Capítulo LXX
El baile
Llegaron los días más cálidos de julio, cuando se presentó, a su vez, en el orden del tiempo, ese sábado en el que debía tener lugar el baile en casa del señor de Morcerf.
Eran las diez de la noche; los grandes árboles del jardín del palacete del conde se destacaban con fuerza sobre un cielo en el que se deslizaban, como sobre un tapiz azul sembrado de estrellas doradas, los últimos vapores de una tormenta que había bramado amenazante durante todo el día.
En las salas de la planta baja se oía el murmullo de la música y el torbellino del vals y de la galopa, mientras que bandas resplandecientes de luz pasaban cortantes a través de las aberturas de las persianas.
El jardín en ese momento estaba en manos de una docena de sirvientes, a quienes el ama de casa, con la seguridad de que el tiempo se iba serenando cada vez más, acababa de dar la orden de servir allí el refrigerio.
Hasta ese momento habían dudado si cenarían en el comedor o bajo una larga carpa de dril levantada en el mismo césped. Ese hermoso cielo azul, todo constelado de estrellas, acababa de decidir el proceso a favor de la tienda y del césped.
Iluminaban los senderos del jardín con linternas de colores, como es costumbre en Italia, y se sobrecargaba de velas y de flores la mesa de la cena, como es costumbre en todos los países en los que se comprende un poco ese lujo de la mesa, el más raro de todos los lujos, cuando uno quiere que sea completo.
En el momento en el que la condesa de Morcerf entraba en sus salones, después de dar las últimas órdenes, estos comenzaban a llenarse de invitados atraídos por la encantadora hospitalidad de la condesa, más que por la distinguida posición del conde, pues estaban seguros, por adelantado, de que esta fiesta ofrecería, gracias al buen gusto de Mercedes, algunos detalles dignos de ser contados o de ser imitados, si fuese necesario.
La señora Danglars, a quien los sucesos que hemos narrado le habían inspirado una profunda inquietud, dudaba en ir a casa de la señora de Morcerf cuando, a lo largo de la mañana, su coche se cruzó con el del señor de Villefort. Villefort le había hecho una seña, los dos coches se habían acercado y a través de las portezuelas:
—¿Irá usted a casa de la señora de Morcerf, no? —había preguntado el fiscal.
—No —había respondido la señora Danglars—, no me encuentro nada bien.
—Se equivoca —había respondido Villefort con una mirada significativa—, sería importante que la vieran allí.
—¡Ah! ¿Cree usted? —preguntó la baronesa.
—Lo creo.
—En ese caso, iré.
Y los dos coches habían retomado su curso divergente. La señora Danglars había venido, pues, no solamente bella de su propia belleza, sino además resplandeciente de lujo; entraba por una puerta en el momento en el que Mercedes entraba por otra.
La condesa indicó a Albert que fuese al encuentro de la señora Danglars; Albert avanzó e hizo a la baronesa los merecidos cumplidos por todo su atuendo y aspecto, y le cogió el brazo para llevarla al lugar que ella quisiera escoger.
Albert miró por todo alrededor.
—¿Busca usted a mi hija? —dijo sonriendo la baronesa.
—Lo confieso —dijo Albert—; ¿habrá tenido usted la crueldad de no traérnosla?
—Tranquilícese; se encontró con la señorita de Villefort y se cogieron del brazo; mire, ahí están, vienen detrás de nosotros, las dos con vestidos blancos, una lleva un ramillete de camelias y la otra uno de nomeolvides; pero, dígame…
—¿Y usted qué busca, ahora? —preguntó Albert sonriendo.
—¿Es que no tendrá usted esta noche al conde de Montecristo?
—¡Diecisiete! —respondió Albert.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que esto va bien —repuso el vizconde riendo—, y que es usted la decimoséptima persona que me hace la misma pregunta; ¡el conde va bien…! ¡Y yo le felicito…!
—¿Y contesta usted a todo el mundo como a mí?
—¡Ah! Es cierto, no le he respondido; tranquilícese, señora, tendremos al hombre de moda, somos unos privilegiados.
—¿Estaba usted ayer en la Ópera?
—No.
—Él sí estaba.
—¡Ah! Vaya. ¿Y el eccentric man cometió alguna nueva excentricidad?
—¿Es que puede aparecer sin cometerla? Elssler bailaba en El Diablo Cojuelo, la princesa griega estaba entusiasmada. Después de la cachucha, el conde puso una sortija magnífica en la cola del ramillete, y se lo tiró a la encantadora bailarina, que reapareció en el tercer acto, para agradecérselo con su sortija en el dedo. ¿Y a su princesa griega, la tendrá usted?
—No, tendrá que verse usted privada de ella; su posición en la casa del conde no es lo suficientemente determinada.
—Mire, déjeme ahí y vaya a saludar a la señora de Villefort —dijo la baronesa—; veo que se muere de envidia por charlar con usted.
Albert saludó a la señora Danglars y fue al encuentro de la señora de Villefort, que abrió la boca a medida que iba acercándose.
—¿Apuesto —dijo Albert interrumpiéndola— a que sé lo que va a decirme?
—¡Oh! ¡Vaya! —dijo la señora de Villefort.
—Si lo adivino, ¿me lo confesará usted?
—Sí.
—¿Palabra de honor?
—Palabra.
—¿Usted iba a preguntarme si el conde de Montecristo había llegado o iba a llegar?
—En absoluto. No es de él de quien me ocupo en este momento. Iba a preguntarle si había recibido usted noticias de Franz.
—Sí, ayer.
—¿Qué le decía?
—Que salía al mismo tiempo que la carta.
—Bien. ¿Y ahora, el conde?
—El conde vendrá; esté tranquila.
—¿Sabe usted que tiene otro nombre, además de Montecristo?
—No, no lo sabía.
—Montecristo es nombre de isla, y él tiene un nombre de familia, o sea, un apellido.
—Nunca se lo he oído pronunciar.
—Pues bien, yo estoy más adelantada que usted: se llama Zaccone.
—Es posible.
—Es maltés.
—También es posible.
—Hijo de un armador.
—¡Oh! De verdad, debería usted contar eso en voz alta, tendría un gran éxito.
—Sirvió en la India, explota una mina de plata en Tesalia, y viene a París para montar un establecimiento de aguas minerales en Auteuil.
—Y bien, de maravilla —dijo Morcerf—, ¡esas sí que son noticias! ¿Me permite repetirlas?
—Sí, pero poco a poco, una a una, sin decir que vienen de mí.
—¿Y eso por qué?
—Porque es casi un secreto que he sorprendido.
—¿A quién?
—A la policía.
—Entonces esas noticias circulaban…
—En casa del prefecto, ayer por la noche. París está conmocionado, usted entiende, al ver ese lujo inusitado, y la policía se ha informado.
—¡Bien! ¡Sólo faltaba arrestar al conde por vagabundo, con el pretexto de que es demasiado rico!
—Pues a fe mía que eso le hubiera podido ocurrir si los informes no hubieran sido tan favorables.
—¡Pobre conde! ¿Y sospecha él del peligro que ha corrido?
—No lo creo.
—Entonces sería caritativo advertirle. Cuando llegue, no dejaré de hacerlo.
En ese momento un apuesto joven, de ojos vivos, de cabellos negros, de bigote reluciente, vino a saludar respetuosamente a la señora de Villefort. Albert le tendió la mano.
—Señora —dijo Albert—, tengo el honor de presentarle al señor Maximilien Morrel, capitán de espahís, uno de nuestros buenos y sobre todo de nuestros valientes oficiales.
—Ya tuve el placer de estar con el señor en Auteuil, en casa del señor conde de Montecristo —respondió la señora de Villefort dándose la vuelta con una marcada frialdad.
Esa respuesta y, sobre todo, el tono utilizado encogieron el corazón del pobre Morrel, pero le esperaba una compensación: al darse la vuelta, vio, en el marco de la puerta, un hermoso y blanco rostro, cuyos dilatados ojos y sin expresión aparente se fijaban en él, mientras que el ramillete de nomeolvides subía lentamente hasta sus labios.
Ese saludo fue tan bien entendido que Morrel, con la misma expresión en la mirada, se llevó, a su vez, el pañuelo a su boca; y las dos estatuas vivientes, cuyos corazones latían tan rápidamente bajo el mármol aparente de sus rostros, separados el uno del otro por la longitud de la sala, se olvidaron por un instante o, más bien, por un instante olvidaron a todo el mundo en esa muda contemplación.
Hubiesen permanecido así mucho tiempo, perdidos el uno en el otro, sin que nadie notase el olvido que tenían de todas las cosas: el conde de Montecristo acababa de entrar.
Ya lo hemos dicho, el conde, sea por prestigio falso, sea por prestigio natural, atraía la atención allí donde se presentaba; no era su frac negro, irreprochable, es cierto, en el corte, pero sencillo y sin condecoraciones; no era su chaleco blanco sin ningún bordado; no era su pantalón encajando un pie de la forma más delicada lo que atraía su atención: era su tez mate, sus cabellos negros ondulados, era su rostro tranquilo y puro, era su mirada profunda y melancólica, era, en fin, su boca dibujada con una finura maravillosa y que tomaba con tanta facilidad la expresión del más alto desdén, lo que hacía que todos los ojos se fijaran en él.
Podía haber hombres más apuestos, pero, ciertamente, no había ninguno más significativo, si se nos admite esta expresión; todo en el conde quería decir algo y tenía su valor, pues la costumbre de un pensamiento útil había dado a sus rasgos, a la expresión de su rostro, y al más insignificante de sus gestos una soltura y una firmeza incomparables.
Y además, nuestro mundo parisino es tan extraño que quizá no hubiera hecho caso a todo esto si no hubiera habido por debajo de todo ello una misteriosa historia dorada por una inmensa fortuna.
Sea como sea, el conde avanzó, bajo el peso de todas las miradas y a través de pequeños saludos, hasta la señora de Morcerf, quien, de pie delante de la chimenea llena de flores, le había visto aparecer reflejado en el espejo situado en frente de la puerta, y se había preparado para recibirle.
Mercedes se dio la vuelta hacia él con una sonrisa compuesta en el mismo instante en el que el conde se inclinaba ante ella.
Sin duda ella creyó que el conde iba a hablarle; sin duda, por su parte, el conde creyó que ella iba a dirigirle la palabra; pero ambos se quedaron mudos, pues sin duda una banalidad les parecía indigna de ambos; y después de un intercambio de saludos, Montecristo se dirigió a Albert, que venía hacia él con la mano extendida.
—¿Ha visto usted a mi madre? —preguntó Albert.
—Acabo de tener el honor de saludarla —dijo el conde—; pero no he visto a su padre.
—¡Mire! Está hablando de política, allá, en ese grupito de celebridades.
—¿De verdad —dijo Montecristo— que aquellos señores son celebridades? ¡Nunca lo hubiera sospechado! ¿Y celebridades de qué tipo? Hay celebridades de toda especie, como usted sabe.
—Pues hay, en primer lugar, un sabio, ese señor alto y seco: ha descubierto en el campo de Roma una especie de lagarto que tiene una vértebra más que los demás, y ha venido a dar parte de su descubrimiento al Instituto. La cosa ha sido contestada durante mucho tiempo, pero se le dio la razón al señor alto y seco. La vértebra hizo mucho ruido en el mundo de los sabios; el hombre alto y seco no era más que caballero de la Legión de Honor: ahora le han nombrado oficial de la Legión de Honor.
—¡Me alegro! —dijo Montecristo—. Esa es una cruz dada con toda sabiduría; entonces, ¿si encuentra una segunda vértebra le harán comendador?
—Es probable —dijo Morcerf.
—Y ese otro que ha tenido la singular idea de ataviarse con un frac azul bordado en verde, ¿quién puede ser?
—No fue él quien tuvo la idea de engalanarse con ese traje: fue la República, la cual, como usted sabe, era un poco artista, y que, queriendo poner de uniforme a los académicos, rogó a David que les diseñase uno.
—¡Ah! Vaya —dijo Montecristo—; ¿así que ese señor es académico?
—Desde hace ocho días forma parte de la docta asamblea.
—¿Y cuál es su mérito, su especialidad?
—¿Su especialidad? Creo que clava alfileres en la cabeza de los conejos, que hace comer rubia a las gallinas y que pincha con varillas la médula espinal de los perros.
—¿Y por eso pertenece a la Academia de Ciencias?
—No, a la Academia Francesa.
—¿Pero qué tiene que hacer en la Academia Francesa?
—Pues voy a decírselo, parece…
—¿Que sus experimentos han hecho dar un gran paso a la ciencia, sin duda?
—No, sino que escribe en un estilo muy bueno.
—Eso debe halagar enormemente el amor propio de los conejos a los que clava alfileres en la cabeza, el de las gallinas a las que tiñe de rojo los huesos y el amor propio de los perros, cuya médula espinal pincha —dijo Montecristo.
Albert se echó a reír.
—¿Y ese otro? —preguntó el conde.
—¿Qué otro?
—Sí, el tercero.
—¡Ah! ¿El del frac azulejo?
—Sí.
—Es un colega del conde que acaba de oponerse lo más ardientemente posible a que la Cámara de los Pares tenga un uniforme, y ha tenido un gran éxito de tribuna respecto a eso; no estaba muy a bien con las gacetas liberales, pero su noble oposición a los deseos de la Corte ha hecho que se congracie con ellas; hablan de nombrarle embajador.
—¿Y cuáles son sus títulos para ser par?
—Ha compuesto dos o tres óperas cómicas; ha comprado cuatro o cinco acciones en Le Siècle, y ha votado cinco o seis años a favor del Ministerio.
—¡Bravo! Vizconde —dijo Montecristo riendo—, es usted un magnífico cicerone; ahora, ¿me haría usted un favor?
—Claro.
—No me presentará a esos señores, y si ellos solicitan que me los presente, avíseme.
En ese momento el conde sintió que le ponían una mano en su hombro; se dio la vuelta, era Danglars.
—¡Ah! ¡Es usted, barón! —dijo.
—¿Por qué me llama usted barón? —dijo Danglars—. Usted sabe que no hago hincapié en el título. No como usted, vizconde; usted sí que lo hace, ¿no es así?
—Ciertamente —respondió Albert—, dado que si no fuera vizconde, no sería nada, mientras que usted, usted puede sacrificar su título, y seguiría siendo millonario.
—Lo que me parece el más hermoso título en esta Monarquía de Julio —repuso Danglars.
—Desgraciadamente —dijo Montecristo— no se es millonario de por vida, como se es barón, par de Francia o académico; ahí tiene para demostrarlo a los millonarios Frank y Poulmann, de Fráncfort, que acaban de declararse en bancarrota.
—¿De verdad? —dijo Danglars palideciendo.
—A fe mía, acabo de recibir la noticia esta tarde por un correo; yo tenía con ellos algo así como un millón, pero, advertido a tiempo, exigí el reembolso hace un mes, más o menos.
—¡Ah! ¡Dios mío! —repuso Danglars—. Me han echado abajo unos doscientos mil francos.
—Y bien, ya está prevenido; su firma vale un cinco por ciento.
—Sí, pero prevenido demasiado tarde —dijo Danglars—, yo he hecho honor a su firma.
—¡Bueno! —dijo Montecristo—. Otros doscientos mil francos que van a reunirse con aquellos…
—¡Chsss! —dijo Danglars—. No hable de esas cosas… —después, acercándose a Montecristo—; sobre todo, no delante del señor Cavalcanti, hijo —añadió el banquero que, al pronunciar esas palabras, se giró sonriendo en dirección al joven Cavalcanti.
Morcerf dejó al conde para ir a hablar con su madre. Danglars, para saludar a Cavalcanti hijo. Montecristo se encontró solo un instante.
Mientras tanto, el calor comenzaba a ser excesivo.
Los criados circulaban por los salones con bandejas cargadas de fruta y de helados.
Montecristo se enjugó con el pañuelo su rostro lleno de sudor; pero se echó hacia atrás cuando la bandeja pasó delante de él, y no cogió nada para refrescarse.
La señora de Morcerf no perdía de vista a Montecristo. Vio cómo le pasaba la bandeja sin que él la tocase; captó incluso el movimiento con el que el conde se apartó.
—Albert —dijo— ¿has notado una cosa?
—¿Qué cosa, madre?
—Que el conde no quiere aceptar nada de casa del señor de Morcerf.
—Sí, pero aceptó desayunar en mi casa, puesto que fue a través de ese desayuno cuando hizo su entrada en sociedad.
—En casa de Albert no es en casa del conde —murmuró Mercedes—, y desde que está aquí, le observo.
—¿Y bien?
—Y bien, pues no ha tomado nada.
—El conde es un hombre moderado.
Mercedes sonrió tristemente.
—Acércate a él, hijo —dijo la madre—, y cuando esté cerca una bandeja, insiste.
—¿Por qué, madre?
—Hazme ese favor, Albert —dijo Mercedes.
Albert besó la mano de su madre, y fue a situarse cerca del conde.
Otra bandeja, cargada como las precedentes, pasó junto a Albert; su madre le vio insistir ante el conde, tomar incluso él mismo un helado y ofrecérselo, pero el conde lo rechazó obstinadamente.
Albert volvió junto a su madre; la condesa estaba muy pálida.
—Y bien —dijo—, ya lo ves, lo ha rechazado.
—Sí; pero, ¿por qué le preocupa tanto, madre?
—Ya sabes, Albert, las mujeres somos singulares. Me hubiera gustado que el conde tomara algo en mi casa, aunque sólo fuera un grano de granada. Quizá sólo es que no se adapta a las costumbres francesas, quizá prefiere alguna otra cosa.
—¡Dios mío, no! Yo le vi en Italia que comía de todo; sin duda estará indispuesto esta noche.
—Además —dijo la condesa—, si ha vivido siempre en climas cálidos, quizá sea menos sensible que los demás al calor.
—No lo creo, pues se quejaba de ahogarse y preguntaba que, puesto que las ventanas ya estaban abiertas, por qué no abrían las contraventanas.
—En efecto —dijo Mercedes—, es un modo de asegurarme si esa abstinencia es una decisión tomada.
Y salió del salón.
Un instante después, las celosías de las contraventanas se abrieron, y a través de los jazmines y de las clemátides que adornaban las ventanas, se pudo ver todo el jardín iluminado con las linternas, y el refrigerio servido bajo la carpa.
Los que bailaban, los que jugaban y los que charlaban dieron un grito de alegría: todos esos pulmones alterados aspiraban con delicia el aire fresco que entraba a bocanadas.
En el mismo momento, Mercedes reapareció en el salón, más pálida de lo que había salido, pero con una firmeza en el rostro que era notable en ella en determinadas circunstancias. Fue directamente al grupo cuyo centro era su marido.
—No encadene a estos señores aquí, señor conde —dijo—, preferirán, si no juegan, respirar en el jardín antes que ahogarse aquí.
—¡Ah! Señora —dijo un viejo general muy galante que cantó en 1809 ¡Partamos para Siria!—, no saldremos solos al jardín.
—De acuerdo —dijo Mercedes—, yo misma voy a dar ejemplo.
Y dirigiéndose a Montecristo:
—Señor conde —dijo—, hágame el honor de ofrecerme su brazo.
El conde casi se cae al oír esas simples palabras, después, miró un momento a Mercedes. Ese momento tuvo la rapidez de un relámpago y, sin embargo, a la condesa le pareció que duraba un siglo, de tantos pensamientos como Montecristo había puesto en esa sola mirada.
Le ofreció el brazo a la condesa; ella se apoyó en él o, por decirlo mejor, le rozó con su gentil mano, y los dos bajaron por uno de los laterales de la escalinata adornada a ambos lados con rododendros y camelias.
Tras ellos, por el otro lateral, una veintena de invitados salió precipitadamente al jardín, con ruidosas exclamaciones de gozo.