, acabe su taza de café —le dijo el conde—; la historia ha terminado.