Capítulo CVIII

El juez

Recordemos que el abate Busoni se había quedado solo con Noirtier en la cámara mortuoria, y que eran el anciano y el sacerdote quienes se habían constituido en los guardianes del cuerpo de la joven.

Quizá las exhortaciones cristianas del abate, quizá su dulce caridad, quizá su persuasiva palabra, habían dado valor al anciano, pues desde el momento en el que pudo cambiar impresiones con el sacerdote, en lugar de la desesperación que en principio se había apoderado de él, todo en Noirtier anunciaba una gran resignación, una calma muy sorprendente para todos los que recordaban la profunda afección que sentía por Valentine.

El señor de Villefort no había visto al anciano desde la mañana de la muerte. Toda la servidumbre se había renovado: habían contratado a otro ayuda de cámara para él, otro sirviente para Noirtier, dos mujeres habían entrado al servicio de la señora de Villefort: todos, desde el portero al cochero, ofrecían nuevos rostros que se parapetaban, por así decir, ante los diferentes señores de esa casa maldita, e interceptaban las relaciones, de por sí ya bastante frías, que existían entre ellos. Además, la audiencia de lo criminal se abría dentro de tres días, y Villefort, encerrado en su gabinete, perseguía con febril actividad el proceso abierto contra el asesino de Caderousse. Este asunto, como todos en los que el conde de Montecristo se veía involucrado, había causado un gran revuelo en el mundo parisino. Las pruebas no eran convincentes, puesto que se basaban en unas palabras escritas por un presidiario moribundo, antiguo compañero de presidio del acusado, y que podía acusar a su compañero por odio o por venganza; sólo la conciencia del magistrado se había ya forjado una idea: el fiscal había terminado por darse a sí mismo esa terrible convicción de que Benedetto era culpable, y debía sacar de esa difícil victoria una de esas satisfacciones de amor propio que eran las únicas en despertar un poco en él las fibras de su helado corazón.

El proceso se instruía, pues, gracias al trabajo incesante de Villefort, que quería hacer con él su debut de las próximas sesiones de la Audiencia. Así, se había visto obligado a involucrarse más que nunca para evitar responder a la prodigiosa cantidad de demandas que le dirigían con el objeto de obtener plazas para asistir a la audiencia pública.

Y además, había transcurrido tan poco tiempo desde que la pobre Valentine fuese depositada en la tumba, el dolor de la casa era tan reciente, que nadie se asombraba de ver al padre tan severamente absorto en su deber, es decir, en la única distracción que podía encontrar a su dolor.

Una sola vez, era al día siguiente del día en que Benedetto recibió la segunda visita de Bertuccio, en la que este debiera decirle el nombre de su padre, al día siguiente de ese día, que era domingo, una sola vez, decimos, Villefort había visto a su padre; era en un momento en el que el magistrado, agotado por el cansancio, había bajado al jardín de su palacete, y sombrío, curvado bajo implacables pensamientos, igual que Tarquino[1] abatiendo con su caña las cabezas de las adormideras más crecidas, el señor de Villefort abatía también con su bastón los largos y moribundos tallos de malvarrosas que se erguían a lo largo de los senderos como espectros de esas flores tan brillantes en la estación que acababa de terminar.

Más de un vez, ya, había ido hasta el fondo del jardín, es decir, hasta esa famosa verja que daba al cercado abandonado, volviendo siempre por el mismo sendero, tomando siempre el paseo con el mismo paso y con el mismo gesto, cuando sus ojos le llevaron maquinalmente hacia la casa, en la que oía jugar ruidosamente a su hijo, que había vuelto del internado para pasar el domingo y el lunes junto a su madre.

En ese momento vio, a través de una de las ventanas abiertas, al señor Noirtier, que se había dejado conducir hasta esa ventana para disfrutar de los últimos rayos de sol, aún cálido, que venía a saludar a las mortecinas flores de las enredaderas y a las hojas rojizas de las viñas locas que tapizaban el balcón.

Los ojos del anciano estaban pegados, por así decir, en un punto que Villefort sólo veía imperfectamente. Esa mirada de Noirtier estaba tan llena de odio y era tan salvaje, tan ardiente en su impaciencia, que el fiscal, hábil en captar todas las impresiones de ese rostro que tan bien conocía, se apartó de la línea que recorría para ver sobre qué persona caía esa dura mirada.

Entonces vio, bajo una masa de tilos de ramas ya casi desnudas, a la señora de Villefort que, sentada, con un libro en la mano, interrumpía de vez en cuando la lectura para sonreír a su hijo o para devolverle la pelota elástica que obstinadamente lanzaba del salón al jardín.

Villefort palideció, pues comprendía lo que quería el anciano.

Noirtier seguía mirando el mismo objeto; pero, de repente, su mirada fue de la mujer al marido, y fue el mismo Villefort quien sufrió el ataque de esos ojos fulminantes que, cambiando de objeto, habían también cambiado de lenguaje, sin por ello perder su amenazante expresión.

La señora de Villefort, ajena a todas esas pasiones cuyo fuego cruzado pasaba por encima de su cabeza, retenía en ese momento la pelota de su hijo, haciéndole señas para que viniera a buscarla con un beso; pero Édouard se hizo rogar durante algún tiempo; la caricia materna no le parecía probablemente recompensa suficiente como para molestarse en ir a buscarla. Finalmente se decidió, saltó por la ventana cayendo en medio de una masa de heliotropos y de asteres de la China y corrió hacia la señora de Villefort con la frente cubierta de sudor. La señora de Villefort le secó la frente, posó sus labios sobre esa húmeda frente de marfil y despidió al niño con su pelota en una mano y un puñado de caramelos en la otra.

Villefort, llevado por una invisible atracción, como el pájaro se siente atraído por la serpiente, se acercó a la casa; a medida que se iba acercando, la mirada de Noirtier bajaba siguiéndole, y el fuego de sus pupilas parecía tomar un grado tal de incandescencia, que Villefort se sentía devorado por ese fuego hasta el fondo de su corazón. En efecto, se leía en esa mirada un sangriento reproche al mismo tiempo que una terrible amenaza. Entonces, los párpados y los ojos de Noirtier se elevaron al cielo, como si recordase a su hijo un juramento olvidado.

—¡Está bien! Señor —replicó Villefort desde el jardín—, ¡está bien! Tenga paciencia, un día más; lo que dije queda dicho.

Noirtier pareció más tranquilo tras esas palabras, y sus ojos se volvieron con indiferencia hacia otro lado.

Villefort se desabotonó violentamente la levita que le ahogaba, pasó una mano lívida por la frente y volvió a su gabinete.

La noche transcurrió fría y tranquila; todo el mundo se acostó y durmió según la costumbre de la casa. Sólo, como de costumbre también, Villefort no se acostó al mismo tiempo que los demás, y trabajó hasta las cinco de la mañana, revisando los últimos interrogatorios que habían llevado a cabo la víspera los magistrados instructores, compulsando las deposiciones de los testigos y poniendo en limpio su acta de acusación, una de las más enérgicas y más hábilmente concebidas de las que nunca hubiera escrito.

Era al día siguiente, lunes, cuando debía tener lugar la primera sesión de la audiencia. Aquel día, Villefort vio despuntar el alba, macilenta y siniestra, y su resplandor azulado vino a relumbrar sobre el papel las líneas trazadas con tinta roja. El magistrado se había quedado dormido un instante, mientras que la lámpara daba los últimos suspiros; se despertó con los chisporroteos, con los dedos mojados y llenos de tinta como si los hubiera sumergido en sangre.

Abrió la ventana; una gran banda anaranjada cruzaba a lo lejos el cielo y cortaba en dos los delgados álamos que se perfilaban en negro sobre el horizonte. En el campo de alfalfa, al otro lado de la verja de los castaños, una alondra subía al cielo, dejando oír su canto claro y matinal.

El aire húmedo del alba inundó el rostro de Villefort y refrescó su memoria.

—Será hoy —dijo con esfuerzo—; hoy, el hombre que va a disponer del poder de la justicia, debe golpear allá donde estén los culpables.

Y entonces, muy a su pesar, dirigió su mirada a la ventana de Noirtier, que se adentraba un poco; la ventana donde había visto al anciano la víspera.

Las cortinas estaban echadas.

Y, sin embargo, la imagen de su padre estaba de tal manera tan presente que se dirigió a esa ventana cerrada como si estuviera abierta y, a través de esa abertura, vio de nuevo al amenazante anciano.

—¡Sí —musitó—, sí, puedes estar tranquilo!

Dejó caer la cabeza sobre el pecho y, con la cabeza así inclinada, dio algunas vueltas por el despacho; después, finalmente, se acostó sobre un canapé, vestido como estaba, no tanto para dormir como para desentumecer los miembros rígidos por la fatiga y el frío del trabajo que penetra hasta la médula de los huesos.

Poco a poco todo el mundo se fue despertando. Villefort, desde su gabinete, oyó los sucesivos ruidos que constituyen, por decirlo así, la vida de la casa; las puertas en movimiento, el tintineo de la campanilla de la señora de Villefort que llamaba a su doncella, los primeros gritos del niño que se levantaba alegre como uno se levanta habitualmente a esa edad.

Villefort llamó también. Su nuevo ayuda de cámara entró y le trajo los periódicos.

Al mismo tiempo que los periódicos le trajo una taza de chocolate.

—¿Qué me trae aquí? —preguntó Villefort.

—Una taza de chocolate.

—No la he pedido. ¿Quién se ha tomado la molestia por mí?

—La señora; me ha dicho que sin duda el señor tenía que hablar hoy en ese asunto de asesinato y que necesitaba tomar fuerzas.

Y el sirviente dejó sobre la mesa dispuesta junto al canapé, mesa que, como todas, estaba llena de papeles, la taza de plata dorada.

El criado salió.

Villefort miró un instante la taza con aire sombrío, después, de repente, la cogió con un movimiento nervioso, y vació de un solo trago el brebaje que contenía. Se diría que esperaba que ese brebaje fuera mortal y que apelaba a la muerte para librarse de un deber que le ordenaba algo más difícil que morir. Después, se levantó y se paseó por el despacho con una especie de sonrisa que hubiera sido terrible de ver, si alguien la hubiera visto.

El chocolate era inofensivo, y el señor de Villefort no sintió nada.

Llegada la hora del almuerzo, el señor de Villefort no se presentó a la mesa. El ayuda de cámara entró de nuevo en el gabinete.

—La señora advierte al señor de que son las once y que a las doce es la audiencia.

—¿Y bien —dijo Villefort—, qué?

—Que la señora se ha arreglado, está preparada y pregunta si acompañará al señor.

—¿Adónde?

—Al Palacio de Justicia.

—¿Para qué?

—La señora dice que desea mucho asistir a esa sesión.

—¡Ah! —dijo Villefort en un tono casi pavoroso—. ¡Desea eso!

El criado dio un paso hacia atrás y dijo:

—Si el señor desea salir solo, iré a decírselo a la señora.

Villefort se quedó un instante mudo; hundió con las uñas su mejilla pálida, en la que crecía una barba negra como el ébano.

—Diga a la señora —respondió al fin— que tengo que hablar con ella, y que le ruego me espere en su habitación.

—Sí, señor.

—Después vuelva para afeitarme y vestirme.

—Al instante.

El ayuda de cámara desapareció en efecto para volver a entrar, afeitó a Villefort y le ayudó a vestirse solemnemente de negro.

Después, cuando terminó:

—La señora ha dicho que esperaría al señor en cuanto estuviera listo —dijo.

—Ya voy.

Y Villefort, con los dosieres bajo el brazo y el sombrero en la mano, se dirigió al apartamento de su esposa.

En la puerta, se detuvo un instante y se enjugó con el pañuelo el sudor que le caía por su frente lívida.

Después, empujó la puerta.

La señora de Villefort estaba sentada sobre una otomana, hojeando con impaciencia periódicos y revistas que el joven Édouard se divertía haciendo pedazos incluso antes de que su madre pudiera leerlos. Estaba completamente vestida para salir; tenía el sombrero sobre un sillón; se había puesto los guantes.

—¡Ah! Ya está aquí, señor —dijo con su voz más natural y tranquila—; ¡Dios mío! ¡Qué pálido está, señor! ¿Otra vez ha trabajado toda la noche? ¿Por qué no ha venido a almorzar con nosotros? Y bien, ¿me lleva o voy sola con Édouard?

Como se ve, la señora de Villefort había multiplicado las preguntas para obtener una respuesta; pero ante todas ellas el señor de Villefort se había quedado frío y mudo como una estatua.

—Édouard —dijo Villefort fijando una mirada imperiosa en el niño—, ve a jugar al salón, amigo mío, tengo que hablar con tu madre.

La señora de Villefort, viendo esa fría actitud, ese tono resuelto, esos preliminares extraños, se sobresaltó.

Édouard levantó la cabeza y miró a su madre; después, al ver que ella no confirmaba la orden del señor de Villefort, se puso de nuevo a cortar la cabeza a sus soldaditos de plomo.

—¡Édouard! —gritó el señor de Villefort, con tanta rudeza que el niño dio un salto en la alfombra—. ¿Me oyes? ¡Sal de aquí!

El niño, poco habituado a ese trato, se puso en pie y palideció; sería difícil decir si de cólera o de miedo.

Su padre fue hacia él, le cogió del brazo, y lo besó en la frente.

—¡Ve, hijo mío, ve!

Édouard salió.

El señor de Villefort fue a la puerta y la cerró por dentro con cerrojo.

—¡Oh, Dios mío! —dijo la joven esposa mirando a su marido hasta el fondo del alma y esbozando una sonrisa que heló la impasibilidad de Villefort—. ¿Pero qué ocurre?

—Señora, ¿dónde esconde el veneno del que se sirve habitualmente? —articuló netamente y sin preámbulos el magistrado, colocado entre la puerta y su mujer.

La señora de Villefort sintió lo que debe sentir la alondra cuando ve al milano estrechar por encima de su cabeza sus círculos criminales.

Un sonido ronco, roto, que no era ni un grito ni un suspiro, se escapó del pecho de la señora de Villefort, que palideció hasta la lividez.

—Señor —dijo—, yo…, yo no entiendo…

Y como se había incorporado en un paroxismo de terror, en un segundo paroxismo, más fuerte que el primero sin duda, se dejó caer entre los cojines del diván.

—Le preguntaba —continuó Villefort con una voz totalmente tranquila— en qué lugar esconde el veneno con el que mató a mi suegro, el señor de Saint-Méran, a mi suegra, a Barrois y a mi hija Valentine.

—¡Ah! Señor —exclamó la señora de Villefort juntando las manos—. ¿Pero, qué me está diciendo?

—No le corresponde a usted interrogar, sino responder.

—¿A quién, al marido o al juez? —balbuceó la señora de Villefort.

—¡Al juez, señora, al juez!

Era un espantoso espectáculo, la palidez de esa mujer, la angustia de su mirada, el temblor de todo su cuerpo.

—¡Ah! ¡Señor! —murmuró—. ¡Ah! ¡Señor…!

Y eso fue todo.

—¡No responde, señora! —exclamó el terrible interrogador.

Después, añadió con una sonrisa más pavorosa aún que su cólera:

—¡También es cierto que no lo niega!

Ella hizo un movimiento.

—Y no podría negarlo —añadió Villefort extendiendo la mano hacia ella como para señalarla en nombre de la justicia—; usted ha cometido los diferentes crímenes con una impúdica destreza, pero crímenes que, sin embargo, sólo podían engañar a las personas dispuestas, por su afecto, a estar ciegos respecto a usted. Desde la muerte de la señora de Saint-Méran, supe que había un envenenador en la casa; el señor d’Avrigny me previno; después de la muerte de Barrois, ¡que Dios me perdone!, mis sospechas recayeron sobre alguien, ¡sobre un ángel! Mis sospechas que, incluso cuando no hay crimen, vigilan sin cesar siempre encendidas en el fondo de mi corazón; pero después de la muerte de Valentine, ya no tuve ninguna duda, señora, y no solamente yo, sino también otros; así su crimen, conocido por dos personas más, ahora sospechado por varios, se hará público; y como le decía ahora, señora, no es un marido el que habla, ¡es un juez!

La mujer se ocultó el rostro con las manos.

—¡Oh, señor! —balbuceó—. Se lo suplico, ¡no crea en las apariencias!

—¿Será usted cobarde? —exclamó Villefort en un tono de desprecio—. En efecto, siempre he visto que los envenenadores eran cobardes. ¿Será cobarde, cuando ha tenido el espantoso valor de ver expirar delante de usted a dos ancianos y a una joven asesinada por usted?

—¡Señor!, ¡señor!

—¿Será usted cobarde —continuó Villefort con creciente exaltación—, usted que ha contado uno a uno los minutos de cuatro agonías, usted que ha combinado sus infamantes planes y mezclado esos brebajes infames con una precisión y una habilidad tan milagrosa? Usted, que tan bien calculó todo, ¿se habrá olvidado de calcular una sola cosa, es decir, adónde podría llevarle la revelación de sus crímenes? ¡Oh! Eso es imposible, y habrá guardado algún veneno más dulce, más sutil y más efectivo que los otros para escapar del castigo que merece… ¿habrá hecho eso, al menos?

La señora de Villefort se retorció las manos y cayó de rodillas.

—Ya sé… ya sé —dijo—, ahora confiesa; pero la confesión hecha ante los jueces, la confesión del último momento, la confesión que no se puede negar, esa es una confesión que no disminuye en nada el castigo que los jueces infligen al culpable.

—¡El castigo! —exclamó la señora de Villefort—, ¡el castigo! Señor, ¡ya lo ha pronunciado dos veces, señor!

—Sin duda. ¿Es que porque sea cuatro veces culpable cree que va a escapar del castigo? ¿Es que porque sea la mujer de quien requiere ese castigo, cree que el castigo no va a alcanzarla? ¡No, señora, no! Sea quien sea la envenenadora, siempre le espera el cadalso, sobre todo si, como le decía antes, la envenenadora no se ha ocupado de guardar para ella algunas gotas de su veneno más seguro.

La señora de Villefort dio un grito salvaje, y el terror espantoso e indomable invadió sus rasgos descompuestos.

—¡Oh! No tema el cadalso, señora —dijo el magistrado—, no quiero deshonrarla, pues sería deshonrarme a mí mismo; no, al contrario, si me ha entendido bien, debe comprender que no puede morir en el cadalso.

—No, no lo he entendido; ¿qué quiere decir? —balbuceó la desgraciada mujer, completamente aterrada.

—Quiero decir que la mujer del primer magistrado de la capital no llenará de infamia un nombre sin tacha, y no deshonrará a la vez a su marido y a su hijo.

—¡No! ¡Oh! ¡No!

—¡Y bien, señora! Será una buena acción por su parte, y le agradezco esa buena acción.

—¡Agradecerme! ¿Pero, por qué?

—Por lo que acaba de decir.

—¡Pero, qué he dicho! No sé lo que digo, la cabeza me da vueltas; no entiendo nada, ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y se puso en pie, con el cabello despeinado y los labios llenos de espuma.

—Ha respondido, señora, a la pregunta que le hice al entrar: ¿dónde esconde el veneno que utiliza habitualmente, señora?

La señora de Villefort levantó los brazos al cielo y apretó convulsivamente las manos una contra otra.

—No, no —vociferó—. ¡No, usted no quiere eso!

—Lo que no quiero, señora, es que perezca en un cadalso, ¿me oye? —respondió Villefort.

—¡Oh! Señor, ¡piedad!

—Lo que yo quiero es que se haga justicia. Mi función en el mundo es castigar, señora —añadió con una mirada fulgurante—; a cualquier otra mujer, aunque fuera a una reina, la enviaría al verdugo; pero a usted, con usted seré misericordioso. A usted le digo: ¿no es cierto, señora, que ha guardado algunas gotas de su veneno más dulce, más rápido y más seguro?

—¡Oh! ¡Perdóneme, señor, déjeme vivir!

—¡Sí que era cobarde! —dijo Villefort.

—¡Piense que soy su esposa!

—¡Es una envenenadora!

—¡En nombre del Cielo!

—¡No!

—¡En nombre del amor que sintió por mí…!

—¡No!, ¡no!

—¡En nombre de nuestro hijo! ¡Ah! ¡Por nuestro hijo, déjeme vivir!

—¡No!, ¡no!, ¡no! Le digo que no; un día, si la dejase vivir, le mataría también como a los demás.

—¡Yo! ¡Matar a mi hijo! —exclamó esta madre salvaje echándose sobre Villefort—. ¡Yo! ¡Matar a mi Édouard…! ¡Ah!, ¡ah!

Y una risa espantosa, una risa de demonio, una risa de loca acabó la frase y se perdió en un estertor sangriento.

La señora de Villefort había caído de rodillas a los pies de su marido.

Villefort se acercó.

—Piense bien esto, señora —dijo—, si cuando vuelva no se ha hecho justicia, yo mismo la denuncio con mi propia boca, y la detengo con mis propias manos.

La mujer escuchaba, jadeante, abatida, aplastada; sólo sus ojos seguían vivos en ella, y albergaban un fuego terrible.

—Ya me oye —dijo Villefort—; voy allá a requerir la pena de muerte contra un asesino…, si, cuando vuelva, la encuentro viva, dormirá hoy en la prisión de la Conciergerie.

La señora de Villefort suspiró, sus nervios se distendieron, y cayó rota sobre la alfombra.

El fiscal del rey pareció sentir un impulso de compasión, la miró con menos severidad, e inclinándose ligeramente ante ella:

—Adiós, señora —dijo lentamente—, ¡adiós!

Y ese adiós cayó como el cuchillo mortal sobre la señora de Villefort. Se desvaneció.

El fiscal del rey salió y, al salir, cerró la puerta con doble vuelta de llave.