Capítulo LXIX

Los informes

El señor de Villefort mantuvo la palabra dada a la señora Danglars, y sobre todo, la que se había dado a sí mismo, intentando averiguar de qué manera el señor conde de Montecristo había podido conocer la historia de la casa de Auteuil.

Aquel mismo día escribió a un tal señor de Boville —quien después de haber sido antaño inspector de prisiones había ascendido a un puesto superior en la policía de seguridad—, con el fin de obtener los informes que deseaba, y este le pidió dos días para saber exactamente a quién tendría que dirigirse para informarse.

Expiraron los dos días y el señor de Villefort recibió la siguiente nota:

La persona a quien llaman el señor conde de Montecristo es conocida particularmente por lord Wilmore, un rico extranjero a quien se le sitúa a veces en París, donde está en estos momentos; también es persona conocida igualmente por el abate Busoni, sacerdote siciliano de gran reputación en Oriente, donde ha llevado a cabo innumerables obras de beneficencia.

El señor de Villefort respondió con la orden de adquirir, sobre esos dos extranjeros, las informaciones más prontas y precisas; al día siguiente por la tarde, sus órdenes habían sido ejecutadas, y estos son los informes que recibió:

El abate, que estaba pasando un mes en París, vivía detrás de Saint-Sulpice, en una casita de una sola planta además de la planta baja; cuatro habitaciones, dos arriba y dos abajo, formaban toda la vivienda de la que era el único inquilino.

Las dos habitaciones de abajo se componían de un comedor con una mesa, dos sillas y un aparador de nogal, y un salón con paredes de madera pintado en blanco, sin adornos, sin alfombras y sin reloj. Se veía que para sí mismo el abate se limitaba a los objetos de estricta necesidad.

Es cierto que el abate ocupaba preferentemente el salón del primer piso. Este salón, amueblado con libros de teología y pergaminos, en medio de los cuales se le veía sepultado, según decía su ayuda de cámara, durante meses enteros, era en realidad, más que un salón, una biblioteca.

Este criado miraba al visitante a través de una especie de ventanilla, y cuando su rostro le era desconocido o no le gustaba, respondía que el abate no estaba en París, y algunos se contentaban con esa respuesta, sabiendo que el abate viajaba a menudo y que a veces permanecía durante mucho tiempo de viaje.

Por lo demás, estuviera en casa o no, se encontrara en París o en El Cairo, el abate era generoso siempre, y la ventanilla servía de torno para las limosnas que el criado distribuía incesantemente en nombre de su amo.

La otra habitación, situada junto a la biblioteca, era un dormitorio. Una cama sin cortinas, cuatro sillones y un canapé de terciopelo de Utrecht amarillo formaban, junto con el reclinatorio, todo el mobiliario.

En cuanto a lord Wilmore, vivía en la calle Fontaine Saint-Georges. Era uno de esos turistas ingleses que se comen toda su fortuna en viajes. Alquilaba amueblado el apartamento en el que vivía, en el que sólo pasaba dos o tres horas al día y en el que no dormía sino muy raramente. Una de sus manías era la de no querer hablar en absoluto ni una sola palabra de francés, que sin embargo sabía escribir, aseguran, con una gran pureza.

Al día siguiente de que el señor fiscal del rey recibiera esos valiosos informes, un hombre, que bajaba de un coche en la esquina de la calle Férou, vino a llamar a la puerta pintada de verde oliva y preguntó por el abate Busoni.

—El señor cura salió por la mañana —respondió el criado.

—Podría no conformarme con esta respuesta —dijo el visitante—, pues vengo de parte de una persona para quien uno siempre está en casa. Pero dígnese entregar al abate Busoni…

—Ya le he dicho que no está —repitió el criado.

—Entonces, cuando regrese entréguele esta tarjeta y este papel lacrado. Esta noche, a las ocho, ¿el señor cura estará en casa?

—¡Oh! Sin falta, señor, a no ser que el abate esté trabajando y entonces es como si hubiera salido.

—Vendré entonces, esta tarde, a la hora convenida —repuso el visitante.

Y se retiró.

En efecto, a la hora indicada, el mismo hombre volvió, en el mismo coche que, esta vez, en lugar de pararse en la esquina de la calle Férou, se detuvo delante de la puerta verde. Llamó, le abrieron y entró.

Por las muestras de respeto que el criado le prodigó, el visitante comprendió que su cara había causado el efecto deseado.

—¿El señor cura está en casa? —preguntó.

—Sí, trabaja en la biblioteca, pero espera al señor —respondió el sirviente.

El desconocido subió una escalera bastante ruda, y delante de una mesa, cuya superficie estaba inundada por la luz que concentraba una amplia pantalla, mientras que el resto del apartamento estaba en sombra, vio al abate, con el hábito eclesiástico, la cabeza tocada con una de esos capuchones con los que se cubrían el cráneo los sabios al uso de la Edad Media.

—¿Es con el señor Busoni con quien tengo el honor de hablar? —preguntó el visitante.

—Sí, señor —respondió el abate—, ¿y es usted la persona que el señor de Boville, antiguo intendente de prisiones, me envía de parte del señor prefecto de la Policía?

—Justamente, señor.

—¿Uno de los agentes encargados de la seguridad de París?

—Sí, señor —respondió el desconocido con una especie de duda y sobre todo con un poco de rubor.

El abate se ajustó unas grandes gafas que le cubrían, no solamente los ojos, sino también las sienes, y al volver a sentarse hizo un gesto al visitante para que se sentara también.

—Le escucho, señor —dijo el abate con un acento italiano de lo más pronunciado.

—La misión de la que estoy encargado, señor —repuso el visitante, pesando cada una de sus palabras como si les costara trabajo salir—, es una misión de confianza para quien la cumple y para la persona que se la ha encargado.

El abate se inclinó.

—Sí —continuó el desconocido—, su probidad, señor cura, es tan conocida por el señor prefecto de Policía que, como magistrado, quiere saber por usted algo que interesa a esta seguridad pública, en nombre de la cual me dirijo a usted. Esperamos, pues, señor cura, que no habrá ni lazos de amistad ni consideración humana que puedan llevarle a disfrazar la verdad a la justicia.

—Con tal, señor, de que las cosas que quiera usted saber no toquen en nada a los escrúpulos de mi conciencia. Soy sacerdote, señor, y los secretos de confesión, por ejemplo, deben quedar entre la justicia de Dios y yo, y no entre la justicia de los hombres y yo.

—¡Oh! Esté tranquilo, señor cura —dijo el desconocido—, en cualquier caso dejaremos su conciencia a cubierto.

Al oír estas palabras, el abate, sujetando la pantalla por su lado, la levantó por el lado opuesto, de manera que a la vez que iluminaba plenamente el rostro del visitante, el suyo seguía quedando en la sombra.

—Perdón, señor cura —dijo el enviado del señor prefecto de Policía—, pero esa luz me molesta terriblemente a la vista.

El abate bajó la pantalla de cartón verde.

—Ahora, señor, le escucho, hable.

—Voy al asunto. ¿Conoce usted al señor conde de Montecristo?

—¿Usted quiere hablar del señor Zaccone, presumo?

—¡Zaccone…! ¡Entonces no se llama Montecristo!

—Montecristo es un nombre de tierra, o mejor, un nombre de roca, y no un nombre de familia, un apellido.

—Y bien, de acuerdo; no discutamos sobre las palabras, y puesto que el señor de Montecristo y el señor Zaccone son el mismo hombre…

—Absolutamente el mismo.

—Hablemos del señor Zaccone.

—De acuerdo.

—Le preguntaba si le conocía.

—Mucho.

—¿Quién es?

—Es el hijo de un rico armador de Malta.

—Sí, ya lo sé, eso es lo que se dice; pero, como usted comprenderá, la policía no puede contentarse con un «es lo que se dice».

—Sin embargo —repuso el abate con una sonrisa toda afable—, cuando lo que se dice es la verdad, todo el mundo debe conformarse, y la policía debe hacer como todo el mundo.

—¿Pero, está usted seguro de lo que dice?

—¡Cómo, que si estoy seguro!

—Observe, señor, que no pongo en duda de ninguna manera su buena fe. Le digo: ¿está usted seguro?

—Escuche, yo conocí al señor Zaccone, padre.

—¡Ah!, ¡ah!

—Sí, y siendo niño jugué más de diez veces con su hijo en sus astilleros.

—¿Pero, ese título de conde?

—Sabe usted, eso se compra.

—¿En Italia?

—En cualquier parte.

—¿Pero, esas riquezas, que son inmensas por lo que dicen?…

—¡Oh! En cuanto a eso —respondió el abate—, inmensas es la palabra.

—¿Cuánto cree usted que posee, usted que le conoce?

—¡Oh! Tiene tranquilamente de unas ciento cincuenta mil a doscientas mil libras de renta.

—¡Ah! Eso es razonable —dijo el visitante—, ¡pero se habla de tres o cuatro millones!

—Doscientas mil libras de renta, señor, hacen justamente cuatro millones de capital.

—¡Sí, pero se hablaba de tres o cuatro millones de renta!

—¡Oh! Eso no es creíble.

—¿Y usted conoce su isla de Montecristo?

—Ciertamente; cualquiera que venga de Palermo, de Nápoles o de Roma a Francia, por mar, la conoce, puesto que tiene que pasar al lado de ella y verla al pasar.

—Es un lugar encantador, por lo que se dice.

—Es una roca.

—¿Y por qué, entonces, compraría el conde una roca?

—Justamente para ser conde. En Italia, para ser conde, se necesita todavía un condado.

—Usted habrá oído hablar, sin duda, de las aventuras de juventud del señor Zaccone.

—¿El padre?

—No, el hijo.

—¡Ah! Ahí comienzan mis incertidumbres, pues perdí de vista a mi compañero de juegos.

—¿Estuvo en la guerra?

—Creo que ha estado en servicio.

—¿En qué arma?

—En la marina.

—Veamos, ¿no es usted su confesor?

—No, señor; creo que es luterano.

—¿Cómo que luterano?

—Digo creo, no lo afirmo. Además, yo creía que la libertad de cultos estaba vigente en Francia.

—Sin duda; no es de sus creencias de lo que nos ocupamos en este momento, sino de sus acciones; en nombre del señor prefecto de Policía, le conmino a decir lo que usted sepa.

—Pasa por ser un hombre muy caritativo. Nuestro Santo Padre el papa le hizo caballero de Cristo, favor que apenas si concede a los príncipes, por los eminentes servicios prestados a los cristianos de Oriente; tiene también cinco o seis medallas concedidas por servicios prestados a los príncipes y a los Estados.

—¿Y las lleva?

—No, pero se siente orgulloso de ellas; dice que prefiere las recompensas acordadas a los benefactores de la humanidad que a las acordadas a los destructores de los hombres.

—¡Pues es un cuáquero ese hombre!

—Justamente, es un cuáquero, aunque sin el gran sombrero, ni el traje marrón, por supuesto.

—¿Se le conocen amigos?

—Sí, pues toma como amigos a todos los que le conocen.

—Pero, en fin, ¿tendrá algún enemigo?

—Uno solo.

—¿Cómo se llama?

—Lord Wilmore.

—¿Dónde está?

—En este momento, en París.

—¿Puede darme él alguna información?

—Valiosísima. Estaba en la India al mismo tiempo que Zaccone.

—¿Sabe usted dónde vive?

—En la Chaussée-d’Antin; pero ignoro la calle y el número.

—¿Usted está a mal con ese inglés?

—Yo aprecio a Zaccone y él le detesta; nos tratamos fríamente por ese motivo.

—Señor cura, ¿piensa usted que el conde de Montecristo haya venido a Francia anteriormente a este último viaje?

—¡Ah! En cuanto a eso, puedo responder pertinentemente. No, señor, nunca antes, puesto que se dirigió a mí, hace seis meses, para unas informaciones que necesitaba. Por mi parte, como yo ignoraba, en aquel momento, si yo mismo iba a estar en París por entonces, le envié al señor Cavalcanti.

—¿Andrea?

—No; Bartolomeo, el padre.

—Muy bien, señor; sólo me queda preguntarle una cosa, y le conmino, en nombre del honor, de la humanidad y de la religión, que responda sin rodeos.

—Dígame, señor.

—¿Sabe usted con qué fin el señor conde de Montecristo compró una casa en Auteuil?

—Ciertamente, pues él me lo dijo.

—¿Con qué fin, señor?

—Con el fin de fundar un asilo para locos, del estilo al fundado por el barón Pisan, en Palermo. ¿Conoce usted ese asilo?

—Por su reputación, sí, señor.

—Es una institución magnífica.

Y tras estas palabras, el abate saludó al desconocido como quien desea hacer comprender que no le molestaría ponerse de nuevo al trabajo interrumpido.

El visitante, sea porque entendió el deseo del abate, sea porque había llegado al final de sus pesquisas, se levantó a su vez.

El abate le acompañó hasta la puerta.

—Usted da espléndidas limosnas —dijo el visitante—, y aunque se le considera rico, osaré ofrecerle algo para sus pobres; por su parte, dígnese aceptar mi ofrenda.

—Gracias, señor, sólo hay una cosa en el mundo de la que me siento orgulloso, y es que el bien que hago viene solamente de mí.

—Pero, sin embargo…

—Es una resolución invariable. Pero, busque, señor, y encontrará; ¡ay! ¡En el camino de cada hombre rico, hay muchas miserias con las que uno se encuentra!

El abate saludó por última vez abriendo la puerta; el desconocido saludó a su vez, y salió.

El coche le condujo a casa del señor de Villefort.

Una hora después, el coche salió de nuevo, y esta vez se dirigió hacia la calle Fontaine-Saint-Georges. Se detuvo en el número 5. Era allí donde vivía lord Wilmore.

El desconocido había escrito a lord Wilmore para solicitarle una entrevista que este había fijado a las diez. Así que como el enviado del señor prefecto de Policía llegase a las diez menos diez, le respondieron que lord Wilmore, que era la exactitud y la puntualidad en persona, no había llegado aún, pero que llegaría con toda seguridad a las diez en punto.

El visitante esperó en el salón. Este salón no tenía nada de especial y era como todos los salones de hotelitos amueblados.

Una chimenea con dos jarrones de Sèvres modernos, un reloj de péndulo con un Amor tensando el arco, un espejo en dos partes; a cada lado de ese espejo un grabado que representaba, uno a Homero con su lazarillo, el otro a Belisario pidiendo limosna; un papel gris sobre gris, un mueble de tapicería roja estampada de negro: así era el salón de lord Wilmore.

Estaba iluminado con dos globos de cristal sin lustre que no daban sino una muy débil luz que parecía preparada expresamente para los fatigados ojos del señor prefecto de Policía.

Al cabo de diez minutos de espera, el reloj empezó a dar las diez; cuando llegaba a la quinta campanada, la puerta se abrió y apareció lord Wilmore.

Lord Wilmore era un hombre más alto que bajo, con patillas ralas y pelirrojas, la tez blanca y el caballo rubio, tirando ya a gris. Iba vestido con toda la excentricidad inglesa, es decir, que llevaba un frac azul con botones dorados y un cuello alto añadido, como se llevaba en 1811; un chaleco de cachemira blanco y un pantalón de nanquín, tres pulgadas demasiado corto, pero al que unas trabillas de la misma tela impedían que se le subiese hasta las rodillas.

Sus primeras palabras al entrar fueron:

—Usted sabe, señor, que yo no hablo francés.

—Sé, al menos, que no le gusta hablarlo —respondió el enviado del señor prefecto de Policía.

—Pero usted puede hablarlo —repuso lord Wilmore—, pues, aunque no lo hablo, lo entiendo.

—Y yo —replicó el visitante cambiando de idioma—, yo hablo con bastante facilidad el inglés como para mantener la conversación en esa lengua. Así que no se moleste, señor.

Hao! —dijo lord Wilmore con esa entonación que sólo pertenece a los nativos más puros de Gran Bretaña.

El enviado del prefecto de Policía entregó a lord Wilmore su carta de presentación. Este la leyó con una flema muy inglesa; después, cuando hubo terminado su lectura:

—Comprendo —dijo en inglés—; comprendo muy bien.

Entonces comenzaron las preguntas.

Eran poco más o menos las mismas que las dirigidas al abate Busoni. Pero como lord Wilmore, en su calidad de enemigo del conde de Montecristo, no tenía la misma contención que el abate, las respuestas fueron mucho más extensas. Contó la juventud de Montecristo, quien según él a la edad de diez años había entrado al servicio de uno de esos pequeños soberanos de la India, que hacen la guerra a los ingleses; allí fue donde él, Wilmore, se lo había encontrado por primera vez y habían combatido uno contra el otro. En esa guerra, Zaccone había sido hecho prisionero, había sido enviado a Inglaterra, le llevaron a los pontones de donde había huido a nado. Entonces había comenzado sus viajes, sus duelos, sus pasiones; después llegó la insurrección de Grecia, y sirvió en las filas de los griegos. Mientras estaba a su servicio, descubrió una mina de plata en las montañas de Tesalia, pero se guardó para él ese descubrimiento. Después de la batalla de Navarino, y cuando el gobierno griego se consolidó, pidió al rey Otón un privilegio de explotación de esa mina; ese privilegio se le concedió. De ahí su inmensa fortuna que podía ascender, según lord Wilmore, a uno o dos millones de renta, fortuna que, sin embargo, podría agotarse, si la misma mina se agotara.

—Pero —preguntó el visitante—, ¿sabe usted por qué ha venido a Francia?

—Quiere especular con el ferrocarril —dijo lord Wilmore—; y además, como es un químico hábil y un físico no menos distinguido, ha descubierto un nuevo telégrafo, cuya aplicación persigue.

—¿Cuánto gasta más o menos al año? —preguntó el enviado del señor prefecto de Policía.

—¡Oh! Quinientos o seiscientos mil francos, todo lo más —dijo lord Wilmore—; es avaro.

Era evidente que el odio hacía hablar así al inglés, y que, no sabiendo qué reprochar al conde, le reprochaba su avaricia.

—¿Sabe usted algo de su casa de Auteuil?

—Ciertamente, sí.

—Y bien, ¿qué es lo que sabe?

—¿Usted pregunta con qué fin la ha comprado?

—Sí.

—Pues bien, el conde es un especulador que ciertamente se arruinará en ensayos y en utopías; pretende que hay en Auteuil, en los alrededores de la casa que acaba de adquirir, una corriente de agua mineral que puede rivalizar con las aguas de Bagnères, de Luchon y de Cauterets. Quiere transformar su adquisición en un bad-haus, como dicen los alemanes. Ya ha levantado dos o tres veces el jardín para encontrar su famosa corriente de agua; y, como no la ha descubierto, va usted a ver cómo de aquí a poco tiempo compra todas las casas de alrededor de la suya. Ahora bien, como le odio, espero que se arruine con su ferrocarril, con su telégrafo eléctrico y con su explotación de baños; le sigo para disfrutar con su ruina, que no puede tardar, un día u otro.

—¿Y por qué le odia usted? —preguntó el visitante.

—Le odio —respondió lord Wilmore—, porque en Inglaterra sedujo a la mujer de uno de mis amigos.

—Pero, si le odia, ¿por qué no intenta vengarse de él?

—Ya me he batido tres veces con el conde —dijo el inglés—: la primera con pistola; la segunda con espada; y la tercera con espadón.

—¿Y el resultado de esos duelos fue…?

—La primera vez me rompió el brazo; la segunda me atravesó el pulmón; y la tercera, me hizo esta herida.

El inglés se bajó un cuello de camisa que le subía hasta las orejas, y mostró una cicatriz cuya rojez indicaba una fecha un poco lejana.

—De manera que le odio mucho —repitió el inglés—, y no morirá, desde luego, si no es por mi mano.

—Pero —dijo el enviado de la Prefectura—, no parece que haya escogido usted el camino de matarle, me parece.

Hao! —dijo el inglés—. Voy todos los días al tiro, y cada dos días viene Grisier a mi casa.

Era todo lo que quería saber el visitante, o más bien era todo lo que parecía saber el inglés. Así que el agente se levantó y, después de saludar a lord Wilmore, que le respondió con la rigidez y la cortesía inglesa, se retiró.

Por su parte, lord Wilmore, tras oír cómo se cerraba la puerta de la calle, entró en su dormitorio, donde, con gran habilidad, perdió su cabello rubio, sus patillas pelirrojas, su falsa dentadura y su cicatriz para recuperar el cabello negro, la tez mate y los dientes perla del conde de Montecristo.

Es cierto que, por su parte, fue el señor de Villefort, y no un enviado del señor prefecto de Policía, quien regresó a casa del señor de Villefort.

El fiscal del rey estaba un poco más tranquilo tras la doble visita que, por lo demás, no le había descubierto nada tranquilizador, pero tampoco le había descubierto nada inquietante. De ello resultó que, por primera vez desde la cena de Auteuil, durmió aquella noche con alguna tranquilidad.