Capítulo XVIII

El tesoro

Cuando Dantès volvió al día siguiente por la mañana a la celda de su compañero de cautiverio, encontró a Faria sentado, con el rostro tranquilo.

Bajo el rayo de luz que se deslizaba a través de la estrecha ventana de la celda, tenía en su mano izquierda, la única, recordemos, que le quedaba útil, un trozo de papel abierto, pero que por la costumbre de estar enrollado finamente, mantenía la forma de un cilindro difícil de desplegar.

Sin decir nada mostró el papel a Dantès.

—¿Qué es esto? —preguntó este.

—Mire bien —dijo el abate sonriendo.

—Miro con toda atención —dijo Dantès—, y no veo más que un papel medio quemado, y en el que hay trazada con una tinta especial una serie de caracteres góticos.

—Este papel, amigo mío —dijo Faria—, es —y ahora ya puedo confesarle todo, puesto que me ha dado pruebas para ello—, este papel es mi tesoro, del que a partir de hoy le pertenece la mitad.

Un sudor frío empapó la frente de Dantès. Hasta ese día, ¡y durante cuánto tiempo!, había evitado hablar con Faria de ese tesoro, fuente de la acusación de locura que pesaba sobre el pobre abate; con su delicadeza instintiva, Dantès había preferido no tocar esa cuerda tan dolorosamente vibrante; y, por su parte, Faria se había callado. Dantès había tomado el silencio del anciano como una vuelta a la razón; hoy, esas palabras que se le escapaban a Faria después de una crisis tan penosa parecían anunciar una grave recaída en su alienación mental.

—¿Su tesoro? —balbuceó Dantès.

Faria sonrió.

—Sí —dijo—; tiene usted un noble corazón en todos los sentidos, Edmond, y comprendo por su palidez y su temblor lo que se le pasa por la cabeza en este momento. No, esté usted tranquilo, no estoy loco. Ese tesoro existe, Dantès, y si a mí no me ha sido dado poseerlo, usted lo poseerá. Nadie ha querido ni escucharme, ni creerme porque me creían loco; pero usted, que debe ya saber que no lo estoy, escúcheme, y me creerá después si usted quiere.

«¡Ay!», murmuró Dantès para sí mismo, «¡ya ha recaído de nuevo! Sólo me faltaba esta desgracia».

Y después le dijo en voz alta:

—Amigo mío, la crisis tal vez le ha fatigado, ¿no querrá descansar un poco? Mañana, si lo desea, oiré su historia, pero hoy quiero cuidarle, eso es todo. Además —continuó, sonriendo—, un tesoro, ¿es que nos corre mucha prisa?

—¡Mucha, Edmond! —respondió el anciano—. ¡Quién sabe si mañana, o pasado mañana, tal vez, no me dé un tercer ataque! ¡Piense entonces que todo habrá acabado! Sí, es cierto, a menudo pensé con un amargo placer en esas riquezas, que harían la fortuna de diez familias, y que se perderían para todos esos hombres que me han perseguido: esa idea era mi venganza, venganza que saboreaba lentamente en las noches de mi calabozo y en la desesperación de mi cautiverio. Pero ahora que he perdonado al mundo, por amor a usted, ahora que le veo joven y lleno de futuro, ahora que pienso en toda la felicidad que puede resultar para usted el conocer esta revelación, me estremezco por el retraso y tiemblo por si no garantizo a un propietario tan digno como lo es usted la posesión de tantas riquezas ocultas.

Edmond volvió la cabeza suspirando.

—Usted persiste en su incredulidad, Edmond —prosiguió Faria—, ¿es que mi voz no le ha convencido? Veo que necesita pruebas. Pues bien, lea este papel que no he enseñado a nadie.

—Mañana, querido amigo —dijo Edmond, que no quería prestarse a la locura del anciano—; creo que estaba convenido en que no hablaríamos de ello hasta mañana.

—Hablaremos mañana, pero lea este papel hoy.

«No le irritemos», pensó Edmond.

Y cogiendo el papel, del que faltaba la mitad, consumida tal vez por algún accidente, leyó:

Este tesoro que puede ascender a dos

de escudos romanos en la parte más al

de la segunda abertura, el cual

declaro pertenecerle en todo pro

dero

25 de abril de 149

—Y bien —dijo Faria cuando el joven terminó de leerlo.

—Pero —respondió Dantès—, aquí no veo más que líneas que se cortan, palabras que no siguen en una frase; las letras están medio quemadas y son ininteligibles.

—Para usted, querido amigo, que las lee por primera vez, pero no para mí que he estado sobre ellas miles de noches, que he reconstruido cada frase y que he completado cada pensamiento.

—¿Y ha creído que le ha encontrado un sentido?

—Estoy seguro de ello; usted juzgará por sí mismo, pero antes escuche la historia de este documento.

—¡Silencio! —exclamó Dantès—… ¡oigo pasos!… alguien viene…, me voy…, ¡adiós!

Y Dantès, contento por escaparse de la historia y de su explicación que no hubiesen dejado de confirmarle el mal que aquejaba a su compañero, se deslizó como una culebra por el estrecho pasadizo, mientras que Faria, entregado a una especie de actividad causada por el terror, empujó con el pie la baldosa que recubrió con una estera, a fin de ocultar la discontinuidad del suelo que no había tenido tiempo de hacer desaparecer.

Era el gobernador, que al saber por el carcelero la crisis sufrida por Faria, venía a asegurarse por sí mismo de su gravedad.

Faria le recibió sentado, evitó cualquier gesto comprometedor, y consiguió ocultar al gobernador la parálisis que ya había tocado de muerte la mitad de su persona. El temor era que el gobernador, llevado por la compasión, quisiera llevarle a un lugar más sano separándole así de su joven amigo. Pero felizmente no fue así, y el gobernador se retiró convencido de que su pobre loco, por quien sentía en el fondo de su corazón un cierto afecto, no adolecía sino de una ligera indisposición.

Mientras tanto, Edmond, sentado en la cama y con la cabeza entre las manos, intentaba reunir sus pensamientos; todo era tan razonable, tan grande y tan lógico en Faria desde que él le conocía, que no podía comprender esa suprema sabiduría aliada a la sinrazón en una misma persona: ¿era Faria el que se engañaba respecto al tesoro, o era todo el mundo el que se engañaba respecto a Faria?

Dantès se quedó en su celda durante todo el día, sin atreverse a ir a ver a su amigo. Intentaba así retrasar el momento en el que adquiriera la certeza de que el abate estaba loco. Esta convicción era espantosa para él.

Pero al llegar la noche, después de la hora de la visita ordinaria, Faria, al ver que el joven no volvía, intentó franquear él mismo el espacio que les separaba. Edmond se sobresaltó al oír los dolorosos esfuerzos que hacía el anciano para arrastrarse: tenía una pierna inerte y no podía utilizar un brazo. Edmond se vio obligado a tirar de él, pues nunca hubiera salido solo por la estrecha abertura que daba a la celda de Dantès.

—Aquí estoy, encarnizadamente decidido a perseguirle —dijo con una sonrisa resplandeciente de benevolencia—. Creyó usted que se escapaba de mi magnificencia, pero no será así. Escúcheme.

Edmond vio que no podía dar marcha atrás; ayudó al anciano a sentarse en el camastro y él mismo se sentó junto a él en el taburete.

—Usted sabe —dijo el abate—, que yo era el secretario, el confidente, el amigo del cardenal Spada, el último de los príncipes de ese nombre. A ese digno señor le debo todas las cosas buenas de las que he disfrutado en la vida. Él no era rico, aunque las riquezas de su familia fueran proverbiales y que oí a menudo decir: Rico como un Spada. Pero él, siguiendo el dicho popular, vivía con esa reputación de opulencia. Su palacio fue mi paraíso. Yo eduqué a sus sobrinos, que ya han muerto, y cuando se quedó solo en el mundo, yo le devolví, con una entrega absoluta a sus voluntades, todo lo que él había hecho por mí desde hacía diez años.

»Enseguida, la casa del cardenal no tuvo secretos para mí; a menudo había visto trabajar a Monseñor consultando libros antiguos e investigando ávidamente en el polvo de los manuscritos de la familia. Un día, en el que yo le reprochaba sus inútiles veladas y esa especie de abatimiento que las seguía, me miró sonriendo amargamente y me abrió un libro que es la historia de la ciudad de Roma. En él, en el capítulo XX de La vida del papa Alejandro VI, había las siguientes líneas que nunca he podido olvidar:

»Las grandes guerras de la Romaña habían terminado. Cesar Borgia, que había acabado su conquista, necesitaba dinero para comprar Italia entera. El papa necesitaba igualmente dinero para terminar con Luis XII, rey de Francia, todavía temible a pesar de los reveses sufridos. Se trataba, pues, de hacer una buena especulación, lo que resultaba difícil en esa pobre Italia agotada.

»Su Santidad tuvo una idea. Resolvió nombrar dos cardenales.

»Al escoger dos de los grandes personajes de Roma, dos personajes sobre todo ricos, esto es lo que recibía el Santo Padre de su especulación: en primer lugar, tenía que vender los altos cargos y los magníficos empleos de los que eran poseedores esos dos cardenales; además, podía contar con un precio muy brillante de la venta de esos dos capelos cardenalicios.

»Quedaba una tercera parte de especulación que aparecerá enseguida.

»El papa y Cesar Borgia encontraron en primer lugar a los dos futuros cardenales: se trataba de Giovanni Rospigliosi, que ostentaba por sí solo cuatro de las más altas dignidades de la Santa Sede, y Cesar Spada, uno de los más nobles y de los más ricos romanos. Uno y otro conocían el precio de semejante favor del papa. Ambos eran ambiciosos. Una vez decidido, Cesar encontró enseguida compradores para los cargos de ambos.

»De todo ello resultó que Rospigliosi y Spada pagaron para ser cardenales, y que otros ocho pagaron para obtener los cargos que anteriormente tenían los dos cardenales de reciente creación. De esta manera entraron en las arcas de los especuladores ochocientos mil escudos.

»Pasemos a la última parte de la especulación, es el momento. El papa, habiendo colmado de halagos a Rospigliosi y a Spada, habiéndoles conferido las insignias del cardenalato, seguro de que, para pagar su deuda, no ficticia, por su agradecimiento, habrían tenido que acercar y vender su fortuna para asentarse en Roma, el papa y Cesar Borgia invitaron a cenar a los dos cardenales.

»Hubo una discusión entre el Santo Padre y su hijo; Cesar pensaba que podía usar de uno de los medios que tenía siempre a la disposición de sus amigos íntimos; a saber: en primer lugar de la famosa llave con la que rogaba a determinada persona que fuera a abrir cierto armario. Esta llave estaba provista de una pequeña punta de hierro, negligencia de un operario. Cuando la persona en cuestión tenía que forzar la llave para abrir el armario, cuya cerradura era difícil, se picaba con esa pequeña punta y moría al día siguiente. Había también la sortija de cabeza de león que Cesar se ponía en el dedo cuando estrechaba la mano a la persona indicada. El león mordía la epidermis de esas manos elegidas y la mordedura era mortal al cabo de veinticuatro horas.

»Cesar propuso, pues, a su padre, bien enviar a los cardenales a abrir el armario, bien dar a cada uno de ellos un cordial apretón de manos, pero Alejandro VI le respondió:

»“No escatimemos una cena cuando se trata de esos excelentes cardenales Spada y Rospigliosi. Algo me dice que recuperaremos ese dinero. Además, os olvidáis, Cesar, de que una indigestión se declara rápidamente, mientras que una picadura o una mordedura no causan efecto más que un día o dos después.”

»Cesar se rindió ante ese razonamiento. Por ello, los dos cardenales fueron invitados a cenar.

»Se sirvió la mesa en la viña que poseía el papa cerca de San Pietro in Vincoli, encantadora estancia cuya reputación conocían bien los cardenales.

»Rospigliosi, aturdido por su nueva dignidad, dispuso su estómago y su mejor cara. Spada, hombre prudente y que amaba únicamente a su sobrino, joven capitán con un gran futuro, cogió papel y pluma e hizo testamento.

»Después, mandó avisar a su sobrino para que lo esperara en los alrededores de la viña, pero parece ser que el sirviente no le encontró.

»Spada conocía la costumbre de esas invitaciones. Desde que el cristianismo, evidentemente civilizador, había llevado sus progresos a Roma, ya no era un centurión el que llegaba de parte del tirano a deciros: “Cesar desea que mueras”; sino que era un legatario ad latere quien venía, con la sonrisa en los labios, a deciros de parte del papa: “Su Santidad desea cenar con vos”.

»Spada salió, pues, sobre las dos de la tarde hacia la viña de San Pietro in Vincoli; el papa le estaba esperando. El primer rostro que llamó la atención de Spada fue el de su propio sobrino, todo engalanado y gentil y a quien Cesar Borgia prodigaba de atenciones. Spada palideció; y Cesar, que le echó una mirada llena de ironía, dejó ver que todo estaba previsto, que la trampa estaba bien montada.

»Cenaron. Spada sólo había podido preguntar a su sobrino: “¿Habéis recibido mi mensaje?”. El sobrino respondió que no y comprendió perfectamente la importancia de esa pregunta: era demasiado tarde, pues acababa de beber un vaso de un excelente vino traído expresamente para él por el sumiller del papa. Spada vio en el mismo momento que le acercaban otra botella de la que le ofrecieron con liberalidad. Una hora después, un médico les declaró a ambos envenenados con colmenillas tóxicas. Spada murió en el umbral de la viña, el sobrino expiraba a la puerta de su casa haciendo un gesto a su mujer, gesto que ella no comprendió.

»Enseguida Cesar y el papa se apresuraron a invadir la heredad, bajo pretexto de buscar los papeles de los difuntos. Pero la herencia consistía en esto: un trozo de papel en el que Spada había escrito:

»Lego a mi bienamado sobrino mis cofres, mis libros, entre los que está mi breviario de canto de oro, deseando que guarde este recuerdo de su amado tío.

»Los herederos buscaron por todas partes, admiraron el breviario, se apoderaron de los muebles y se asombraron de que Spada, el hombre rico, fuera en realidad el más miserable de los tíos; tesoros, ninguno: a no ser que se llame tesoros la ciencia encerrada en la biblioteca y en los laboratorios.

»Eso fue todo. Cesar, y el papa, su padre, buscaron orfebrería y, además, dinero en monedas; pero el sobrino había tenido tiempo de decir a su mujer al entrar: “buscad entre los papeles de mi tío, hay un testamento auténtico”.

»Buscaron más activamente aún, si cabe, de lo que lo habían hecho los augustos herederos. Fue en vano: quedaban dos palacios y una viña detrás del Palatino. Pero en esa época los bienes inmobiliarios tenían un valor mediocre; los dos palacios y la casa de campo quedaron en la familia, como bienes indignos de la rapacidad del papa y de su hijo.

»Pasaron los meses y los años: Alejandro VI murió envenenado, ya sabéis por qué equivocación; Cesar, envenenado al mismo tiempo que él, se libró de la muerte con un cambio de piel como hacen las serpientes, y revistiendo una nueva en la que el veneno había dejado unas manchas como las que vemos en la piel de un tigre; finalmente, al verse obligado a abandonar Roma, acabó dejándose matar en una escaramuza nocturna que la Historia ha casi olvidado.

»Después de la muerte del papa, después del exilio de su hijo, todo el mundo esperaba, en general, que la familia Spada recobrase el tren de vida principesca que llevaban en vida del cardenal Spada; pero no fue así. Los Spada permanecieron en un dudoso bienestar, un misterio eterno pesó sobre aquel sombrío asunto, y el rumor público fue que Cesar, mejor político que su padre, había arrebatado al papa la fortuna de los dos cardenales; digo de los dos, porque el cardenal Rospigliosi, que no había tomado ninguna precaución, fue totalmente desvalijado.

»Hasta ahora —interrumpió Faria sonriendo—, esto no le parece demasiado insensato, ¿no es así?

—¡Oh, amigo mío! —dijo Dantès—. Al contrario, me parece que estoy leyendo una crónica llena de interés. Continúe, se lo ruego.

—Continúo:

»La familia se acostumbró a esa oscuridad. Pasaron los años; entre los descendientes, unos fueron soldados, otros, diplomáticos; unos, gente de Iglesia, otros, banqueros; unos se enriquecieron, otros acabaron de arruinarse. Llego al último de la familia, aquel del que fui secretario, al conde de Spada. Muchas veces le oí quejarse de la desproporción de su fortuna con su rango, así que yo le había aconsejado que pusiera los pocos bienes que le quedaban en rentas vitalicias; siguió el consejo y pudo duplicar sus rentas.

»El famoso breviario se había quedado en la familia, y era el conde de Spada quien lo tenía: lo habían conservado de padres a hijos, pues la extraña cláusula del único testamento que se encontró hacía de él una verdadera reliquia guardada con una supersticiosa veneración por la familia; era un libro que llevaba grabadas las más hermosas estampas góticas, y tan recargado de oro que un criado lo llevaba siempre delante del cardenal en los días de grandes solemnidades.

»En vista de los papeles de todas clases, títulos, contratos, pergaminos, que se guardaban en los archivos de la familia, que venían todos del cardenal envenenado, me puse a mi vez, como los veinte servidores, los veinte intendentes, los veinte secretarios que me habían precedido, me puse a compulsar los formidables legajos; a pesar de la actividad y de la fe de mis investigaciones, no encontré absolutamente nada. Sin embargo, yo había leído, e incluso escrito, una historia exacta y seguida casi día a día de la familia de los Borgia, con el único fin de asegurarme si sobrevino a estos príncipes un aumento de fortuna a la muerte de mi cardenal Cesar Spada, y sólo encontré la suma de los bienes del cardenal Rospigliosi, su compañero de infortunio.

»Estaba, pues, casi seguro de que la herencia no había beneficiado ni a los Borgia ni a la familia Spada, sino que había quedado sin dueño, como esos tesoros de los cuentos árabes que duermen en el seno de la tierra bajo la mirada de un genio. Investigué, conté, sopesé miles de veces las rentas y los gastos de la familia desde hacía trescientos años: todo fue inútil, me quedé en la ignorancia, y el conde de Spada, en su miseria.

»Mi patrón murió. De su renta vitalicia había exceptuado sus papeles de familia, su biblioteca compuesta de cinco mil volúmenes y su famoso breviario. Me legó todo eso, con mil escudos romanos que poseía en dinero contante, a condición de que le dedicara unas misas de aniversario y que hiciera un árbol genealógico y una historia de su casa, lo que llevé a cabo con gran exactitud…

»Tranquilícese, mi querido Edmond, nos acercamos al final.

»En 1807, un mes antes de mi detención y quince días después de la muerte del conde de Spada, el 25 del mes de diciembre —comprenderá enseguida por qué la memorable fecha ha quedado imborrable en mi recuerdo— releía por milésima vez esos papeles que yo coordinaba, pues, al pertenecer el palacio a otro dueño, yo iba a dejar Roma para establecerme en Florencia, llevándome unos doce mil libros que poseía, mi biblioteca y mi famoso breviario, cuando, cansado de ese estudio tan asiduo, e indispuesto por una comida demasiado pesada, dejé caer la cabeza sobre la mesa y me quedé dormido: eran las tres de la tarde.

»Me desperté cuando el reloj de péndulo daba las seis.

»Levanté la cabeza y me encontré en la más absoluta oscuridad. Llamé para que me trajeran alguna luz, nadie acudió; resolví entonces buscarla yo mismo. Era, por otra parte, una costumbre de filósofo que necesitaría adquirir. Tomé en una mano una vela ya preparada, y con la otra busqué un papel, al comprobar que la caja no tenía cerillas, para encenderlo con los restos de la llama que quedaba en la chimenea; pero, temiendo coger un papel valioso en lugar de uno que no sirviera para nada, dudé un poco, cuando recordé haber visto en el famoso breviario un papel viejo, amarillento por arriba, y que parecía que había servido de marcapáginas, y que había permanecido a lo largo de los siglos en el mismo sitio, por la veneración de los herederos. Busqué, a tientas, esa hoja inservible y la encontré, la retorcí, la acerqué a la mortecina llama, y la encendí.

»Pero, bajo mis dedos, como por arte de magia, a medida que el fuego subía, vi unas letras amarillentas que salían del papel blanco y se fijaban en la hoja; entonces, me asusté: estrujé el papel entre las manos, apagué el fuego, encendí directamente la vela en la chimenea, volví a abrir con indecible emoción la carta arrugada, y reconocí que una misteriosa tinta simpática había trazado esas letras, aparentemente sólo al contacto con el calor. Un poco más de un tercio del papel se había consumido con la llama: es ese papel que leyó esta mañana; vuelva a leerlo, Dantès; después, cuando lo haya releído, le completaré las frases interrumpidas y el sentido completo.

Y Faria, en silencio, entregó el papel a Dantès, quien, esta vez, volvió a leer con avidez las palabras siguientes trazadas con una tinta roja, como de herrumbre:

Este día 25 de abril de 1498, ha

Alejandro VI, y temiendo que no

quiera además heredar de mí, y reser

y Bentivoglio, muertos envenenados,

mi heredero universal, que he es

por haberlo visitado conmigo, es decir en

isla de Montecristo, todo lo que pos

rías, diamantes, joyas; tesoro cuya exis

que puede ascender más o menos a dos mil

encontrará levantando la vigésima pie

cala del este en línea recta. Dos aber

en esas grutas: el tesoro está en la parte más a

el cual tesoro le lego y le cedo en to

único heredero.

25 de abril de 1498

—Ahora —repuso el abate—, lea este otro papel.

Y mostró a Dantès una segunda hoja con otros fragmentos de líneas.

Dantès lo cogió y leyó:

biendo sido invitado a cenar por Su Santidad

contento con haberme hecho pagar el capelo cardenalicio,

varme la misma suerte de los cardenales Crapara

declaro a mi sobrino Guido Spada,

condido en un lugar que él conoce

las grutas de la pequeña

eía en lingotes, en oro-moneda, pedre-

tencia yo conozco, que

lones de escudos romanos, y que

dra a partir de la pequeña

turas han sido practicadas

lejada de la segunda,

tal propiedad, como a mi

ARSPADA

Faria le seguía ardientemente con la mirada.

—Y ahora —dijo, cuando vio que Dantès había llegado a la última línea— junte los dos fragmentos y juzgue usted mismo.

Dantès obedeció; los dos fragmentos juntos formaban el conjunto siguiente:

Este día 25 de abril de 1498, ha…biendo sido invitado a cenar por Su Santidad Alejandro VI, y temiendo que no… contento con haberme hecho pagar el capelo cardenalicio, quiera además heredar de mí, y reser…varme la misma suerte de los cardenales Crapara y Bentivoglio, muertos envenenados, … declaro a mi sobrino Guido Spada, mi heredero universal, que he es…condido en un lugar que él conoce por haberlo visitado conmigo, es decir en… las grutas de la pequeña isla de Montecristo, todo lo que pos…eía en lingotes, en oro-moneda, pedrerías, diamantes, joyas; tesoro… cuya existencia yo conozco, que puede ascender más o menos a dos mil…lones de escudos romanos, y que encontrará levantando la vigésima pie…dra a partir de la pequeña cala del este en línea recta. Dos aber…turas han sido practicadas en esas grutas: el tesoro está en la parte más a…lejada de la segunda, el cual tesoro le lego y le cedo en to…tal propiedad, como a mi único heredero.

25 de abril de 1498

CES…ARSPADA

—Y bien, ¿comprende ahora?

—¿Era la declaración del cardenal Spada y el testamento que buscaban desde hacía tanto tiempo? —dijo Edmond todavía incrédulo.

—¡Oh! Sí, mil veces sí.

—¿Quién lo ha reconstruido así?

—Yo, que con la ayuda del fragmento que quedaba adiviné el resto, midiendo la longitud de las líneas con las del papel y descubriendo el sentido de lo quemado a través del sentido visible, como uno se guía en un subterráneo con un residuo de luz que viene de arriba.

—¿Y qué hizo usted cuando creyó tener esa convicción?

—Quise marchar, y de hecho me fui en el mismo instante, llevando conmigo el comienzo de mi gran obra sobre la unidad del reino de Italia; pero desde hacía tiempo la policía imperial, que en ese momento, al contrario de lo que después quiso Napoleón, cuando le nació el hijo, en ese momento, digo, quería la división de las provincias, había puesto los ojos sobre mí: mi precipitada marcha, cuya causa sin embargo estaba bien lejos de adivinar, despertó sus sospechas y en el momento en el que me embarcaba en Piombino, fui detenido.

»Ahora —continuó Faria mirando a Dantès con una expresión casi paternal—, ahora, amigo mío, usted sabe tanto como yo: si alguna vez huimos juntos, la mitad de mi tesoro es suyo; si muero aquí, y usted consigue huir, ese tesoro le pertenece en su totalidad.

—Pero —preguntó Dantès dudando—, ese tesoro, ¿es que no queda algún dueño más legítimo que nosotros?

—No, no, tranquilícese, la familia se ha extinguido completamente; además, el último conde de Spada me declaró su heredero; al legarme el simbólico breviario, me legó todo lo que contenía; no, no, tranquilícese: si conseguimos esa fortuna, podremos disfrutarla sin remordimientos.

—Y dice usted que ese tesoro consiste en…

—Dos millones de escudos romanos, unos trece millones en nuestra moneda.

—¡Imposible! —dijo Dantès espantado por la enormidad de la suma.

—¡Imposible! ¿Por qué? —repuso el anciano—. La familia Spada era una de las más antiguas y de las más poderosas familias del siglo XV. Además, en aquellos tiempos, en los que cualquier especulación y cualquier industria eran inexistentes, esos tesoros en oro y en joyas no eran raros, todavía hoy hay familias romanas que mueren de hambre junto a un millón en diamantes y en piedras preciosas transmitidas por mayorazgo y a las que no pueden acceder.

Edmond creía soñar: flotaba entre la incredulidad y la alegría.

—He guardado tanto tiempo este secreto ante usted, primero para probarle —continuó Faria—, después para sorprenderle; si nos hubiesemos evadido antes de mi ataque de catalepsia, yo mismo le llevaría a Montecristo; ahora —añadió con un suspiro—, es usted quien me llevará. Y bien, Dantès, ¿no me da las gracias?

—Ese tesoro le pertenece a usted, amigo mío —dijo Dantès—, le pertenece por entero a usted, yo no tengo ningún derecho; no soy ni siquiera su pariente.

—¡Usted es mi hijo, Dantès! —exclamó el anciano—. Usted es el hijo de mi cautiverio; mi estado me condenaba al celibato: Dios me lo ha enviado para consolar al hombre, que no podía ser padre, y a la vez al prisionero, que no podía ser libre.

Y Faria tendió el brazo que le quedaba al joven que se le echó al cuello llorando.