Capítulo XLI

La presentación

Cuando Albert se encontró a solas con Montecristo:

—Señor conde —le dijo— permítame comenzar con usted mi oficio de cicerone mostrándole el espécimen de un apartamento de soltero. Habituado a los palacios de Italia, podría hacer usted un estudio para calcular en cuántos pies cuadrados puede vivir uno de los jóvenes de París que, sin embargo, no pasa por ser uno de los que viven peor. A medida que pasemos de una habitación a otra, abriremos las ventanas para que usted respire.

Montecristo conocía ya el comedor y el saloncito de la parte de abajo. Albert le condujo en primer lugar a su taller; era, como sabemos, su estancia favorita.

Montecristo era un digno apreciador de todas las cosas que Albert había amontonado en esa sala: viejos arcones, porcelanas del Japón, telas de Oriente, abalorios de Venecia, armas de todos los países del mundo, todo eso le era familiar, y del primer golpe de vista reconocía el siglo, el país y el origen. Morcerf se creyó que era él quien iba a explicar y sin embargo, bajo la dirección del conde, fue él quien recibió una clase de arqueología, de mineralogía y de historia natural. Bajaron al primer piso, Albert llevó a su huésped al salón. Ese salón estaba tapizado con obras de pintores modernos; había paisajes de Dupré, de largos carrizos, de alargados árboles, con vacas mugientes y cielos maravillosos; había caballeros árabes de Delacroix, con largos albornoces blancos, con cinturones brillantes, armas damasquinadas, cuyos caballos se mordían con rabia, mientras que los hombres se desgarraban con mazas de hierro; acuarelas de Boulanger, representando toda Notre-Dame de París con ese vigor que transforma al pintor en émulo del poeta; había telas de Díaz, que pinta las flores más bellas que las mismas flores, y el sol más brillante que el mismo sol; dibujos de Decamps, tan coloreados como los de Salvator Rosa, pero más poéticos; pasteles de Giraud y de Müller, que representaban niños con cabeza de ángel; mujeres con rasgos de virgen; croquis arrancados del álbum de viaje de Oriente de Dauzats, que habían sido esbozados en algunos segundos sobre la silla de un camello o bajo la cúpula de una mezquita; en fin, todo lo que el arte moderno puede dar a cambio y en compensación por el arte perdido y desaparecido con los siglos precedentes.

Albert esperaba mostrar, al menos por esta vez, algo nuevo al extraño viajero; pero, para su gran asombro, este, sin tener necesidad de buscar las firmas, algunas de las cuales, además, sólo eran iniciales, aplicó en el mismo instante el nombre de cada autor a su obra, de manera que era fácil ver que no solamente cada uno de esos nombres le era conocido, sino que cada uno de esos talentos había sido apreciado y estudiado por él.

Del salón pasaron al dormitorio. Era a la vez modelo de elegancia y de gusto severo; allí, un solo retrato, firmado por Léopold Robert, brillaba en su marco de oro mate.

Ese retrato atrajo enseguida las miradas del conde de Montecristo, pues dio tres rápidos pasos en la habitación y se detuvo de repente delante del cuadro.

Era el retrato de una mujer joven, de unos veinticinco o veintiséis años, de mirada de fuego velada bajo unos lánguidos párpados; llevaba el pintoresco traje de las pescadoras catalanas, con su corsé rojo y negro y sus horquillas de oro sujetando el cabello; miraba al mar y su elegante silueta se perfilaba sobre la doble fila del azul de las olas y del azul del cielo.

La habitación estaba algo oscura; sin eso, Albert hubiera podido ver la lívida palidez que cubrió las mejillas del conde, y sorprender ese escalofrío nervioso que afloró sobre su pecho y sus hombros.

Hubo un instante de silencio, durante el cual Montecristo permaneció con la mirada obstinadamente fija sobre el retrato.

—Tiene usted aquí una hermosa amante, vizconde —dijo Montecristo con voz perfectamente en calma—; y ese traje, traje de baile, sin duda, le sienta verdaderamente de maravilla.

—¡Ah! Señor —dijo Albert—, ese es un error que no le perdonaré, si al lado de este retrato hubiese visto usted algún otro. Usted no conoce a mi madre, señor; es ella a quien ve en el cuadro; hizo que la pintaran así hace seis u ocho años. Ese traje es un traje de fantasía, por lo que parece, y el parecido es tan grande que me parece ver aún así a mi madre, tal como era en 1830. La condesa encargó el retrato durante una ausencia del conde. Sin duda ella creía prepararle a su regreso una gentil sorpresa; pero, cosa rara, el retrato desagradó a mi padre; y el valor de la pintura, que es, como usted ve, una de las más hermosas telas de Léopold Robert no influyó en la antipatía que cogió al cuadro. Bien es cierto, dicho sea entre nosotros, mi querido conde, que el señor de Morcerf es uno de los pares más asiduos en el Palais Luxembourg, un general famoso por la teoría de guerra, pero como conocedor de arte, uno de los más mediocres; no así mi madre, que pinta de una manera bastante notable y que, al estimar mucho una obra así como para separarse de ella por completo, me la dio para que en mi casa estuviera menos expuesta al desagrado del señor de Morcerf, de quien le mostraré también el retrato, hecho por Gros. Perdone si le hablo así de asuntos de familia, pero voy a tener el honor de llevarle a casa del conde, y se lo digo para que no se le escape alabar ese retrato delante de él. Por lo demás, el desagrado de mi padre por el cuadro no tiene gran influencia, pues es muy raro que mi madre venga a verme sin ir a mirar el cuadro, y más raro aún que lo mire sin llorar. La nube que trajo la aparición de ese cuadro en la casa es, por lo demás, la única que se haya levantado entre el conde y la condesa, que, aunque llevan casados más de veinte años, están tan unidos como el primer día.

Montecristo echó una rápida mirada a Albert, como para buscar una intención oculta en sus palabras, pero era evidente que el joven las había dicho con toda la sencillez de su alma.

—Ahora —dijo Albert—, ya ha visto usted todas mis riquezas, señor conde, permítame ofrecérselas, por muy indignas que sean; siéntase aquí como en su casa, y para que se encuentre más a gusto, dígnese acompañarme a casa del señor de Morcerf, a quien escribí desde Roma contándole el favor que usted me hizo, y a quien he anunciado la visita que usted me prometió. Y, puedo decirlo, el conde y la condesa esperaban con impaciencia que se les permitiera darle las gracias. Sé que le hastían un poco estas cosas, señor conde, y las escenas de familia no tienen mucha acción para Simbad el marino: ¡habrá visto usted otras tan distintas! Sin embargo, acepte que le proponga, como iniciación a la vida parisina, la vida de las cortesías, de las visitas y de las presentaciones.

Montecristo se inclinó para responder; aceptaba la propuesta sin entusiasmo y sin pesares, como una de las conveniencias de la sociedad que resultan ser un deber para cualquier hombre comme il faut. Albert llamó a su ayuda de cámara, y le ordenó ir a avisar al señor y la señora de Morcerf la inminente llegada del conde de Montecristo.

Albert le siguió con el conde.

Al llegar a la antecámara del conde, encima de la puerta que daba al salón, había un escudo que, por su rico entorno y su armonía con la ornamentación de la sala, indicaba la importancia que el propietario del palacete concedía a ese blasón.

Montecristo se detuvo delante del escudo y lo examinó con atención.

—Siete merletas de oro en banda sobre fondo azul. ¿Es sin duda el escudo de su familia, señor? —preguntó—. Aparte del conocimiento de las piezas del blasón que me permite descifrarlo, soy bastante ignorante en materia heráldica, yo, conde por azar, fabricado por la Toscana con la ayuda de una encomienda de Saint-Etienne, y que hubiese pasado de ser gran señor, si no me hubiesen repetido que cuando se viaja mucho es algo absolutamente necesario; pues, en fin, aunque sólo sea para que los aduaneros le dejen a uno en paz, siempre está bien tener algo sobre los paneles del coche. Discúlpeme, pues, si yo le hago una pregunta así.

—Y no es en absoluto indiscreta, señor —dijo Morcerf con la sencillez de la convicción—, y usted ha dicho bien: son nuestras armas, es decir, las de parte de mi padre; pero, como usted ve, van acoladas a un escudo que es un campo de gules con torre de plata, y que son las de mi madre; por parte de las mujeres, soy español, pero la casa de Morcerf es francesa, y por lo que he oído decir, incluso una de las más antiguas del Mediodía francés.

—Sí —repuso Montecristo—, es lo que indican las merletas. Casi todos los peregrinos armados que intentaron o llegaron a conquistar Tierra Santa tomaron como armas, o bien cruces, símbolo de la misión que se les había encargado, o aves viajeras, símbolo del largo viaje que iban a emprender y que esperaban llevar a cabo sobre las alas de la fe. Uno de sus antepasados paternos estaría en alguna de las cruzadas y, aún suponiendo que no fuera en la de san Luis, eso nos remontaría al siglo XIII, lo que está muy bien.

—Es posible —dijo Morcerf—; hay en algún sitio, en el gabinete de mi padre, un árbol genealógico que nos lo dirá, y sobre el que yo hacía antes comentarios que hubiesen enseñado mucho a Hozier y Jaucourt. Ahora ya no pienso en ello; sin embargo, le diré, señor conde, y esto entra dentro de mis atribuciones de cicerone, que se empieza a dar mucha importancia a estas cosas, bajo nuestro gobierno popular.

—Y bien, entonces, su gobierno debería haber escogido en su pasado algo mejor que esas dos pancartas que he observado en los monumentos, y que no tienen ningún sentido heráldico. En cuanto a usted, vizconde —repuso Montecristo volviendo a Morcerf—, usted es más dichoso que su gobierno, pues sus armas son realmente hermosas y hablan a la imaginación. Sí, está bien eso, usted es de Provenza y de España; es lo que explica, si el retrato que me ha mostrado hace justicia, ese hermoso color moreno que tanto admiraba en el rostro de la noble catalana.

Y hubiera sido preciso ser Edipo o la Esfinge misma para adivinar la ironía que puso el conde en esas palabras, impregnadas en apariencia de la mayor cortesía; Morcerf se las agradeció con una sonrisa, y pasando delante de él para mostrarle el camino, empujó la puerta que se abría debajo de sus armas y que, como hemos dicho, daba al salón.

En el lugar más visible de ese salón se veía también un retrato; era el de un hombre de unos treinta y cinco a treinta y ocho años, vestido con uniforme de oficial general, que llevaba ese doble galón entorchado, señal de los grados superiores, la cinta de la Legión de Honor al cuello, lo que indicaba que era comendador, y sobre el pecho, a la derecha, la medalla de gran oficial de la Orden del Salvador, y a la izquierda, la Gran Cruz de Carlos III, lo que indicaba que la persona del retrato había debido hacer la guerra en Grecia y en España o, lo que venía a ser lo mismo en materia de condecoraciones, debía haber cumplido alguna misión diplomática en ambos países.

Montecristo estaba ocupado viendo los detalles del retrato con no menos atención de lo que lo había hecho con el otro, cuando se abrió una puerta lateral y se encontró frente al conde de Morcerf mismo.

Era un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, pero que aparentaba al menos cincuenta, y cuyo bigote y cejas negras contrastaban extrañamente con cabellos casi blancos cortados a cepillo, según la moda militar; iba vestido de calle y llevaba en el ojal una cinta cuyos diferentes ribetes recordaban las diferentes órdenes con las que estaba condecorado. Este hombre entró con paso bastante noble y una especie de apresuramiento. Montecristo le vio venir hacia él sin dar un solo paso; se diría que sus pies se habían quedado clavados en el suelo, como sus ojos en el rostro del conde de Morcerf.

—Padre —dijo el joven—, tengo el honor de presentarle al señor conde de Montecristo, ese generoso amigo con quien tuve la dicha de encontrarme en las difíciles circunstancias que usted sabe.

—El señor es bienvenido entre nosotros —dijo el conde de Morcerf saludando a Montecristo con una sonrisa—, y ha prestado a nuestra casa, al salvar a su único heredero, un servicio que demandará eternamente nuestro agradecimiento.

Y diciendo estas palabras, el conde de Morcerf indicaba un sillón a Montecristo, al mismo tiempo que él mismo se sentaba frente a la ventana.

En cuanto a Montecristo, aún sentándose en el sillón designado por el conde de Morcerf, se las arregló de manera que quedara algo oculto en la sombra de los grandes cortinajes de terciopelo, y para que pudiera leer desde allí, sobre los rasgos llenos de fatiga y de preocupación del conde, toda una historia de secretos dolores, escritos en cada una de sus arrugas fruto del tiempo.

—La señora condesa —dijo Morcerf—, estaba arreglándose cuando el vizconde nos previno de la visita que tendríamos la dicha de recibir; bajará y dentro de diez minutos estará en el salón.

—Es mucho honor para mí —dijo Montecristo— encontrarme, desde el primer día de mi llegada a París, relacionado con un hombre cuyo mérito iguala a su reputación, y en el que la fortuna, por una vez, no ha errado; ¿pero no hay aún en las llanuras de la Mitiya o en las montañas del Atlas, un bastón de mariscal que ofrecerle?

—¡Oh! —replicó Morcerf sonrojándose un poco—, he dejado el servicio, señor. Nombrado par durante la Restauración, yo era de la primera campaña y servía bajo las órdenes del mariscal de Bourmont; podía, pues, aspirar a un mando superior, ¡y quién sabe lo que hubiera sucedido si la rama primogénita hubiese permanecido en el trono! Pero la Revolución de Julio era, por lo que parece, lo bastante gloriosa como para permitirse ser ingrata; lo fue para todo servicio que no databa del periodo imperial; presenté, pues, mi dimisión, pues cuando uno ha ganado sus galones en el campo de batalla, apenas si sabe maniobrar en el terreno resbaladizo de los salones; dejé la espada, me metí en la política, me dedico a la industria, estudio las artes útiles. Durante los veinte años en los que estuve en el servicio, había tenido muchas ganas, pero no tenía tiempo.

—Esas son las cosas que forman la superioridad de su nación sobre los otros países, señor —respondió Montecristo—; gentilhombre venido de una gran casa, que posee una hermosa fortuna, usted aceptó primero ganar los primeros grados como simple soldado, es muy raro; después, llegado a general, par de Francia, comendador de la Legión de Honor, se presta a comenzar un segundo aprendizaje, sin otra esperanza, sin otra recompensa que la de ser un día útil a sus semejantes… ¡Ah! Señor, eso sí que es realmente hermoso; yo diría más, es sublime.

Albert miraba y escuchaba a Montecristo con asombro; no estaba acostumbrado a verle elevarse a tales ideas de entusiasmo.

—¡Ay! —continuó el extranjero, sin duda para hacer desaparecer la imperceptible nube que sus palabras habían provocado en la frente de Morcerf—. No hacemos lo mismo en Italia, nosotros crecemos según nuestra raza y nuestra especie, y conservamos la misma hojarasca, la misma talla, y a menudo, incluso, la misma inutilidad toda nuestra vida.

—Pero, señor —respondió el conde de Morcerf—, para un hombre de su valía, Italia no es una patria, y Francia quizá no sea ingrata para todo el mundo; trata mal a sus hijos, pero, en general, acoge bien a los extranjeros.

—¡Eh! Padre —dijo Albert con una sonrisa—, se ve bien que usted no conoce al señor conde de Montecristo. Lo que a él le satisface está fuera de ese mundo; él no aspira a los honores, y sólo toma aquello que puede caber en un pasaporte.

—He ahí la expresión más justa que yo haya oído nunca respecto a mí —respondió el extranjero.

—El señor ha sido dueño de su destino —dijo el conde de Morcerf con un suspiro—, y escogió el camino de rosas.

—Justamente, señor —replicó Montecristo, con una de esas sonrisas que un pintor jamás captará en sus lienzos, y que un fisonomista jamás podrá analizar.

—Si yo no temiese fatigar al señor conde —dijo el general, evidentemente encantado de las maneras de Montecristo—, le hubiese llevado a la Cámara; hay hoy una sesión curiosa para quien no conozca a nuestros senadores modernos.

—Le quedaré muy agradecido, señor, si quiere renovarme esa invitación en otra ocasión; pero hoy, que me han hecho concebir la esperanza de ser presentado a la señora condesa, esperaré.

—¡Ah! ¡Aquí está mi madre! —exclamó el vizconde.

En efecto, Montecristo, al darse la vuelta con viveza, vio a la señora de Morcerf a la entrada del salón, en el umbral de la puerta opuesta a aquella por la que había entrado su marido. Inmóvil y pálida, cuando Montecristo se volvió hacia ella dejó caer su brazo, que no se sabe por qué había mantenido apoyado en el marco dorado de la puerta; estaba allí desde hacía algunos instantes, y había oído las últimas palabras pronunciadas por el visitante del otro lado de los Alpes.

Este se levantó e hizo una profunda inclinación a la condesa, que se inclinó a su vez, muda y ceremoniosa.

—¡Eh, Dios mío! Señora —preguntó su marido—, ¿qué le ocurre? ¿Será el calor del salón lo que le molesta?

—¿Se encuentra mal, madre? —exclamó el vizconde yendo hacia Mercedes.

Ella agradeció a ambos su interés, con una sonrisa.

—No —dijo ella—, pero he sentido una gran emoción al ver por primera vez a quien sin cuya intervención estaríamos en este momento en duelo y en llanto. Señor —continuó la condesa avanzando con la majestuosidad de una reina—, le debo la vida de mi hijo, y por esa buena acción, le bendigo. Ahora le doy las gracias, por el placer que me proporciona al procurarme esta ocasión, como le he bendecido, es decir, desde el fondo de mi corazón.

El conde se inclinó de nuevo, pero más profundamente aún que la primera vez; estaba más pálido aún que Mercedes.

—Señora —dijo—, el señor conde y usted me recompensan demasiado generosamente de una acción bien simple. Salvar a un hombre, ahorrar un tormento a un padre, considerar la sensibilidad de una madre, no es hacer una buena acción, es hacer un acto de humanidad.

Con estas palabras, pronunciadas con una dulzura y una cortesía exquisitas, la señora de Morcerf respondió con un profundo sentimiento:

—Mi hijo es muy dichoso al tenerle como amigo, señor, y doy gracias a Dios que ha hecho así las cosas.

Y Mercedes elevó sus hermosos ojos al cielo con una gratitud tan infinita que el conde creyó ver en ellos temblar dos lágrimas.

El señor de Morcerf se acercó a ella.

—Señora —dijo—, ya me he disculpado ante el señor conde por verme en la obligación de dejarle, y usted renueve esa disculpa por mí, se lo ruego. La sesión abre a las dos, y ya son las tres, y tengo que hablar.

—Vaya, señor, trataré de hacer olvidar su ausencia a nuestro huésped —dijo la condesa con el mismo acento de sensibilidad—. ¿El señor conde —continuó, dirigiéndose a Montecristo— nos hará el honor de pasar el resto del día con nosotros?

—Gracias, señora, créame que me siento muy agradecido de su invitación, pero me apeé de mi coche de viaje esta mañana a su puerta. ¿Cómo voy a instalarme en París, y dónde? Lo ignoro, o casi. Es una ligera inquietud, lo sé, pero sin embargo una inquietud apreciable.

—Tendremos ese placer en otra ocasión, al menos, ¿lo promete? —preguntó la condesa.

Montecristo se inclinó, sin responder, pero el gesto podía pasar por un asentimiento.

—Entonces, no le retengo, señor —dijo la condesa—, pues no quiero que mi agradecimiento se transforme en algo indiscreto o inoportuno.

—Mi querido conde —dijo Albert—, si lo desea, voy a intentar devolverle en París su gentil cortesía de Roma, y pondré mi cupé a su disposición hasta que haya tenido usted tiempo de disponer de sus carruajes.

—Mil gracias por su delicadeza, vizconde —dijo Montecristo—; pero presumo que el señor Bertuccio habrá empleado convenientemente estas cuatro horas y media desde que le dejé. Y que encontraré en la puerta un coche cualquiera perfectamente adecuado.

Albert estaba acostumbrado a esas maneras por parte del conde: sabía que estaba, como Nerón, en la búsqueda de lo imposible, y ya no se asombraba de nada; sólo que quiso juzgar por sí mismo de qué manera las órdenes del conde habían sido ejecutadas; así que le acompañó hasta la puerta del palacete.

Montecristo no se había equivocado; en cuanto apareció en la antecámara del conde de Morcerf, un criado, el mismo que en Roma trajo a los dos jóvenes la tarjeta del conde para anunciarles su visita, salió corriendo del peristilo, de manera que al llegar a la escalinata, el ilustre viajero encontró, efectivamente, su coche esperándole.

Era un cupé que había salido de los talleres de Keller, y un tiro de caballos que, como conocían todos los lions de París, Drake, la víspera misma, había rechazado vender por dieciocho mil francos.

—Señor —dijo el conde a Albert—, no le propongo acompañarme a casa, ya que no podría mostrarle una casa improvisada, ya sabe usted que, en relación con las improvisaciones, tengo una reputación que mantener. Concédame un día, y permítame entonces invitarle. Estaré más seguro de no contravenir las leyes de la hospitalidad.

—Si usted pide un día, señor conde, estoy tranquilo, ya no será una casa lo que me muestre, será un palacio. Decididamente, tiene usted algún duende a su disposición.

—A fe mía, deje que se lo crean —dijo Montecristo, poniendo un pie en la escalerilla forrada de terciopelo de su espléndido coche—, eso me proporcionará algún beneficio entre las damas.

Y se adentró en el coche, que se cerró tras él, partiendo al galope, pero no tan rápidamente como para que el conde no percibiera el movimiento imperceptible que hizo temblar los visillos del salón donde había dejado a la señora de Morcerf.

Cuando Albert volvió a casa de su madre, encontró a la condesa en su vestidor, hundida en un gran sillón de terciopelo; toda la habitación, anegada en la sombra, no dejaba ver más que alguna laminilla relumbrante en la superficie abombada de algún jarrón, aquí y allá, o en la esquina de algún marco dorado.

Albert no pudo ver el rostro de la condesa, perdido en una nube de gasa con la que había envuelto sus cabellos como si fuera una aureola de vapor; pero le pareció que su voz estaba alterada; distinguió también, entre los perfumes de las rosas y de los heliotropos de la jardinera, el rastro odorífero, agrio y mordiente de las sales de vinagre; sobre una de las copas cinceladas de la chimenea, en efecto, el frasco de la condesa, sacado de su funda de piel de zapa, atrajo la atención inquieta del joven.

—¿Le duele algo, madre? ¿Se ha sentido enferma durante mi ausencia?

—¿Yo? No, no, Albert; pero comprende que esas rosas, esos nardos y esas flores de azahar desprenden olores muy fuertes con estos primeros calores, a los que no estamos acostumbrados.

—Entonces, madre —dijo Morcerf, llevando la mano al cordón de la campanilla—, hay que sacarlas a la antecámara. Realmente está usted indispuesta; ya antes, cuando entró en el salón, estaba muy pálida.

—¿Estaba pálida, dices, Albert?

—De una palidez que le sienta de maravilla, madre, pero que no por eso no nos ha asustado, a mi padre y a mí.

—¿Os ha dicho algo vuestro padre? —preguntó con viveza Mercedes.

—No, señora, se lo ha dicho a usted misma, recuerde que él hizo esa observación.

—No lo recuerdo —dijo la condesa.

Un criado entró: acudía al oír la campanilla de cuyo cordón había tirado Albert.

—Lleve estas flores a la antecámara o al gabinete de aseo —dijo el vizconde—; molestan a la señora condesa.

El criado obedeció.

Se hizo un prolongado silencio mientras el criado hacía el traslado de las flores.

—¿Qué es ese nombre de Montecristo? —preguntó la condesa cuando el criado salió llevándose el último jarrón de flores—. ¿Es un apellido, el nombre de una tierra, un simple título?

—Creo que es un título, madre, eso es todo. El conde compró una isla en el archipiélago toscano y, según lo que me ha dicho él mismo esta misma mañana, fundó una encomienda. Ya sabe usted que se hace así para Saint-Etienne de Florencia, para Saint-Georges-Constantiniano de Parma, e incluso para la orden de Malta. Por lo demás, no tiene ninguna pretensión de nobleza y se llama un conde del azar, aunque la opinión general de Roma sea que el conde es un gran señor.

—Sus modales son excelentes —dijo la condesa—, al menos según lo que he podido juzgar en los cortos instantes en los que ha estado aquí.

—¡Oh! Perfectos, madre, tan perfectos incluso que sobrepasan con mucho todo lo que yo he conocido de lo más aristocrático entre las tres noblezas más orgullosas de Europa, es decir, la nobleza inglesa, la nobleza española y la nobleza alemana.

La condesa reflexionó un instante, después, tras una corta duda, dijo:

—Ya ves, mi querido Albert, es una pregunta de madre, comprendes, la que te hago. Has visto al señor de Montecristo en su casa; tú eres perspicaz, conoces el mundo, incluso tienes más tacto de lo que en general tienen los jóvenes de tu edad: ¿crees que el conde sea realmente lo que parece ser?

—¿Y qué es lo que parece?

—Tú lo has dicho ahora mismo, un gran señor.

—He dicho, madre, que se le tenía por tal.

—¿Pero tú qué piensas, Albert?

—Confieso que no tengo sobre él una opinión definida; creo que es maltés.

—Yo no te pregunto sobre su origen; te pregunto sobre su persona.

—¡Ah! Sobre su persona, es otra cosa; he visto en él tantas cosas extrañas que si usted quiere que le diga lo que pienso le responderé que le veo más como a uno de los personajes de Byron, al que la desgracia lo ha marcado con un sello fatal; una especie de Manfredo, o Lara, o Werner; en fin, como uno de esos despojos de alguna vieja familia que, desheredados de su fortuna paterna, han encontrado una a fuerza de su genio aventurero que les coloca por encima de las leyes de la sociedad.

—¿Entonces, dices…?

—Digo que Montecristo es una isla en medio del Mediterráneo, sin habitantes, sin guarnición, guarida de contrabandistas de todas las naciones, de piratas de todos los países. ¿Quién sabe si esos indignos «industriales» no pagan a su señor un derecho de asilo?

—Es posible —dijo la condesa pensativa.

—Pero no importa —repuso el joven—, contrabandista o no, convendrá usted, madre, puesto que le ha visto, que el señor conde de Montecristo es un hombre notable y que tendrá los mayores éxitos en los salones de París. Y mire, esta misma mañana, en mi casa, ha comenzado su entrada en sociedad llenando de estupefacción hasta al mismo Château-Renaud.

—¿Y qué edad puede tener el conde? —preguntó Mercedes, dando visiblemente una gran importancia a esa pregunta.

—Tiene treinta y cinco o treinta y seis años, madre.

—¡Tan joven! Es imposible —dijo Mercedes, respondiendo al mismo tiempo a lo que decía Albert y a lo que le decía su propio pensamiento.

—Sin embargo, es cierto. Tres o cuatro veces me dijo, sin premeditación, en tal época tenía cinco años, en tal otra, diez, en aquella, doce; y yo, atento, por curiosidad, a esos detalles, contrastaba las fechas y nunca le he encontrado en un fallo. La edad de ese hombre singular, que no tiene edad, es pues, estoy seguro, de treinta y cinco años. Además, recuerde, madre, su mirada tan viva, sus cabellos negros y su frente, aunque pálida, está exenta de arrugas; es de una naturaleza no sólo vigorosa, sino aún joven.

La condesa bajó los ojos como bajo una oleada demasiado pesada de amargos pensamientos.

—¿Y ese hombre se ha hecho amigo tuyo, Albert? —preguntó con un nervioso escalofrío.

—Eso creo, señora.

—¿Y tú, también le aprecias?

—Me agrada, señora, diga lo que diga Franz d’Épinay que quería hacérmelo ver como un hombre de ultratumba.

La condesa tuvo un impulso de terror.

—Albert —dijo con voz alterada—, siempre te he puesto en guardia contra nuevas amistades. Ahora ya eres un hombre, y podrías darme consejos a mí misma, sin embargo, te repito: sé prudente, Albert.

—Haría falta, mi querida madre, para que el consejo me fuera de provecho, que yo supiese antes de qué desconfiar. El conde no juega nunca, el conde no bebe más que agua dorada con una gota de vino de España; el conde es tan rico que, sin que sea irrisorio, nunca podría pedirme dinero prestado: ¿qué quiere usted que tema por parte del conde?

—Tienes razón —dijo la condesa—, mis temores son infundados, teniendo como objeto sobre todo a un hombre que te ha salvado la vida. A propósito, ¿tu padre le ha recibido bien, Albert? Es importante que seamos más que convenientes con el conde. El señor de Morcerf a veces está ocupado, sus negocios le preocupan, y podría ser que sin querer…

—Mi padre ha estado perfecto, señora —interrumpió Albert—; diré más: pareció infinitamente halagado de los dos o tres cumplidos de lo más hábil que el conde deslizó con tanta buena maña como acierto, como si le hubiera conocido desde hacía treinta años. Cada una de esas pequeñas flechas lisonjeras han debido tocar el amor propio de mi padre —añadió Albert riendo—, de manera que se han despedido como los mejores amigos del mundo, y el señor de Morcerf quería incluso llevarle a la Cámara para que le oyera declamar su discurso.

La condesa no respondió; estaba absorta en una ensoñación tan profunda que sus ojos se fueron cerrando poco a poco. El joven, de pie delante de ella, la miraba con ese amor filial más tierno y más afectuoso en los hijos cuyas madres son aún jóvenes y bellas. Después, tras ver cómo sus ojos se cerraban, escuchó su respiración un instante, en su dulce inmovilidad, y, creyéndola dormida, se alejó de puntillas, empujando con precaución la puerta de la habitación donde dejaba a su madre.

—Este diablo de hombre —murmuró moviendo la cabeza—, le predije allá que causaría sensación en sociedad: mido su efecto en un termómetro infalible. Mi madre lo ha notado, así que debe ser bien notable.

Y bajó a las caballerizas, no sin un despecho secreto porque, sin ni siquiera haber pensado en ello, el conde de Montecristo había puesto la mano sobre un tiro de caballos que enviaba a sus caballos bayos al número dos, en la regla de los entendidos.

—Decididamente —dijo—, los hombres no son iguales; tendré que rogar a mi padre que desarrolle ese teorema en la Cámara Alta.