Capítulo XLIV
La vendetta
—¿Desde dónde quiere usted, señor conde, que empiece a contarle las cosas? —preguntó Bertuccio.
—Pues desde donde usted quiera —dijo Montecristo—, puesto que yo no sé absolutamente nada.
—Pues yo creía que el abate Busoni le había dicho a Su Excelencia…
—Sí, algunos detalles, sin duda, pero han pasado ya siete u ocho años desde aquello, y lo he olvidado.
—Entonces, puedo, sin temor a aburrir a Su Excelencia…
—Adelante, señor Bertuccio, adelante, en vez de leer esta noche el periódico…
—El asunto se remonta a 1815.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Montecristo—. Eso no es ayer, 1815.
—No, señor, y, sin embargo, tengo presentes en la memoria los más mínimos detalles, como si hoy sólo fuera el día siguiente. Yo tenía un hermano, un hermano mayor, que estaba al servicio del emperador. Había llegado a ser teniente en un regimiento compuesto sólo de corsos. Este hermano era, además, mi único amigo; nos quedamos huérfanos cuando yo tenía cinco años y él, dieciocho; me crió como si fuese su hijo. Se había casado en 1814, bajo los Borbones; el emperador volvió de la isla de Elba, mi hermano retomó entonces el servicio, y herido leve en Waterloo, se retiró con el ejército al sur del Loira.
—Pero me está usted contando la historia de los Cien Días, señor Bertuccio —dijo el conde—, y esa historia ya está contada, si no me equivoco.
—Disculpe, Excelencia, pero estos primeros detalles son necesarios, y usted me prometió tener paciencia.
—¡Vale!, ¡vale! Mantengo mi palabra.
—Un día, recibimos una carta; tengo que decirle que vivíamos en el pequeño pueblo de Rogliano, en la punta del Cabo Corso: la carta era de mi hermano; nos decía que habían licenciado a su regimiento y que volvía a casa por Châteauroux, Clermont-Ferrand, Le Puy y Nîmes, y que si teníamos algún dinero me rogaba que lo tuviera preparado en Nîmes, en casa de un posadero al que conocíamos y con el que teníamos algunos tratos.
—Tratos de contrabando —repuso Montecristo.
—¡Eh! ¡Dios mío! Señor conde, de algo hay que vivir.
—Ciertamente; continúe.
—Yo quería mucho a mi hermano, ya se lo he dicho, Excelencia; así que decidí no enviarle el dinero, sino ir a llevárselo yo mismo. Yo tenía unos mil francos, dejé quinientos a Assunta, mi cuñada; cogí los otros quinientos, y me puse en marcha camino de Nîmes. Era cosa fácil, yo tenía una barca, un cargamento que tenía que hacer en el mar; todo era favorable a mi proyecto. Pero, una vez que hice el cargamento, el viento se puso en contra, de manera que estuvimos cuatro o cinco días sin poder entrar en el Ródano. Finalmente lo conseguimos; subimos hasta Arlés; yo dejé la barca entre Bellegarde y Beaucaire, y me encaminé hacia Nîmes.
—Bueno, ya llegamos, ¿no?
—Sí, señor; excúseme, pero, como verá Su Excelencia, yo sólo le cuento lo que es absolutamente necesario. Ahora bien, era el momento en el que sucedieron las famosas masacres en todo el Mediodía. Había dos o tres bandidos, que se llamaban Trestaillon, Truphemy y Graffan, que degollaban en las calles a cualquier sospechoso de bonapartismo. Sin duda, el señor conde oyó hablar de esos asesinatos.
—Vagamente, yo estaba muy lejos de Francia, en esa época. Continúe.
—Al llegar a Nimes, literalmente caminábamos sobre ríos de sangre; había cadáveres a cada paso: los asesinos, organizados en bandas, mataban, saqueaban y quemaban.
»Al ver esa carnicería me estremecí, no por mí, yo, un sencillo pescador corso, yo no tenía gran cosa que temer; al contrario, aquellos tiempos eran buenos tiempos para nosotros, los contrabandistas; pero para mi hermano, mi hermano soldado del imperio, que volvía con el ejército del Loira con su uniforme y sus galones, y que por tanto tenía todo que temer.
»Corrí a casa del posadero. Mis presentimientos no me habían engañado; mi hermano había llegado la víspera a Nîmes y, en la misma puerta de la casa donde venía a pedir cobijo, fue asesinado.
»Hice todo lo que pude para descubrir a los asesinos; pero nadie se atrevió a darme sus nombres, de tan temidos como eran. Pensé entonces en esa justicia francesa, de la que tanto me habían hablado, que no teme nada, y me presenté ante el fiscal del rey.
—¿Y ese fiscal se llamaba Villefort? —preguntó negligentemente Montecristo.
—Sí, Excelencia; Villefort venía de Marsella, donde había sido fiscal sustituto. Su celo le había valido el ascenso. Era uno de los primeros —se decía— que anunciara al gobierno el desembarco de la isla de Elba.
—Así pues —repuso Montecristo—, que se presentó usted ante él.
—“Señor”, le dije, “mi hermano ha sido asesinado ayer en las calles de Nimes, no sé quién ha sido su asesino, pero es la misión de usted descubrirlo. Aquí es usted el jefe de la justicia encargada de vengar a quienes la justicia no supo defender”.
»“¿Y qué era su hermano?”, me preguntó el fiscal del rey.
»“Teniente en el batallón corso.”
»“¿Un soldado del usurpador, entonces?”
»“Un soldado de los ejércitos franceses.”
»“Pues bien, se sirvió de la espada y murió por la espada.”
»“No, se equivoca usted, señor; ha muerto apuñalado.”
»“¿Y qué quiere usted que yo haga?”, respondió el magistrado.
»“Pues ya se lo he dicho: quiero que usted le vengue.”
»“¿Y de quién?”
»“De sus asesinos.”
»“¿Acaso yo les conozco?”
»“Ordene que los busquen.”
»“¿Para qué? Su hermano habrá entrado en alguna pelea y se habrá batido en duelo. Todos esos antiguos soldados cometen excesos de los que salían bien parados bajo el imperio, pero que no les resultan tan favorables ahora; ahora bien, a nuestra gente del Mediodía no le gustan ni los soldados ni los excesos.”
»“Señor”, repuse yo, “yo no se lo pido por mí. Yo, lloraré o me vengaré, eso es todo; pero mi pobre hermano tenía esposa. Si a mí también me sucediera alguna desgracia, esta pobre criatura moriría de hambre, pues sólo vivía del trabajo de mi hermano. Consiga para ella alguna pequeña pensión del gobierno”.
»“Cada revolución tiene sus catástrofes”, respondió el señor de Villefort; “su hermano ha sido víctima de esta, es una desgracia, y el gobierno no debe nada a su familia por eso. Si fuéramos a juzgar todas las venganzas que los partidarios del usurpador han ejercido contra los partidarios del rey, cuando a su vez aquellos disponían del poder, su hermano sería tal vez, hoy, condenado a muerte. Lo que ha sucedido es algo natural, pues es la ley de las represalias”.
»“¡Pero, cómo, señor!”, exclamé. “¡Cómo es posible que me hable así usted, un magistrado!…”
»“Todos esos corsos están locos, ¡palabra de honor!”, respondió el señor de Villefort, “y se creen todavía que su compatriota sigue siendo el emperador. Se equivoca usted de tiempo, querido amigo; tenía que haber venido a decirme eso hace un par de meses. Hoy es demasiado tarde; váyase, pues, y si usted no se va, llamaré a alguien para que le saque de aquí”.
»Yo le miré un instante para ver si tendría algo que esperar con una nueva súplica. Ese hombre era de piedra. Me acerqué a él:
»“Y bien”, le dije a media voz, “puesto que usted conoce a los corsos, debe saber cómo mantienen su palabra. A usted le parece que han hecho bien matando a mi hermano que era bonapartista, porque usted es monárquico; pues bien, yo, que también soy bonapartista, le digo una cosa: que yo le mataré a usted. A partir de este momento le declaro la vendetta; así que, mucho ojo y cuídese lo mejor que pueda, pues la próxima vez que nos veamos cara a cara, habrá llegado su última hora”.
»Y después de esto, sin dejarle que saliera de su sorpresa, abrí la puerta y me fui.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Montecristo—. ¡Con esa cara de buena persona, usted se atreve a hacer esas cosas, señor Bertuccio, y además a un fiscal del reino! ¡Quite por Dios! ¿Y él sabía al menos lo que quería decir la palabra vendetta?
—Lo sabía tan bien que a partir de ese momento ya no salió solo y se encerró en su casa, dando órdenes para que me buscaran. Menos mal que yo estaba tan a cubierto que no pudo encontrarme. Entonces le entró miedo; temblaba si se quedaba más tiempo en Nîmes; solicitó el traslado de residencia, y como, en efecto, era un hombre influyente, fue nombrado fiscal en Versalles; pero, ya sabe usted, no hay distancias para un corso que ha jurado vengarse de su enemigo, y su coche, por muy bien provisto que estuviera, no aguantó ni una media jornada de adelanto sobre mí, que, sin embargo, le seguía a pie.
»Lo importante no era matarle, cien veces tuve la ocasión de hacerlo; pero había que matarle sin ser descubierto y, sobre todo, sin ser arrestado. Además, ya no se trataba sólo de mí; tenía que proteger y alimentar a mi cuñada. Durante tres meses espié al señor de Villefort; durante tres meses no dio un solo paso, no hizo ni una sola gestión, ni un solo paseo, sin que mi mirada no le siguiese por todas partes. Finalmente descubrí que venía misteriosamene a Auteuil: le seguí y le vi entrar en esta casa en la que estamos ahora; sólo que, en lugar de entrar como todo el mundo por la puerta principal que da a la calle, venía, ya fuera a caballo o en coche, dejaba caballo o coche en la posada, y entraba por esa puertecilla que ve ahí.
Montecristo hizo un gesto con la cabeza que probaba que, en medio de la oscuridad, distinguía perfectamente la entrada indicada por Bertuccio.
—Yo ya no necesitaba quedarme en Versalles, fijé mi residencia en Auteuil y me informé. Si quería cogerle, era evidentemente aquí donde tendría que ponerle una trampa.
»La casa pertenecía, como el conserje dijo a Su Excelencia, al señor de Saint-Méran, suegro de Villefort. El señor de Saint-Méran vivía en Marsella; en consecuencia, esta casa de campo le era innecesaria; además, se decía que acababa de alquilarla a una joven viuda a quien sólo se la conocía como la señora baronesa.
»En efecto, una noche, mirando por encima del muro, vi a una mujer joven y bella que paseaba sola por el jardín, ajena a cualquier extraño; ella miraba una y otra vez por la parte del jardín donde está la puertecilla, y comprendí que aquella noche esperaba al señor de Villefort. Cuando estuvo tan cerca de mí como para que, a pesar de la oscuridad, yo pudiese distinguir sus rasgos, vi que se trataba de una hermosa mujer joven, de dieciocho o diecinueve años, alta y rubia. Como estaba con un sencillo peinador y nada apretaba su cintura, pude observar que estaba encinta y que su embarazo parecía muy avanzado.
»Algunos momentos después la puertecilla se abrió; entró un hombre; la joven corrió lo más deprisa que pudo a su encuentro; se echaron uno en brazos del otro, se abrazaron y besaron tiernamente y volvieron juntos a la casa.
»Ese hombre era el señor de Villefort. Juzgué que al salir, sobre todo si salía durante la noche, debía atravesar solo todo el jardín.
—¿Y supo usted después el nombre de esa mujer? —preguntó el conde.
—No, Excelencia —repondió Bertuccio—; va usted a ver que no tuve tiempo de saberlo.
—Continúe.
—Aquella noche —repuso Bertuccio—, hubiera podido tal vez matar al fiscal del rey; pero yo no conocía bien el jardín en todos sus detalles. Temí no matarlo del primer golpe, y si alguien acudía a sus gritos, yo no podría huir. Así que remití el asunto para el próximo encuentro y, para que no se me escapase nada, alquilé una pequeña habitación que daba a la calle por donde discurrría el muro del jardín.
»Tres días después, hacia la siete de la tarde, vi salir de la casa a un criado a caballo que tomó al galope el camino que lleva a la carretera de Sèvres; presumí que iba a Versalles. No me engañaba. Tres horas después, el hombre volvió todo cubierto de polvo; su recado estaba cumplido.
»Diez minutos después, otro hombre a pie, envuelto en una capa, abrió la portezuela del jardín que cerró tras él.
»Yo bajé rápidamente. Aunque no hubiese visto el rostro de Villefort, le reconocí por los latidos de mi corazón: crucé la calle, alcancé un mojón colocado en una esquina del muro en el que me había subido la primera vez para ver el jardín.
»Esta vez no me conformé con mirar, saqué la navaja del bolso, me aseguré de que la punta estuviese bien afilada y salté el muro.
»Mi primer cuidado fue ir a la puerta; Villefort había dejado la llave por dentro, con la simple precaución de cerrar con doble vuelta.
»Nada impedía mi huida por ese lado. Me puse a estudiar el lugar. El jardín formaba un largo rectángulo, un parterre de fino césped inglés se extendía por el centro, en las esquinas de ese parterre había masas espesas de árboles y vegetación, todo entremezclado con flores de otoño.
»Para ir de la casa a la puertecilla o viceversa, ya sea para entrar o para salir, el señor de Villefort estaba obligado a pasar junto a una de esas masas de vegetación.
»Era el final de septiembre; el viento soplaba, soplaba con fuerza; una escasa luna pálida, velada a cada instante por gruesas nubes que se deslizaban rápidamente por el cielo, alumbraba la arena de los senderos que llevaban a la casa, pero no podía traspasar la oscuridad de las masas arbóreas en las que un hombre podía permanecer oculto sin temor a ser visto.
»Me oculté lo más cerca posible a la zona de paso de Villefort; apenas me vi allí, en medio de las ráfagas de viento que arqueaban los árboles por encima de mi cabeza, cuando creí distinguir unos gemidos. Pero usted sabe, o más bien no lo sabe, señor conde, que quien espera el momento de cometer un asesinato cree siempre oír gritos sordos en el aire. Pasaron dos horas, durante las cuales, en varias ocasiones, creí oír los mismos gemidos. Dieron las doce.
»Cuando aún la última campanada resonaba lúgubre y vibrante, vi un resplandor que iluminaba las ventanas de la escalera oculta por la que hemos bajado ahora.
»La puerta se abrió, y el hombre de la capa reapareció. Era el momento terrible; pero me había preparado desde hacía tanto tiempo para ese momento que nada en mí flaqueaba: saqué la navaja, la abrí y me mantuve preparado.
»El hombre de la capa vino derecho hacia mí; pero a medida que avanzaba en la zona descubierta, creía observar que tenía un arma en la mano derecha: tuve miedo, no de la pelea, sino del posible fracaso. Cuando estuvo solamente a unos pasos de mí, reconocí que lo que había tomado como un arma no era más que una pala.
»Aún no había adivinado por qué el señor de Villefort tenía una pala en la mano, cuando se detuvo en la linde de la masa boscosa, miró por todo alrededor y se puso a cavar un hoyo en el suelo. Fue entonces cuando vi que llevaba envuelto en la capa algo que había dejado en el suelo para tener libertad de movimientos.
»Entonces, lo confieso, un poco de curiosidad se mezcló con el odio: quise saber qué había venido a hacer en el jardín Villefort; me quedé inmóvil, sin aliento, y esperé.
»Después, se me ocurrió una idea, que se confirmó al ver al fiscal sacar de su capa un pequeño cofre de dos pies de largo por seis u ocho pulgadas de ancho.
»Le dejé colocar el cofre en el hoyo y echar tierra por encima; después, sobre la tierra removida, pisoteó una y otra vez para borrar las huellas de su obra nocturna. Me lancé entonces sobre él y le clavé la navaja en el pecho diciéndole:
»“¡Soy Giovanni Bertuccio! Tu muerte, para mi hermano; tu tesoro, para su viuda: ya ves que mi venganza es más completa de lo que me esperaba.”
»No sé si oyó esas palabras, no lo creo, pues cayó sin dar ni un solo grito; sentí los borbotones de su sangre saltar ardientes en mis manos y en mi cara; pero me sentía ebrio, en delirio; esa sangre me refrescaba en lugar de quemarme. En un segundo, desenterré el cofre con la ayuda de la pala; después, para que no vieran que me lo había llevado, rellené de nuevo el agujero, tiré la pala por encima del muro, me lancé hacia la puerta, que volví a cerrar con doble vuelta por fuera, llevándome la llave.
—¡Bueno! —dijo Montecristo—. Por lo que veo fue un pequeño asesinato de nada, seguido de un robo.
—No, Excelencia —respondió Bertuccio—, era una venganza seguida de una restitución.
—¿Y era una buena suma, al menos?
—No se trataba de dinero.
—¡Ah! Sí, ya recuerdo —dijo Montecristo—, ¿no habló usted de un bebé?
—Justamente, Excelencia. Corrí hasta el río, me senté en un talud y, curioso por saber qué contenía el cofre, hice saltar la cerradura con la navaja.
»En unas mantillas de fina batista estaba envuelta una criatura que acababa de nacer; su carita de púrpura, sus manitas violetas indicaban que había debido sucumbir a una asfixia causada por ligamentos naturales enrollados alrededor del cuello; sin embargo, como aún no estaba frío, dudé en tirarlo o no al agua que corría bajo mis pies. En efecto, al cabo de un instante, creí sentir un leve latido en la zona del corazón; le liberé del cordón que le envolvía y, como yo había sido enfermero en el hospital de Bastia, hice lo que hubiera hecho un médico en iguales circunstancias; es decir, que le insuflé ardientemente aire en los pulmones, y al cabo de un cuarto de hora de inauditos esfuerzos le vi respirar y oí un grito que escapó de sus pulmones.
»Yo también grité, a mi vez, pero fue un grito de alegría. “Así que Dios no me maldice”, me dije, “puesto que me permite devolver la vida a una criatura humana a cambio de la otra vida que he arrebatado”.
—¿Y qué hizo usted entonces con el niño? —preguntó Montecristo—. Era un bulto demasiado comprometedor para un hombre que necesitaba huir.
—Por eso no se me ocurrió la idea de quedarme con él. Pero yo sabía que había en París un hospicio en el que reciben a las pobres criaturas. Al pasar la barrera declaré que había encontrado al niño en el camino y me informé sobre el hospicio. El cofre que llevaba era la prueba; las mantillas de batista indicaban que la criatura pertenecía a padres ricos; la sangre de la que yo estaba cubierto podía ser del niño o de cualquier otro individuo. No me pusieron ninguna objeción; me indicaron la dirección del hospicio que estaba situado al final de la calle del Enfer y, después de haber tenido la precaución de cortar en dos las mantillas, de manera que una de las dos letras con las que estaban marcadas siguiese envolviendo al niño, dejé mi envoltorio en el torno, llamé y huí a toda prisa. Quince días después, yo estaba de vuelta en Rogliano, y dije a Assunta:
»“Consuélate, hermana, Israel ha muerto, pero yo le he vengado.”
»Entonces, me pidió la explicación de esas palabras, y le conté todo lo que había pasado.
»“Giovanni”, me dijo Assunta, “tendrías que haber traído a ese niño, nosotros hubiesemos hecho las veces de los padres que ha perdido, le hubiesemos llamado Benedetto, y en favor de esa buena acción Dios nos hubiese bendecido efectivamente”.
»Por toda respuesta le di el trozo de las mantillas que yo había guardado, a fin de reclamar el niño cuando fuesemos ricos.
—¿Y cuáles eran las letras que llevaban las mantillas? —preguntó Montecristo.
—Llevaban una H y una N coronadas por un tortillo de barón.
—Creo, ¡Dios me perdone!, ¡que utiliza usted términos de blasones, señor Bertuccio! ¿Dónde diablos ha hecho usted estudios heráldicos?
—En su servicio, señor conde, donde se aprenden tantas cosas.
—Continúe, tengo curiosidad por saber dos cosas.
—¿Qué cosas, monseñor?
—Primero, qué ha sido de ese muchachito; ¿no me dijo usted que era niño, señor Bertuccio?
—No, Excelencia; no recuerdo haber especificado eso.
—¡Ah! Yo creía haber oído… me habré equivocado.
—No, usted no se ha equivocado, pues, efectivamente, era niño; pero su Excelencia deseaba saber dos cosas: ¿cuál era la segunda?
—La segunda era el crimen del que usted fue acusado cuando pidió un confesor y el abate Busoni acudió tras su petición a la cárcel de Nimes.
—Quizá ese relato sea muy largo, Excelencia.
—No importa. Apenas son las diez, usted sabe que yo no duermo, y que usted, por su parte, no tendrá muchas ganas de dormir.
Bertuccio se inclinó y retomó su narración.
—Mitad por echar fuera los recuerdos que me asaltaban, mitad para satisfacer las necesidades de la pobre viuda, me dediqué con ardor al oficio de contrabandista, que fue cada vez más fácil por el relajamiento de las leyes que sigue siempre a las revoluciones. Las costas del Mediodía, sobre todo, estaban muy mal vigiladas, a causa de las eternas revueltas que tenían lugar, ya fuera en Aviñón, ya en Nimes, ya en Uzès. Nos aprovechamos de esa especie de tregua que el gobierno concedió para entablar relaciones con todo el litoral. Desde el asesinato de mi hermano en las calles de Nimes, yo no había querido volver a esa ciudad. Resultó que el posadero con el que hacíamos negocios, viendo que ya no queríamos acudir a él, vino él a nosotros, y creó una sucursal de su posada en la carretera de Bellegarde a Beaucaire, con el nombre de Pont du Gard. Así teníamos, ya fuera por la parte de Aigues-Mortes, o por la parte de Martigues, o por el Bouc, una docena de establecimientos donde dejábamos las mercancías, y donde, si era necesario, encontrábamos refugio contra los aduaneros y los gendarmes. Este oficio de contrabandista reporta mucho cuando se aplica en él una cierta inteligencia, secundada con cierto vigor. En cuanto a mí, yo vivía en las montañas teniendo ahora una doble razón para temer a los aduaneros y a los gendarmes, dado que cualquier comparecencia ante los jueces podía conducir a una investigación, y dado que toda investigación es siempre una incursión en el pasado, y que en mi pasado podrían encontrar ahora algo más grave que cigarros de contrabando o barriles de aguardiente circulando sin el sello del gobierno. Además, prefiriendo mil veces la muerte a un arresto, llevé a cabo cosas sorprendentes y que más de una vez me probaron que el exceso de cuidado que damos a nuestro cuerpo es casi el único escollo para triunfar en nuestros proyectos, proyectos que necesitan una decisión rápida y una ejecución vigorosa y determinativa. En efecto, una vez que uno ha hecho el sacrificio de su propia vida, ya no es como el resto de los mortales, o más bien, el resto de los mortales no son nuestros iguales, y quienquiera que haya tomado esa resolución, siente al instante mismo desplegar todas sus fuerzas y agrandar sus horizontes.
—¡Vaya, señor Bertuccio! Filosofía a estas alturas —interrumpió el conde—; ¿así que usted ha hecho un poco de todo en esta vida?
—¡Oh! ¡Perdón, Excelencia!
—No, no, es que, filosofía a las diez y media de la noche, es un poco tarde. Pero no tengo ninguna otra observación que hacer a la suya, pues me parece exacta, lo que no se puede decir de todas las filosofías.
—Mis incursiones se hicieron cada vez más extensas y cada vez más fructíferas. Assunta era buena ama de casa y nuestra pequeña fortuna iba engordando. Un día, en el que yo partía para uno de esos viajes:
»“Ve”, dijo ella, “y cuando vuelvas tendrás una sorpresa”.
»Le pregunté, pero fue inútil, no quiso decirme nada más, y partí.
»La travesía duró cerca de seis semanas; habíamos ido a Lucca a cargar aceite, y a Livorno por algodón inglés; el desembarco se hizo sin ningún contratiempo, repartimos las ganancias y volvimos tan contentos.
»Al entrar en casa, lo primero que vi, en el lugar más aparente de la habitación de Assunta, en una cuna suntuosa, en relación con el resto del mobiliario, lo primero que vi, digo, fue a un niño de siete u ocho meses. Di un grito de alegría. Los únicos momentos de tristeza que sentí desde el asesinato del fiscal del rey me eran producidos por el abandono de ese niño. Ni que decir tiene que remordimiento por el asesinato mismo no tenía en absoluto.
»La pobre Assunta había adivinado todo: había aprovechado mi ausencia y provista del trozo de las mantillas, y habiendo escrito, para no olvidarlo, el día y la hora de la entrega del niño en el hospicio, se fue a París y lo reclamó ella misma. No le pusieron ninguna objeción y le entregaron al niño.
»¡Ah! Señor conde, confieso que al ver a la pobre criatura durmiendo en su cuna mi pecho se infló y las lágrimas brotaron de mis ojos.
»“De verdad, Assunta”, exclamé, “que eres una mujer muy digna y la Providencia te bendecirá”.
—Eso —dijo Montecristo—, es menos exacto que la filosofía de antes; es cierto que aquí se trata de la fe.
—¡Ay! Excelencia —repuso Bertuccio—, qué razón tiene usted; ese niño mismo fue el encargado de Dios para castigarme. Nunca naturaleza tan perversa se declaró tan prematuramente y, sin embargo, no podía decirse que fuera mal criado, pues mi hermana le trataba como al hijo de un príncipe. Era un muchacho de un rostro encantador, con unos ojos azul claro como esos tonos de porcelanas chinas que armonizan tan bien con la blancura lechosa del tono general; sólo sus cabellos, de un rubio demasiado vivo, daban a su cara un carácter extraño, que se duplicaba por su mirada tan viva y su sonrisa tan maliciosa. Desgraciadamente hay un proverbio que dice que los pelirrojos son o muy buenos o muy malos; el proverbio no se confundió con Benedetto, y desde su más tierna infancia se mostró absolutamente malvado. Es cierto que la dulzura de su madre estimuló sus primeras inclinaciones; el niño, para quien mi pobre hermana iba al mercado de la ciudad, situado a cuatro o cinco leguas de casa, para comprarle las primeras frutas y los dulces más refinados, prefería las castañas robadas al vecino saltando las tapias, en lugar de las naranjas de Palma y las conservas de Génova; o las manzanas secas del granero del vecino, cuando tenía a su disposición las castañas y las manzanas de nuestro jardín.
»Un día, Benedetto podía tener cinco o seis años, el vecino Basilio, que, según las costumbres de nuestro país, no cerraba ni su bolsa ni sus joyas, pues el señor conde sabe, tan bien como nadie, que en Córcega no hay ladrones, el vecino Basilio vino a quejarse a nosotros de que le había desaparecido un luis; creímos que había contado mal, pero él decía estar seguro. Aquel día Benedetto se había ido de casa desde por la mañana, y teníamos una gran inquietud, cuando por la tarde le vimos volver arrastrando a un mono que había encontrado, decía, encadenado al pie de un árbol.
»Desde hacía un mes la pasión del malvado niño, que ya no sabía qué imaginar, era la de tener un mono. Un titiritero que pasó por Rogliano y que tenía varios de esos animales, cuyas evoluciones le habían gustado mucho, sin duda fue quien le inspiró ese desgraciado capricho.
»“No hay monos en nuestros bosques”, le dije, “y menos aún monos encadenados; confiesa cómo has conseguido este”.
»Benedetto mantuvo su mentira y la acompañó con detalles que hacían honor más a su imaginación que a la verdad; me enfadé y él se echó a reír; le amenacé y dio dos pasos hacia atrás.
»“No puedes pegarme”, dijo, “no tienes derecho, tú no eres mi padre”.
»Nunca supimos quién le había revelado el fatal secreto que, sin embargo, nosotros le ocultamos siempre con gran cuidado; sea como fuere, esa respuesta, en la que el niño se descubría tal cual, casi me espantó, mi brazo levantado cayó efectivamente sin tocar al culpable; el niño salió ganando y esa victoria le dio tal audacia que, a partir de ese momento, todo el dinero de Assunta, cuyo amor hacia él crecía a medida que era menos merecedor del mismo, lo gastó en caprichos que ella no sabía combatir, en locuras que Assunta no tenía el valor de impedir. Mientras yo estaba en Rogliano, las cosas marchaban aún convenientemente; pero en cuanto me iba, era Benedetto quien se hacía el dueño de la casa, y todo iba mal. Con apenas once años, escogía a todos sus amigos de dieciocho o veinte años, los peores sujetos de Bastia y de Corte, y ya la justicia nos había advertido por algunas travesuras que merecían un nombre más serio.
»Yo estaba asustado; cualquier información podía tener consecuencias funestas; justamente tuve que alejarme de Córcega para una expedición importante. Reflexioné mucho y, con el presentimiento de evitar alguna desgracia, decidí llevarme a Benedetto conmigo. Yo esperaba que la vida ruda y activa del contrabandista y la disciplina severa del barco cambiarían ese carácter presto a corromperse, si no estaba ya espantosamente corrompido.
»Hablé, pues, aparte, con Benedetto y le propuse que viniera conmigo, rodeando esta propuesta con toda clase de promesas que pueden seducir a un niño de doce años.
»Me dejó que siguiera hasta el final y, cuando terminé, se echó a reír.
»“¿Está usted loco, tío?”, me llamaba así cuando estaba de buen humor. “¡Yo, cambiar la vida que llevo por la que lleva usted! ¡Mi buena y excelente pereza por el horrible trabajo que es el suyo! ¡Pasar la noche al frío y el día al calor! ¡Esconderse todo el tiempo y, si uno se asoma, recibir unos cuantos disparos, y todo para ganar un poco de dinero! Dinero, tengo el que quiero, madre Assunta me da todo lo que le pido. Ya ve que sería un imbécil si aceptara lo que me propone.”
»Yo estaba estupefacto ante tanta audacia y ante todo ese razonamiento. Benedetto volvió a jugar con sus amigos y le vi alejarse señalándome ante ellos como a un idiota.
—¡Vaya niño encantador! —murmuró Montecristo.
—¡Oh! Si hubiera sido mío —respondió Bertuccio—, si hubiera sido mi hijo, o al menos mi sobrino, le hubiese enderezado por el buen camino, pues la conciencia da fuerza. Pero la idea de que iba a pegar al hijo del hombre a quien yo mismo había matado hacía cualquier correctivo imposible. Di buenos consejos a mi cuñada que, en las discusiones, siempre se ponía de parte del desgraciado pequeño, y como ella me confesó varias veces que le habían faltado considerables sumas de dinero, le indiqué un lugar donde podría esconder nuestra pequeña fortuna. En cuanto a mí, mi resolución ya estaba tomada. Benedetto sabía perfectamente leer, escribir y contar, pues cuando por azar quería entregarse al estudio, aprendía en un día lo que los demás aprenden en una semana. Mi resolución, digo, estaba tomada: debía enviarlo como secretario en algún navío de larga travesía, y sin avisarle, que lo cogieran un buen día y lo llevaran a bordo; de esa manera, recomendándole al capitán, todo su futuro dependería de él. Determinado el plan, partí para Francia.
»Todas nuestras operaciones debían ejecutarse en esta ocasión en el golfo de León, y dichas operaciones se hacían cada vez más difíciles, pues estábamos en 1829. La tranquilidad se había restablecido perfectamente, y en consecuencia el servicio de costas se había hecho regular y más severo que nunca. Esa vigilancia se veía aumentada momentáneamente por la feria de Beaucaire, que acababa de abrirse.
»Los prolegómenos de la expedición se ejecutaron sin obstáculos. Amarramos la barca, que tenía un doble fondo donde escondíamos las mercancías de contrabando, en medio de una cantidad de barcos que bordeaban las dos orillas del Ródano, desde Beaucaire a Arlés. Una vez allí, comenzamos a descargar por la noche nuestras mercancías prohibidas, llevándolas a la ciudad por la intermediación de gente que estaba en relación con nosotros, o por posaderos en cuyas casas teníamos nuestros depósitos. Ya fuera porque el éxito nos había hecho imprudentes, o por la traición de alguien, una tarde, hacia las cinco, cuando nos disponíamos a merendar, nuestro pequeño grumete vino corriendo, todo asustado, diciendo que había visto una cuadrilla de aduaneros que se dirigía hacia nosotros. No era precisamente la cuadrilla de aduaneros lo que nos asustaba: constantemente, sobre todo en aquellos momentos, compañías enteras merodeaban por las orillas del Ródano. Esa cuadrilla tomaba precauciones de lo más infantiles para no ser vista; en un instante estábamos sobre aviso, pero era ya demasiado tarde; nuestra barca, objeto evidentemente de las pesquisas, estaba rodeada. Entre los aduaneros vi a algunos gendarmes; y tan tímido a la vista de estos, como valiente me mostraba ante cualquier otro cuerpo militar, bajé a la bodega y, deslizándome por una portilla, me dejé caer al río, después nadé entre dos aguas, respirando tras largos intervalos, tanto que alcancé sin ser visto un desagüe que acababan de abrir y que comunicaba el Ródano con el canal que va de Beaucaire a Aigues-Mortes. Una vez allí, estaba a salvo, pues, podía seguir sin ser visto por ese ramal. Alcancé, pues, el canal sin accidente alguno. No era por azar o sin premeditación por lo que seguí ese camino; ya hablé a Su Excelencia de un posadero de Nimes que se había establecido en una pequeña posada en la carretera de Bellegarde a Beaucaire.
—Sí —dijo Montecristo—, lo recuerdo perfectamente. Ese buen hombre era, si no me equivoco, su asociado.
—Eso es —respondió Bertuccio—; pero desde hacía siete u ocho años había cedido su establecimiento a un antiguo sastre de Marsella que, después de arruinarse con su negocio, quiso probar suerte en otro. Ni qué decir tiene que los pequeños arreglos que teníamos con el anterior fueron mantenidos con este; era, pues, a este hombre a quien contaba con pedir asilo.
—¿Y cómo se llamaba ese hombre? —preguntó el conde, que parecía empezar a retomar interés en el relato de Bertuccio.
—Se llamaba Gaspard Caderousse, estaba casado con una mujer del pueblo de La Carconte, y a quien no conocíamos por otro nombre sino por el de su pueblo. Era una pobre mujer aquejada de las fiebres de la marisma, que se iba muriendo de lasitud. En cuanto al hombre, era un robusto muchacho de cuarenta a cuarenta y cinco años, que más de una vez, en circunstancias difíciles, nos había dado prueba de presencia de ánimo y de valor.
—¿Y dice usted que todo eso ocurría —preguntó Montecristo— en torno al año…?
—1829, señor conde.
—¿En qué mes?
—En el mes de junio.
—¿Al principio o al final?
—Era el 3 de junio, al atardecer.
—¡Ah! —dijo Montecristo—. El 3 de junio de 1829… Bien, continúe.
—Era, pues, Caderousse con quien yo contaba para pedir asilo; pero, como de costumbre, e incluso en circunstancias normales, no entrábamos por la puerta que da a la carretera, resolví continuar con ese hábito, salté la valla del huerto, me deslicé trepando a través de los raquíticos olivos y de las higueras silvestres y, ante el temor de que Caderousse tuviera algún viajero en la hostería, alcancé una especie de cuartucho, bajo el cual más de una vez había pasado la noche como en la mejor de las camas. Este habitáculo estaba debajo de la escalera, y sólo estaba separado de la sala común de la planta baja por un simple tabique de madera que habíamos construido adrede para que pudiesemos esperar y ver, a través de las tablas mal unidas, el momento oportuno para dar señales de vida. Si Caderousse estaba solo, yo esperaba advertirle de mi presencia, acabar la cena que yo había interrumpido por la presencia de los aduaneros, y aprovechar la tormenta que se preparaba para llegar a la orilla del Ródano y comprobar qué había sido de la barca y de sus moradores. Me oculté, pues, debajo de la escalera y más me valió, pues en ese instante Caderousse volvía a casa con un desconocido.
»Me quedé quieto y esperé, no con la intención de descubrir los secretos del patrón de la posada, sino porque no podía hacer otra cosa; además, ya había ocurrido lo mismo lo menos unas diez veces.
»El hombre que acompañaba a Caderousse no era, de toda evidencia, vecino del Mediodía francés; era uno de esos negociantes de feria que vienen a vender joyas a la feria de Beaucaire, y que a lo largo del mes que dura esa feria, a la que afluyen vendedores y compradores de todas las partes de Europa, hacen negocios por cien mil o por ciento cincuenta mil francos.
»Caderousse entró el primero. Después, al ver la sala vacía, como de costumbre, y vigilada solamente por su perro, llamó a su mujer.
»“¡Eh! La Carconte”, dijo, “ese buen sacerdote no nos engañaba: el diamante era bueno”.
»Se oyó una exclamación de alegría y casi enseguida el crujido de la escalera, bajo las pisadas lentas por la debilidad y la enfermedad.
»“¿Qué estás diciendo?”, preguntó la mujer, más pálida que una muerta.
»“Digo que el diamante era bueno y que aquí está uno de los primeros joyeros de París que está dispuesto a darnos cincuenta mil francos. Pero, para estar seguro de que el diamante es nuestro, como le he dicho, quiere que le cuentes de qué manera tan milagrosa llegó a nuestras manos. Mientras tanto, señor, siéntese, por favor, y como hace tanto calor voy a buscar algo para refrescarnos.”
»El joyero examinaba con atención el interior de la posada y la bien visible pobreza de quienes iban a venderle un diamante que parecía salir del joyero de un príncipe.
»“Cuénteme, señora”, dijo, queriendo, sin duda, aprovechar la ausencia del marido para que no hubiera ningún subterfugio de este que influyera en la mujer, y para ver si ambos relatos cuadraban el uno con el otro.
»“¡Eh, Dios mío!”, empezó la mujer, toda locuaz, “es una bendición del cielo que no podíamos esperar nunca. Imáginese, mi querido señor, que mi marido tenía amistad en 1814 ó 1815 con un marino llamado Edmond Dantès. Ese pobre muchacho a quien Caderousse había completamente olvidado, él no le había olvidado, y le dejó al morir el diamante que acaba usted de ver”.
»“¿Pero cómo se había hecho poseedor del diamante?”, preguntó el joyero. “¿Es que lo tenía antes de entrar en prisión?”
»“No, señor”, respondió la mujer; “pero en prisión, por lo que parece, trabó amistad con un inglés muy rico, y como en prisión su compañero de celda cayó enfermo y Dantès le cuidó como si fuera su hermano, el inglés, al salir de la carcel, dejó al pobre Dantès, quien, con menos suerte que él, murió en prisión, el diamante que a su vez nos legó al morir, y encargó al buen abate, que vino esta mañana, que nos lo entregara”.
»“Es lo mismo que dijo el marido”, murmuró el joyero; “a fin de cuentas, la historia puede ser cierta, por muy inverosímil que parezca a primera vista. Sólo queda algo en lo que no estamos de acuerdo, y es en el precio”.
»“¡Cómo que no estamos de acuerdo!”, dijo Caderousse; “yo creía que estaba de acuerdo en el precio que le dije”.
»“Es decir”, repuso el joyero, “que ofrezco cuarenta mil francos”.
»“¡Cuarenta mil!”, exclamó La Carconte; “por ese precio, no se lo vamos a dar. El abate nos dijo que valía cincuenta mil francos, y eso sin contar la montura”.
»“¿Y cómo se llamaba ese abate?”, preguntó el infatigable cuestionador.
»“Abate Busoni”, respondió la mujer.
»“¿Entonces era un extranjero?”
»“Era un italiano de los alrededores de Mantua, creo.”
»“Enséñeme ese diamante”, repuso el joyero, “quiero verlo por segunda vez; en ocasiones se juzga mal las piedras con sólo verlas una vez”.
»Caderousse sacó de su bolsillo un pequeño estuche de piel de zapa negra, lo abrió y se lo mostró al joyero. Al ver el diamante, del grosor de una avellana, lo recuerdo como si fuera ahora, los ojos de La Carconte echaban chispas de avaricia.
—¿Y qué pensaba usted de todo eso, señor que escucha tras de las puertas? —preguntó Montecristo—. ¿Se creía usted esa historia?
—Sí, Excelencia; yo no veía a Caderousse como a un mal hombre, y le creía incapaz de haber cometido ningún crimen, ni siquiera un robo.
—Eso honra más a su corazón que a su experiencia, señor Bertuccio. ¿Conoció usted al tal Edmond Dantès en cuestión?
—No, Excelencia, nunca había oído hablar de él hasta entonces, y nunca oí hablar de él después, salvo una vez, por el mismo abate Busoni, cuando le vi en las cárceles de Nimes.
—¡Bien! Continúe.
—El joyero cogió la sortija de manos de Caderousse, y sacó de su bolsa una pequeña pinza de acero y una balanza de cobre; después, separando los engarces de oro que retenían la piedra en la sortija, sacó el diamante de su cavidad y lo pesó minuciosamente en la balanza.
»“Iré hasta los cuarenta y cinco mil francos”, dijo, “pero ni un céntimo más; además, como es lo que vale el diamante, sólo me traje esa suma”.
»“¡Oh! Que por eso no quede”, dijo Caderousse, “yo volveré con usted a Beaucaire para buscar los cinco mil restantes”.
»“No”, dijo el joyero devolviendo aro y diamante a Caderousse; “no, no vale más que eso, y todavía me arrepiento de haberle ofrecido esa cantidad, dado que la piedra tiene un defecto que no había visto antes; pero no importa, mantengo mi palabra, dije cuarenta y cinco mil y no voy a desdecirme”.
»“Al menos ponga el diamante en la sortija”, dijo agriamente La Carconte.
»“De acuerdo”, dijo el joyero. Y volvió a colocar la piedra en el engaste.
»“Bueno, bueno, bueno”, dijo Caderousse guardándose el estuche en el bolso, “ya se lo venderemos a otro”.
»“Sí, pero cualquier otro no será tan fácil como yo; cualquier otro no se contentará con los datos que ustedes me han dado; no es natural que un hombre como usted posea un diamante de cincuenta mil francos; avisará a la justicia, tendrá que buscar al abate Busoni, y los abates que dan diamantes de dos mil luises son raros; la justicia comenzará por echarse encima, le enviarán a prisión, y si al final le declaran inocente, y le ponen en libertad después de tres o cuatro meses de cautiverio, la sortija se habrá extraviado en los archivos del tribunal, o le darán una piedra falsa que valdrá tres francos en lugar del diamante que vale cincuenta mil, cuarenta y cinco mil, tal vez, pues convendrá conmigo, buen hombre, que entraña ciertos riesgos comprarla.”
»Caderousse y su mujer se interrogaron con la mirada.
»“No”, dijo Caderousse, “no somos tan ricos como para despreciar cinco mil francos”.
»“Como quiera, mi querido amigo”, dijo el joyero, “como ven yo había traído moneda de la buena”.
»Y sacó de uno de sus bolsillos un puñado de oro que resplandeció ante los deslumbrados ojos del posadero, y del otro bolsillo, un fajo de billetes de banco.
»Un rudo combate se libraba visiblemente en el espíritu de Caderousse, era evidente que ese pequeño estuche de tafilete que tenía en la mano, dándole vueltas y más vueltas, no le parecía corresponder, como valor, a la ingente suma que le causaba fascinación. Se volvió hacia su mujer.
»“¿Tú qué dices?”, le preguntó en voz baja.
»“Dáselo, dáselo”, dijo ella; “¡si vuelve a Beaucaire sin el diamante, nos denunciará, y como él mismo dice, a saber si podemos echar el guante al abate Busoni!”.
»“Y bien, de acuerdo”, dijo Caderousse, “llévese el diamante por cuarenta y cinco mil francos; pero mi mujer quiere una cadena de oro, y yo un par de hebillas de plata”.
»El joyero sacó de la bolsa un estuche largo y plano que contenía varias muestras de los objetos solicitados.
»“Tenga”, dijo, “me gusta redondear en los tratos; escojan”.
»La mujer eligió una cadena de oro que podía valer unos cinco luises, y el marido un par de hebillas que podían costar unos quince francos.
»“Espero que no se quejen”, dijo el joyero.
»“El abate dijo que valía cincuenta mil francos”, murmuró Caderousse.
»“¡Vamos, vamos, traiga! ¡Qué hombre más terrible”, repuso el joyero quitándole de las manos el diamante, “le doy cuarenta y cinco mil francos, dos mil quinientas libras de renta, es decir, una fortuna como ya me gustaría tener a mí, y aún no está contento”.
»“Y los cuarenta y cinco mil francos”, preguntó Caderousse con voz ronca, “¿donde están?”.
»“Aquí los tiene”, dijo el joyero.
»Y contó sobre la mesa quince mil francos en oro y treinta mil en billetes de banco.
»“Espere que encienda la lámpara”, dijo La Carconte, “apenas se ve y podría equivocarse”.
»En efecto, había caído la noche durante la discusión, y con la noche, la tormenta que amenazaba desde hacía media hora. Se oían sordamente los truenos en la lejanía; pero ni el joyero, ni Caderousse, ni La Carconte parecían darse cuenta, poseídos como estaban los tres por el demonio de la avaricia. Yo mismo sentía una extraña fascinación al ver todo ese oro y todos esos billetes. Me parecía estar soñando y, como ocurre en los sueños, me sentía encadenado y sin movimiento.
»Caderousse contó y recontó el oro y los billetes, después, se los pasó a su mujer, que volvió a contarlos y recontarlos.
»Mientras tanto, el joyero hacía rebrillar el diamante bajo la luz de la lámpara, y el diamante lanzaba relámpagos que le hacían olvidar los que, precursores de la tormenta, comenzaban a iluminar las ventanas.
»“Y bien, ¿ya han hecho el recuento?”, preguntó el joyero.
»“Sí”, dijo Caderousse; “dame la cartera y busca una saca, Carconte”.
»La Carconte fue a un armario y volvió trayendo una vieja cartera de cuero, de la que sacó algunas cartas grasientas y en cuyo lugar colocó los billetes, y una saca en la que había dos o tres escudos de seis libras, que componían, probablemente toda la fortuna de la miserable pareja.
»“Bueno”, dijo Cadereousse, “aunque nos haya querido levantar unos diez mil francos, quizá quiera usted cenar con nosotros. Eso es de buen corazón”.
»“Gracias”, dijo el joyero, “pero se hace tarde y tengo que volver a Beaucaire; mi mujer estará intranquila”. Y sacando el reloj: “¡Pardiez!”, exclamó. “Son casi las nueve, no llegaré a Beaucaire hasta medianoche. Adiós, pequeños; si por azar les llega otro abate Busoni, piensen en mí.”
»“Dentro de ocho días ya no estará usted en Beaucaire”, dijo Caderousse, “puesto que se cierra la feria la semana que viene”.
»“No, pero eso no importa; escríbanme a París, señor Joannès, en el Palais Royal, galería de Pierre, 45; haré un viaje expresamente si merece la pena.”
»Se oyó un enorme trueno, acompañado de un relámpago tan violento que casi borró la claridad de la lámpara.
»“¡Oh!, ¡oh!”, dijo Caderousse. “¿Se va a marchar usted con este tiempo?”
»“¡Oh! Yo no tengo miedo de los truenos”, dijo el joyero.
»“¿Y de los ladrones?”, preguntó La Carconte. “El camino no es nada seguro durante la feria.”
»“¡Oh! En cuanto a los ladrones”, dijo Joannès, “tengo esto para ellos”.
»Y sacó de su bolsillo un par de pequeñas pistolas cargadas hasta arriba.
»“Miren”, dijo, “estos son perros que ladran y muerden al mismo tiempo; aquí están, para los dos primeros que aspiren a su diamante, compadre Caderousse”.
»Caderousse y su mujer intercambiaron una mirada sombría. Fue como si tuvieran al mismo tiempo algún terrible pensamiento.
»“Entonces, ¡buen viaje!”, dijo Caderousse.
»“¡Gracias!”, dijo el joyero.
»Cogió el bastón que había dejado apoyado contra un viejo baúl, y salió. En el momento en el que abrió la puerta, entró una bocanada tal de viento que poco faltó para apagar la lámpara.
»“¡Oh!”, dijo. “¡Me costará lo mío, con dos leguas que recorrer y este maldito tiempo!”
»“Quédese”, dijo Caderousse, “dormirá usted aquí”.
»“Sí, quédese”, dijo La Carconte con voz temblorosa, “le cuidaremos bien”.
»“No, tengo que ir a dormir a Beaucaire. Adiós.”
»Caderousse fue lentamente hasta el umbral.
»“No se ve ni cielo ni tierra”, dijo el joyero ya fuera de la casa. “¿Por dónde hay que ir, a derecha o a izquierda?”
»“A la derecha”, dijo Caderousse; “no tiene pérdida, la carretera lleva árboles a cada lado”.
»“Bueno, ya estoy”, dijo la voz casi perdida en la lejanía.
»“Cierra entonces la puerta”, dijo La Carconte, “no me gusta tener las puertas abiertas con esta tormenta”.
»“Y menos cuando hay dinero en la casa, ¿no es eso?”, dijo Caderousse cerrando con doble vuelta de llave.
»Entró en la casa, fue hacia el armario, sacó el saco y la cartera y ambos se pusieron a recontar por tercera vez el oro y los billetes. Nunca vi una expresión igual en esos dos rostros, llenos de codicia, alumbrados por esa macilenta lámpara. La mujer sobre todo era horrorosa; el temblor febril que la animaba habitualmente había redoblado. Su rostro, de pálido, se había vuelto lívido; sus ojos hundidos ardían.
»“¿Por qué le ofreciste que durmiera aquí?”, preguntó con voz sorda.
»“Pues”, respondió Caderousse temblando, “pues para… para… que no tuviese que regresar a Beaucaire”.
»“¡Ah!”, dijo la mujer con una expresión imposible de describir. “Yo creía que era para otra cosa.”
»“¡Mujer!, ¡mujer!”, exclamó Caderousse, “¿por qué se te ocurren esas ideas, y por qué si se te ocurren no te las guardas?”.
»“Es igual”, dijo La Carconte después de un instante de silencio, “tú no eres suficientemente hombre”.
»“¿Cómo es eso?”, dijo Caderousse.
»“Si hubieras sido un hombre, no habría salido de aquí.”
»“¡Mujer!”
»“O no llegaría a Beaucaire.”
»“¡Mujer!”
»“La carretera da un rodeo, él tiene que seguirla, pero siguiendo el canal hay un atajo.”
»“Mujer, ofendes al Buen Dios. Mira, escucha…”
»En efecto, se oyó un espantoso trueno al mismo tiempo que un relámpago azulado encendía toda la sala, y el rayo, decreciendo lentamente, pareció alejarse de la casa maldita.
»“¡Jesús!”, dijo La Carconte santiguándose.
»En el mismo instante, en medio de ese silencio de terror que sigue ordinariamente a los truenos, llamaron a la puerta.
»Caderousse y su mujer temblaron y se miraron espantados.
»“¿Quién va?”, exclamó Caderousse levantándose y juntando en un solo montón el oro y los billetes esparcidos por la mesa, que cubrió con ambas manos.
»“Soy yo.”
»“¿Quién es usted?”
»“¡Eh, pardiez! Joannès el joyero.”
»“¡Y bien, qué decías”, repuso La Carconte con una espantosa sonrisa, “que yo ofendía al Buen Dios…! Pues es el Buen Dios quien nos lo envía”.
»Caderousse se sentó pálido y sin aliento en una silla. La Carconte, por el contrario, se levantó, y fue con paso firme a abrir la puerta.
»“Entre, entre, querido señor Joannès”, dijo.
»“Palabra”, dijo el joyero chorreando por la lluvia, “que parece que el diablo no quiere que vuelva yo esta noche a Beaucaire. Las locuras cortas son las mejores, mi querido señor Caderousse; usted me ofreció su hospitalidad, la acepto y vengo a dormir a su casa”.
»Caderousse balbuceó algunas palabras secándose el sudor que le caía por la frente. La Carconte, tras hacer pasar al joyero, volvió a cerrar la puerta con doble vuelta de llave.